Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

20 mar 2018

El juez investiga si Ana Julia dio ansiolíticos a Gabriel antes de matarlo

La Guardia Civil encontró estos medicamentos en el coche de la autora confesa del crimen.


Ana Julia Quezada, en una imagen del pasado 13 de febrero.
Ana Julia Quezada, en una imagen del pasado 13 de febrero. Europa Press
El Juzgado de Primera Instrucción número 5 de Almería ha solicitado que se investigue si Ana Julia Quezada, la autora confesa de la muerte del niño Gabriel Cruz, pudo dar ansiolíticos al pequeño tras llevárselo el 27 de febrero cuando salió de la casa de su abuela en Las Hortichuelas, en Níjar (Almería)
Fuentes del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA) explican que el juez, Rafael Soriano, ha reclamado esta información porque a la mujer le fueron intervenidos ansiolíticos.
Esos fármacos fueron localizados en el vehículo de la detenida, según ha adelantado en este martes el periódico La Voz de Almería. El periódico local también señala que se investiga, además, si el niño ingirió algún alimento tras su desaparición.
El juez aún se encuentra a la espera de recibir el informe definitivo de la autopsia, según las fuentes consultadas.
 Por el momento, el magistrado solo cuenta con los datos preliminares ya conocidos, que determinan que Gabriel murió por asfixia.
 El abogado de Ana Julia Quezada, Esteban Hernández Thiel, ha señalado que la mujer estaba en tratamiento y que tomaba ansiolíticos.  
Hernández Thiel ha señalado que entiende que la obligación del juzgado es investigar la aparición de estos medicamentos y que, en su momento, se "enfrentarán" los resultados de la analítica con la declaración de su cliente. 
No obstante, insiste en que considera que la mujer es "sincera" y que ha colaborado con la justicia para el esclarecimiento de los hechos.

 

Ernesto de Hannover, el retorno del príncipe incorregible

El todavía marido de Carolina de Mónaco reaparece en la boda de su segundo hijo Christian después de un largo e inexplicable retiro.

Ernesto de Hannover en la boda de su hijo Christian con Alessandra de Osma en Lima, el pasado viernes.
Ernesto de Hannover en la boda de su hijo Christian con Alessandra de Osma en Lima, el pasado viernes. Getty Images

 

19 mar 2018

Los insultos de Ana Julia a Gabriel que dejaron "petrificados" a los agentes de la Guardia Civil

La asesina confesa del niño fue grabada con micrófonos en su coche mientras trasladaba el cadáver en el maletero.


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Los agentes de la Guardia Civil colocaron micrófonos en el coche de Ana Julia Quezada el día en el que la asesina confesa de Gabriel Cruz sacó el cuerpo del pequeño de donde lo había enterrado, en la finca propiedad del padre en Rodalquilar, y lo metió en el maletero de su vehículo.

Según informa Telecinco, mientras conducía camino de Vícar, donde finalmente fue detenida, maldecía en voz alta con expresiones que dejaron "petrificados" a los agentes de la UCO.
"Quienes han escuchado las grabaciones de Ana Julia no pueden creer que destilara tanto odio", informa la cadena de Mediaset, que asegura que la asesina confesa de Gabriel "hablaba con sarcasmo incluso del movimiento ciudadano en apoyo" del pequeño.

En esas grabaciones se escucha a Ana Julia lamentándose de tener que modificar su plan y planeando llevar el cuerpo a un invernadero, como recogía el juez en su auto de ingreso en prisión. "Vertiendo expresiones vejatorias que revelan una falta de sentimientos y humanidad", escribió el magistrado.

En dicho auto, el juez asegura que Ana Julia "le asfixió con sus propias manos hasta provocar su muerte para luego trasladarlo hasta el jardín donde previamente había cavado un hoyo con una pala".


 

Mito y depreciación de un genio: Leonardo da Vinci Publicado por Mario Colleoni


El Salvator Mundi expuesto en Christie’s, 2017. Fotografía: Peter Nicholls / Cordon.

