Una exposición en París reivindica a la pintora de mujeres cotidianas, una de las responsables de introducir el movimiento pictórico en Estados Unidos.
Existe un feroz desajuste entre la vida de Mary Cassatt, la pintora estadounidense que vivió 60 años en Francia como una mujer soltera, sin descendencia y plenamente independiente, y los temas que solía escoger para sus cuadros, delicadas odas al amor materno-filial que, desde el punto de vista actual, pueden parecer excesivamente remilgadas e incluso algo conservadoras.
Una muestra en el Museo Jacquemart-André de París, donde sus cuadros se exponen hasta el 23 de julio, reivindica ahora su semiolvidada producción e intenta resolver las aparentes contradicciones que encierra su biografía.
Hija de un banquero que se enriqueció con el comercio de algodón, Cassatt (Pittsburgh, 1844- París, 1926) creció en una familia de origen francés, que idolatraba la patria de sus ancestros.
Por eso, tras estudiar en la Academia de Bellas Artes de Filadelfia, la más ilustre de Estados Unidos, se marchó a París con la voluntad de escapar al destino de vulgar acuarelista que se solía reservar a las mujeres artistas.
Y con la intención secreta de integrarse en el círculo impresionista, que entonces empezaba a hacer estragos.
“Terminó siendo una de las cuatro pintoras aceptadas por los impresionistas, junto con Berthe Morisot, Eva Gonzalès y Marie Bracquemond”, recuerda el conservador jefe del museo, Pierre Curie.
Compartiría con la escuela francesa el mismo sentido de la luz y del color, además de un idéntico interés por “un naturalismo alusivo, que no era mimético como podía serlo el academicismo”, según Curie.
Cassatt dejó de lado los temas habituales del movimiento y optó por reflejar la vida cotidiana de las mujeres corrientes a finales del siglo XIX.
Se alejó de las figuras femeninas clásicas de la pintura religiosa, pero también de la inclinación de los impresionistas por prostitutas y demi-mondaines.
Lo que parecía decir Cassatt con sus lienzos era que las madres de familia inscritas en el antepasado de la clase media también tenían derecho a protagonizar sus propios cuadros.
Tal vez fuera eso lo que disgustó a la sociedad biempensante en su país natal.
En 1895, cuando presentó una de sus obras, El baño, la crítica se estremeció y lo llamó “crudo”, “brutal” y “poco armonioso”. Cuesta entender qué escándalo pudo provocar un cuadro que representaba a una mujer aseando a su hija.
Hasta que se observa que esta última aparece semidesnuda, lo que se oponía frontalmente a las decorosas leyes del academicismo victoriano.
Su protagonista era, además, una mujer respetable que se ocupaba de una tarea propia del personal doméstico.
En especial, en su patria adoptiva.
Pese a su pesimismo decadentista, Huysmans vio muchas calidades en su obra.
“Desprende lo que ninguno de nuestros pintores sabría expresar: la feliz quietud, la bonhomía tranquila de un interior”, dejó escrito. Pero su mayor defensor siempre fue Edgar Degas, gracias a quien terminó integrándose en el grupo impresionista en 1877.
La descubrió tres años antes, frente a una pintura histórica de su primera etapa expuesta en el Salón Oficial.
“Por fin alguien que siente como yo”, habría dicho delante del lienzo.
Dos años después, tras entablar amistad, la retrató jugando a cartas, dura como un tahúr y en una postura tirando a masculina. Cassatt siempre aborreció ese retrato.
Y también, de manera intermitente, a su autor.
“Durante meses no podíamos ni vernos.
Pero, después, algo que había pintado yo nos volvía a unir”, dijo a una de sus amigas más íntimas, Louisine Havemeyer, líder de las sufragistas en Nueva York, admirada por su amistad con el pintor, reputado por su carácter volcánico y opiniones intempestivas.
¿Fue su mentor, su amigo, su amante?
El crítico Forbes Watson aseguraba que una vez oyó a Degas decir: “Nunca podría haber hecho el amor con ella”.
A Cassatt no se le conoció, de hecho, ninguna pareja.
“Ha habido especulaciones sobre su lesbianismo, pero no creo que fuera eso.
Más bien creía que los hombres eran un obstáculo. A finales del siglo XIX, las mujeres que querían vivir en libertad debían separarse de ellos”, expresó el historiador Paul Fisher, especialista en la Belle Époque, en 2016.
En la Exposición Universal de Chicago en 1893, fue invitada a presentar un mural, en el que distintas mujeres recogían frutas y las tendían a niños y a otras féminas.
“Muchos historiadores del arte han interpretado que sus escenas domésticas eran una forma de apoyar las vidas confinadas de las mujeres en el siglo XIX”, señala la comisaria de la muestra, Nancy Mowll Matthews, gran especialista en Cassatt y autora de una biografía de referencia.
“En realidad, el tema de la madre y el hijo no era un símbolo de las restricciones de la mujer, sino de su papel central respecto a la inmortalidad.
La de Cassatt no pasó por tener hijos, sino por colgar sus cuadros en museos junto a Botticelli y Rafael”, añade la comisaria, recordando su apoyo al derecho al voto y la ayuda que prestó a jóvenes pintoras.
En 1886, acompañada del marchante Charles Durand-Ruel, desembarcó en Nueva Inglaterra con 300 cuadros impresionistas, de autores como Manet, Monet, Degas o Sisley.
Mecenas como los Rockefeller o los Carnegie los adquirieron por decenas.
Y, tras sus respectivas muertes, los cedieron a las colecciones que constituirían los grandes museos estadounidenses, lo que explica su considerable presencia en sus actuales galerías.
Poco antes del cambio de siglo, se pasó a los pasteles y empezó a pintar escenas más convencionales.
Perdió la espontaneidad que caracterizaba sus primeros lienzos, llenos de niños mal sentados, madres de manos ajadas y escenas cotidianas y sutilmente revolucionarias.
“Vendí mi alma a los marchantes, eso es todo.
Los marchantes me robaron la vida”, dejó dicho antes de morir.
Entonces empezó a trabajar por encargo, igual que su némesis, la popularísima pintora Cecilia Beaux, por la que siempre sintió un odio profundo por su falta de ambición.
Tampoco le cayeron bien otros estadounidenses expatriados en París, como Henry James o Edith Wharton, a quienes consideraba excesivamente pretenciosos y fascinados por la alta sociedad.
Nada que ver con esta mujer adinerada, pero con una conciencia política situada en la vanguardia de su tiempo.
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