El Salvator Mundi expuesto en Christie’s, 2017. Fotografía: Peter Nicholls / Cordon.
Nadie podía sospechar que en un lugar como Anchiano, un pueblo remoto —«insignificante» en palabras de Paolo Giovio—
de la comarca de Vinci, a treinta kilómetros de Florencia, en el
vientre templado pero vivo, muy vivo de 1452, nacería un hombre
ilegítimo que cambiaría el curso de la historia del mundo con el nombre
de Leonardo di Ser Piero.
El mismo día, un 15 de abril, seis años antes, expiraba uno de los dos padres de la arquitectura moderna, Filippo Brunelleschi.
El segundo, Leon Battista Alberti, justo el mismo año en que nacía Leonardo, terminaba en Roma la redacción del De re aedificatoria.
Y el orfebre Lorenzo Ghiberti, tras veinticinco de trabajo, entregaba los diez paneles que vestirían las (así bautizadas por Miguel Ángel) «Puertas del Paraíso» del Baptisterio de Florencia.
Sirven
tres escuetas anécdotas para dar paso a una batería de acontecimientos
que, en un período de tan solo veinte años, marcaron el pulso cultural
del siglo XV en Florencia, determinaron el futuro de Italia y
condicionaron naturalmente la vida de Leonardo.
Muere el humanista Carlo Marsuppini, canciller de la República.
Lo había hecho antes su homólogo, Leonardo Bruni,
una estrella eterna.
Y al otro lado del mundo, mientras las últimas
luces del Imperio romano de Oriente se apagan y Constantinopla cae en
manos del ímpetu otomano, en Lodi se firma un armisticio que pone fin a
la rivalidad militar entre Milán y Venecia y dibuja cuarenta años de paz
entre todas las potencias.
Entretanto, en la renana Maguncia, Gutenberg
inventa la imprenta de tipos móviles.
Digamos que, como residencia
palaciega de la historia, el Renacimiento tuvo en la ciudad de Florencia
una antesala premonitoria y los tapices estaban dispuestos para recibir
a sus dignidades.
Pero no hay luz sin penumbras. También muere el
devotísimo Fra Angélico y el humanista Flavio Biondo, nacen Angelo Poliziano y el gran Pico della Mirandola;
Poggio Bracciolini comienza su Historia florentina y Benozzo Gozzoli, a instancias de Piero el Gotoso, padre de Lorenzo el Magnífico, concluye la Capilla de los Magos del Palazzo mediceo de Via Larga.
Un aciago día, a los ochenta años —nadie creía que fuera para siempre—, muere esa fuerza de la naturaleza llamada Donatello, Andrea Mantegna llega a la ciudad del Arno y Fra Filippo Lippi muere en Spoleto, mientras trabaja en los frescos del Duomo.
Este es
el fermento cultural en el que crece Leonardo, entre príncipes,
artistas, filósofos, cortesanos y hombres de Estado. Pero que un
inquieto hijo bastardo sin futuro, ese tal Leonardo di Ser Piero, se
convirtiera finalmente en nuestro Leonardo da Vinci, el hombre
universal, era algo, como digo, imposible de prever.
Si bien muchos
intuyeron lo que se avenía, nadie sabía cómo llamarlo: la ruptura total y
definitiva (aunque no tan total ni tan definitiva) con la Edad Media,
la obsesión maníaca por la Antigüedad o aquella necesidad de cohabitar
la naturaleza sin necesidad de sustituirla.
Todo era nuevo. No era una
sencilla pasarela entre siglos; fue el alumbramiento de una auténtica
revolución, una era nueva.
Se respiraba en los círculos humanistas y
también en el fragor de los talleres: Bernardo Rossellino, el mismo Leon Battista Alberti, Francesco Filelfo, Antonio Pisanello, los hermanos Pollaiuolo, Andrea del Verrocchio, Giorgio Merula, Marsilio Ficino o Francesco Squarcione habían anunciado, cada uno a su modo, la inminente colisión con el pasado.
Antes de que llegasen el «Humanismo» o el «Renacimiento», sus huéspedes lo llamaron rinascere all’antico.
No era tan solemne, sí más hermoso. El redescubrimiento del legado
clásico grecorromano les indujo a creer que el arte, la religión, los
libros, la filosofía y la política de su tiempo podían convivir con
ese pasado (que ellos dibujaron) eternamente grandioso y que emularon
con orgullo y celo. Fueron soberbios, pero lo fueron siempre por amor a
la verdad y por un extraño y apasionado fervor hacia un sol redentor en
cuyos rayos cifraron la belleza del universo.
La clave está en su propia
formulación: ese renacer a
tal vez no nos dice nada y, sin embargo, lo insinúa todo.
Habla de un
pasado inserido en el presente como una forma de vida que transforma el
mundo, de una naturaleza en continuo movimiento que hace orgánico lo
inorgánico, de un animismo laico en el que todo objeto animado e
inanimado participa de un ordenamiento universal; habla de palabras que
encarnan ideas lejanas, pero no por ello remotas; y habla de la herencia
de un estilo y una mentalidad que, durante un tiempo —siempre breve cuando excelso—, hizo realidad las utopías a fuerza de pronunciarlas.
Anunciación (1472-1475), Uffizi, Florencia.