Nadie podía sospechar que en un lugar como Anchiano, un pueblo remoto —«insignificante» en palabras de Paolo Giovio de la comarca de Vinci, a treinta kilómetros de Florencia, en el vientre templado pero vivo, muy vivo de 1452, nacería un hombre ilegítimo que cambiaría el curso de la historia del mundo con el nombre de Leonardo di Ser Piero
El mismo día, un 15 de abril, seis años antes, expiraba uno de los dos padres de la arquitectura moderna, Filippo Brunelleschi.
 El segundo, Leon Battista Alberti, justo el mismo año en que nacía Leonardo, terminaba en Roma la redacción del De re aedificatoria.
 Y el orfebre Lorenzo Ghiberti, tras veinticinco de trabajo, entregaba los diez paneles que vestirían las (así bautizadas por Miguel Ángel) «Puertas del Paraíso» del Baptisterio de Florencia.
Sirven tres escuetas anécdotas para dar paso a una batería de acontecimientos que, en un período de tan solo veinte años, marcaron el pulso cultural del siglo XV en Florencia, determinaron el futuro de Italia y condicionaron naturalmente la vida de Leonardo.
 Muere el humanista Carlo Marsuppini, canciller de la República.
 Lo había hecho antes su homólogo, Leonardo Bruni, una estrella eterna. 
Y al otro lado del mundo, mientras las últimas luces del Imperio romano de Oriente se apagan y Constantinopla cae en manos del ímpetu otomano, en Lodi se firma un armisticio que pone fin a la rivalidad militar entre Milán y Venecia y dibuja cuarenta años de paz entre todas las potencias.
 Entretanto, en la renana Maguncia, Gutenberg inventa la imprenta de tipos móviles.
 Digamos que, como residencia palaciega de la historia, el Renacimiento tuvo en la ciudad de Florencia una antesala premonitoria y los tapices estaban dispuestos para recibir a sus dignidades.
 Pero no hay luz sin penumbras. También muere el devotísimo Fra Angélico y el humanista Flavio Biondo, nacen Angelo Poliziano y el gran Pico della Mirandola;
 Poggio Bracciolini comienza su Historia florentina y Benozzo Gozzoli, a instancias de Piero el Gotoso, padre de Lorenzo el Magnífico, concluye la Capilla de los Magos del Palazzo mediceo de Via Larga. 
Un aciago día, a los ochenta años nadie creía que fuera para siempre—, muere esa fuerza de la naturaleza llamada Donatello, Andrea Mantegna llega a la ciudad del Arno y Fra Filippo Lippi muere en Spoleto, mientras trabaja en los frescos del Duomo.
Este es el fermento cultural en el que crece Leonardo, entre príncipes, artistas, filósofos, cortesanos y hombres de Estado. Pero que un inquieto hijo bastardo sin futuro, ese tal Leonardo di Ser Piero, se convirtiera finalmente en nuestro Leonardo da Vinci, el hombre universal, era algo, como digo, imposible de prever.
 Si bien muchos intuyeron lo que se avenía, nadie sabía cómo llamarlo: la ruptura total y definitiva (aunque no tan total ni tan definitiva) con la Edad Media, la obsesión maníaca por la Antigüedad o aquella necesidad de cohabitar la naturaleza sin necesidad de sustituirla. 
Todo era nuevo. No era una sencilla pasarela entre siglos; fue el alumbramiento de una auténtica revolución, una era nueva.
 Se respiraba en los círculos humanistas y también en el fragor de los talleres: Bernardo Rossellino, el mismo Leon Battista Alberti, Francesco Filelfo, Antonio Pisanello, los hermanos Pollaiuolo, Andrea del Verrocchio, Giorgio Merula, Marsilio Ficino o Francesco Squarcione habían anunciado, cada uno a su modo, la inminente colisión con el pasado.
Antes de que llegasen el «Humanismo» o el «Renacimiento», sus huéspedes lo llamaron rinascere all’antico.
 No era tan solemne, sí más hermoso. El redescubrimiento del legado clásico grecorromano les indujo a creer que el arte, la religión, los libros, la filosofía y la política de su tiempo podían convivir con ese pasado (que ellos dibujaron) eternamente grandioso y que emularon con orgullo y celo. Fueron soberbios, pero lo fueron siempre por amor a la verdad y por un extraño y apasionado fervor hacia un sol redentor en cuyos rayos cifraron la belleza del universo.
 La clave está en su propia formulación: ese renacer a tal vez no nos dice nada y, sin embargo, lo insinúa todo.
 Habla de un pasado inserido en el presente como una forma de vida que transforma el mundo, de una naturaleza en continuo movimiento que hace orgánico lo inorgánico, de un animismo laico en el que todo objeto animado e inanimado participa de un ordenamiento universal; habla de palabras que encarnan ideas lejanas, pero no por ello remotas; y habla de la herencia de un estilo y una mentalidad que, durante un tiempo —siempre breve cuando excelso—, hizo realidad las utopías a fuerza de pronunciarlas.
Anunciación (1472-1475), Uffizi, Florencia.

