Desde entonces me he encontrado con ejemplos conspicuos que me llevan a ver a más humanos “suplantados”.
En un artículo de este diario contra la prostitución, la autora terminaba con el siguiente argumento:
“Si una madre no tiene dinero y su situación es acuciante, ¿nos planteamos que pueda vender, muy consentidamente” (sic), “su riñón?
Y entonces, ¿por qué sí puede vender su sexualidad (sic)? Los seres humanos no somos mercancías ni objetos de usar y tirar”. Que alguien diga semejante absurdo en una sobremesa no tiene mucho de particular.
Pero que lo escriba y publique una juez y profesora de la Complutense, a la que se supone discernimiento para elegir los conceptos y las palabras, y cuidado extremo con las comparaciones…
Una prostituta nunca vende su cuerpo ni su sexo, sino que los alquila.
A diferencia de quien vende un riñón, que se queda para siempre sin él, ella conserva su cuerpo y su sexo, y por eso puede volverlos a alquilar.
Otra cuestión sería por qué escandaliza tanto que eso se alquile (entendámonos, sólo cuando se haga voluntariamente, o por preferencia sobre otros trabajos), si todos alquilamos algo sin parar: el estibador sus espaldas, el minero sus manos y su salud, yo mismo los dedos con que tecleo y mi cabeza, por supuesto su tiempo cada trabajador por cuenta ajena.
Sin duda pueden encontrarse argumentos contra la prostitución, pero el del riñón es puro disparate demagógico y tergiversador.
A raíz de la innovación léxica de la diputada Irene Montero, mi docto compañero de la RAE Álvarez de Miranda dio aquí una impecable lección, y otros muchos han salido al paso de la voz “portavoza”.
A la inventora se le ha explicado que “portavoz” es un vocablo formado por un verbo y un sustantivo unidos, exactamente como “portaestandarte”, “chupasangre”, “lameculos”
y muchos más, que, aplicados a una mujer, no necesitarían ser convertidos en “chupasangra” ni “lameculas”.
Se le ha recordado que la terminación en z no es masculina ni femenina, como demuestran los adjetivos “voraz”, “mordaz”, “feroz”, “tenaz”, “locuaz” o “veraz”, cuyos plurales no son “vorazos” y “vorazas”, “ferozos” y “ferozas”, sino siempre “voraces” y “feroces”.
Tampoco la terminación en e indica género, y así “artífice” o “célibe” valen para mujeres y hombres y son invariables.
Cabría añadir que ni siquiera la terminación en a es por fuerza femenina, como con simpleza se tiende a creer: lo prueban palabras como “atleta”, “idiota”, “colega”, “auriga”, “estratega”, “poeta”, “pediatra”, “hortera”, “esteta”, “hermeneuta”, y no digamos “víctima” o “persona”, a las que se antepondrá “una” o “la” en todos los casos, así hablemos de Mia Farrow o de Schwarzenegger.
Que Montero y sus correligionarios suelten puerilidades no tiene nada de raro.
Aunque la mayoría anden entre los treinta y los cuarenta años, suelen hablar, gesticular y comportarse como si todavía se agitaran por el instituto.
Están en su derecho, por lo demás: cada cual puede decir lo que le venga en gana (eso no está multado aún, por fortuna), acuñar cuantos términos desee y utilizarlos a su discreción.
Un escritor viajó a un bolo hace poco, y sus anfitrionas le preguntaban: “¿Qué, estás contenta de venir a nuestra ciudad?” Al mostrar el escritor su sorpresa, le contestaron:
“Ah, es que nos dirigimos a todo el mundo en femenino, para visibilizarnos más”.
Son muy libres, faltaría más, a condición de que a mi colega se le hubiera autorizado a responder: “Y vosotros, ¿estáis contentos de tenerme aquí?”
Lo que ya apunta sobremanera a los “ladrones de cuerpos y mentes” es que personas de más edad, como notables dirigentes del PSOE (partido determinado a instalarse en la bobería perpetua)
hayan hecho suyo el barbarismo y lo hayan defendido con entusiasmo.
Y más preocupante todavía es que una catedrática de Filología que terció a favor del idiotismo lingüístico, a falta de argumentos, concluyera así: “Estamos buscando un nuevo sujeto histórico y no hemos encontrado el modelo perfecto.
Bendita sea” (sic) “la inconsistencia y el debate”. Y al parecer remató “con orgullo”: “Ahora queremos una sociedad más justa, y llegaremos siendo incoherentes e inconsistentes”.
Una catedrática que, acorralada por sus propias incongruencias y contradicciones, da una patada a la mesa, rompe la baraja y lanza vivas a la incoherencia y a la inconsistencia, es como para temer por sus alumnos y por nuestra Universidad.
Decir eso equivale a decir esto otro: “Sostendremos una cosa y su contraria, defenderemos una postura y su opuesta, según nos convenga y a nuestro antojo.
No nos pidan que seamos consecuentes, porque aquí se trata de avanzar sin escrúpulos, de lograr como sea nuestro objetivo”. No sé si les recuerda a alguien esta actitud.
A mí, lo lamento (y por no traer a la memoria a otros siniestros y arbitrarios personajes del pasado), se me viene a la cabeza en seguida el incoherente e inconsistente Donald Trump. —eps