«Este esplendor de la naturaleza es la justificación de aquellos hombres», anotaba en su cuaderno Albert Camus
el 15 de septiembre de 1937 en Fiesole, a los pies del convento de San
Francesco, apostado en la copa de esa colina habitada antaño por los
primeros etruscos.
Es indudable que Leonardo mamó de la oronda teta
toscana y que ese clima artesano y
familiar, calmo aunque no pacífico, propició que encontrase un pie de
apoyo donde inclinar sus inquietudes.
Fue su padre, sin embargo, el
notario Ser Piero, un ágil hombre de negocios, quien supo reconocer en su hijo un talento precoz para el dibujo y lo condujo sin demora a la bottega de Andrea del Verrochio,
donde por fin Leonardo aprendió los rudimentos de la pintura.
El
destino le había reservado cuarenta años más de vida.
Una vez adquirido
el conocimiento de los pinceles, al dominio del arte y la técnica se
sumaron una deslumbrante desenvoltura y una pasmosa polivalencia para
hacer casi cualquier cosa.
Virtuoso en casi cada cosa que emprendía,
Leonardo frecuentó las cortes más importantes de Italia y fue requerido
por papas, príncipes y cardenales.
No faltaron tropiezos, proyectos
infructuosos, acusaciones de sodomía y desplantes de todo tipo.
Pero al
final de su vida, alejado finalmente de toda servidumbre, Francisco I de Francia le reservó un pequeño palacio junto al castillo de Amboise y lo nombró «Primer pintor, ingeniero y arquitecto del rey».
Allí, considerado por el Valois como poco menos que un dios, Leonardo vivió sus últimos años en la placidez —a orillas del Loira— de
una libertad obscenamente feliz.
Sin embargo, el curso de los
acontecimientos fue abrupto y el trayecto hacia la fama, cuando menos,
pedregoso.
Las
fuentes propenden a dibujar la figura de un Leonardo caprichoso y
meditabundo (no triste ni melancólico, sino ensimismado) que no para de
ingeniar cosas y que, solo de forma extraordinaria, las completa.
Esta
idea fue difundida a lo largo y ancho del orbe gracias al papa León X, a quien probablemente la palabra libertad producía infaustas pesadillas.
Cincuenta años después de que la Gioconda luciera por primera vez bigote daliniano en aquella intervención histórica de Duchamp (1919), Barnett Newman apuntó incisivamente:
«Lo
que les irrita es que con media docena de cuadros este hombre haya
pasado tan brillantemente a la historia, mientras ellos se sienten
inseguros con su extensa obra».
Con un dardo tan envenenado de ironía
como de ridiculez Newman había respondido a la entera contemporaneidad.
Sin embargo, era preciso entender la maniobra de Duchamp por influjo del
dadaísmo; de otro modo no se explica que André Gide, seducido también por esa suerte de magnetismo destructor, hiciera decir a su villano Strouvilhou en Los monederos falsos
(1926): «La falta de guía será la estrella que nos guíe».
Historiografía al margen, es indiscutible que la producción de Leonardo
fue exigua en obras que fueron —diecinueve pinturas— y prolija en obras
que pudieron ser —millares de páginas entre dibujos, manuscritos,
códices, cuadernos y apuntes dispersos en depósitos de medio mundo—, lo
cual nos revela, ante todo, un modo de trabajar que Schlosser
resumió como nadie:
«La creación se le derretía en las manos; pocos
pudieron más que él, nadie aspiró a más, pero tampoco nadie llevó a
término menos que él».
Otro historiador del arte no menos legendario, André Chastel, puntal de la historiografía francesa del Renacimiento, recordaba poco antes de fallecer:
«El documento más precioso sobre la figura histórica de Leonardo es, sin duda, el texto capital de Giorgio Vasari».
«Siempre
que su espíritu se volvía hacia los asuntos difíciles, con facilidad
los liberaba de su complejidad»,
«Se ponía a estudiar muchas cosas, y
una vez las había empezado, las abandonaba», «Con cálculos numéricos
movía montañas»,
«Los persuadía [a sus comitentes] con tan grandes
razones que parecía posible, aunque todos, cuando se había ido,
constataban por sí mismos la imposibilidad de tamañas empresas» o
«Debido a todos estos aspectos tan divinos, y a pesar de que obrara más
con las palabras que con los hechos, su nombre y su fama ya nunca se
extinguirán» son algunas de las afirmaciones que uno encuentra en las Vite
(1550).
Aunque se publicó una segunda edición en 1568, Vasari mantuvo
prácticamente intacto el capítulo de Leonardo, a excepción de una
significativa rectificación que transformaba al artista genuinamente
herético («Llegó a tener unas concepciones tan heréticas que no se
aproximaba a ninguna religión, pues tenía en mucha más estima ser
filósofo que ser cristiano») en otro más pío y ortodoxo («Se quiso
informar diligentemente de las cosas católicas y de nuestra buena y
santa religión cristiana […] y quiso recibir devotamente el Santo
Sacramento»).
Así y todo, Vasari reservó a Leonardo un lugar preeminente
en su historia de los pintores, de tal modo que, según el esquema
orgánico que había diseñado, lo convirtió en el primer representante de
la terza maniera,
esto es, del colofón del arte naturalista, la suma perfección de la
belleza, la primera bandera del estilo moderno que culminaría con Miguel
Ángel.