«Este esplendor de la naturaleza es la justificación de aquellos hombres», anotaba en su cuaderno Albert Camus el 15 de septiembre de 1937 en Fiesole, a los pies del convento de San Francesco, apostado en la copa de esa colina habitada antaño por los primeros etruscos.
 Es indudable que Leonardo mamó de la oronda teta toscana y que ese clima artesano y familiar, calmo aunque no pacífico, propició que encontrase un pie de apoyo donde inclinar sus inquietudes.
 Fue su padre, sin embargo, el notario Ser Piero, un ágil hombre de negocios, quien supo reconocer en su hijo un talento precoz para el dibujo y lo condujo sin demora a la bottega de Andrea del Verrochio, donde por fin Leonardo aprendió los rudimentos de la pintura. 
El destino le había reservado cuarenta años más de vida.
 Una vez adquirido el conocimiento de los pinceles, al dominio del arte y la técnica se sumaron una deslumbrante desenvoltura y una pasmosa polivalencia para hacer casi cualquier cosa.
 Virtuoso en casi cada cosa que emprendía, Leonardo frecuentó las cortes más importantes de Italia y fue requerido por papas, príncipes y cardenales.
 No faltaron tropiezos, proyectos infructuosos, acusaciones de sodomía y desplantes de todo tipo.
 Pero al final de su vida, alejado finalmente de toda servidumbre, Francisco I de Francia le reservó un pequeño palacio junto al castillo de Amboise y lo nombró «Primer pintor, ingeniero y arquitecto del rey»
Allí, considerado por el Valois como poco menos que un dios, Leonardo vivió sus últimos años en la placidez —a orillas del Loira— de una libertad obscenamente feliz.
 Sin embargo, el curso de los acontecimientos fue abrupto y el trayecto hacia la fama, cuando menos, pedregoso.

Las fuentes propenden a dibujar la figura de un Leonardo caprichoso y meditabundo (no triste ni melancólico, sino ensimismado) que no para de ingeniar cosas y que, solo de forma extraordinaria, las completa.
 Esta idea fue difundida a lo largo y ancho del orbe gracias al papa León X, a quien probablemente la palabra libertad producía infaustas pesadillas.
 Cincuenta años después de que la Gioconda luciera por primera vez bigote daliniano en aquella intervención histórica de Duchamp (1919), Barnett Newman apuntó incisivamente:
 «Lo que les irrita es que con media docena de cuadros este hombre haya pasado tan brillantemente a la historia, mientras ellos se sienten inseguros con su extensa obra». 
Con un dardo tan envenenado de ironía como de ridiculez Newman había respondido a la entera contemporaneidad. 
Sin embargo, era preciso entender la maniobra de Duchamp por influjo del dadaísmo; de otro modo no se explica que André Gide, seducido también por esa suerte de magnetismo destructor, hiciera decir a su villano Strouvilhou en Los monederos falsos (1926): «La falta de guía será la estrella que nos guíe». 
Historiografía al margen, es indiscutible que la producción de Leonardo fue exigua en obras que fueron —diecinueve pinturas— y prolija en obras que pudieron ser —millares de páginas entre dibujos, manuscritos, códices, cuadernos y apuntes dispersos en depósitos de medio mundo—, lo cual nos revela, ante todo, un modo de trabajar que Schlosser resumió como nadie:
 «La creación se le derretía en las manos; pocos pudieron más que él, nadie aspiró a más, pero tampoco nadie llevó a término menos que él».
 Otro historiador del arte no menos legendario, André Chastel, puntal de la historiografía francesa del Renacimiento, recordaba poco antes de fallecer: 
 «El documento más precioso sobre la figura histórica de Leonardo es, sin duda, el texto capital de Giorgio Vasari».
«Siempre que su espíritu se volvía hacia los asuntos difíciles, con facilidad los liberaba de su complejidad»,
 «Se ponía a estudiar muchas cosas, y una vez las había empezado, las abandonaba», «Con cálculos numéricos movía montañas»,
 «Los persuadía [a sus comitentes] con tan grandes razones que parecía posible, aunque todos, cuando se había ido, constataban por sí mismos la imposibilidad de tamañas empresas» o «Debido a todos estos aspectos tan divinos, y a pesar de que obrara más con las palabras que con los hechos, su nombre y su fama ya nunca se extinguirán» son algunas de las afirmaciones que uno encuentra en las Vite (1550).
 Aunque se publicó una segunda edición en 1568, Vasari mantuvo prácticamente intacto el capítulo de Leonardo, a excepción de una significativa rectificación que transformaba al artista genuinamente herético («Llegó a tener unas concepciones tan heréticas que no se aproximaba a ninguna religión, pues tenía en mucha más estima ser filósofo que ser cristiano») en otro más pío y ortodoxo («Se quiso informar diligentemente de las cosas católicas y de nuestra buena y santa religión cristiana […] y quiso recibir devotamente el Santo Sacramento»).
 Así y todo, Vasari reservó a Leonardo un lugar preeminente en su historia de los pintores, de tal modo que, según el esquema orgánico que había diseñado, lo convirtió en el primer representante de la terza maniera, esto es, del colofón del arte naturalista, la suma perfección de la belleza, la primera bandera del estilo moderno que culminaría con Miguel Ángel.