Tarradellas preservó la continuidad institucional, mientras que el exalcalde de Girona lo ha destruido.
Sí, la vieja técnica tan bien descrita por George Orwell en su novela 1984, en la que nos muestra un sistema político en el que las palabras adoptan un significado opuesto a su acepción originaria. No voy a hacer ahora la lista, pero el proceso soberanista permitiría la redacción de un entero diccionario de tergiversaciones semánticas, pero la más reciente y la más viva, que bien merece un comentario, es la legitimidad de Puigdemont como presidente.
El exalcalde Girona y ahora también expresidente de la Generalitat ha superado todas las plusmarcas de ilegitimidad en su reivindicación de la máxima magistratura catalana y, precisamente por esa razón, sus partidarios le reivindican como presidente legítimo.
Para empezar, hay que recordar el origen y principio de su presidencia, designado por Artur Mas, al que había vetado la CUP. Aquella nominación presidencial ya fue suficientemente accidentada como para lucir una legitimidad original más bien dudosa: el candidato soberanista era Mas, escondido en el cuarto lugar, detrás del cabeza de lista ‘falso’ que era Raül Romeva; y Puigdemont ocupaba el tercer puesto de la lista de Girona; de forma que fueron los dirigentes de la CUP y no los votantes quienes aceptaron su nominación como presidente.
A este vicio de origen se añadió luego el de su balance de Gobierno: cero, nulo, nada en lo que afecta a los intereses y a la calidad de vida de los ciudadanos, debido a su exclusiva dedicación al proceso independentista, el único motivo y razón de su presidencia.
Muchos presidentes de origen dudoso se legitiman luego por el buen gobierno, pero este no es el caso de Puigdemont, aupado a la presidencia del autogobierno estatutario y constitucional, pero empeñado en convertirla en la presidencia de una pre-independencia antiestatutaria e inconstitucional, gracias entre otras muchas cosas a la ausencia de la mayoría social suficiente y legalmente necesaria para una apuesta tan arriesgada.
Tampoco la zona gris de la pre-independencia le ha servido para adquirir legitimidad alguna.
Una de las mayores curiosidades que ofrece el procés es que quienes han sido objeto de mayores mofas y engaños por parte del Gobierno de Puigdemont son sus sufridos e ingenuos seguidores independentistas, a los que se les prometió la luna y se les ha entregado un cesto lleno de calabazas.
Puigdemont declaró la independencia en una primera ocasión, el día 10 de octubre, para echarse para atrás inmediatamente, ocho segundos después, y suspender la declaración a expensas de unas negociaciones que nunca llegaron a materializarse.
Lo hizo de nuevo el 27 de octubre, esta vez mediante una declaración del Parlament, redactada de forma que no fuera legalmente vinculante, para intentar eludir las responsabilidades penales que pudieran derivarse.
Pero lo más grave de todo es que tras movilizar y excitar a sus seguidores durante tanto tiempo, después de la falsa proclamación de la República catalana, abandonó el palacio del gobierno, sin arriar la bandera española, sin aprobar ni un solo decreto y sin salir al balcón a arengar a sus seguidores, y a continuación huyó a Bélgica, antes incluso de que el juez emitiera la orden de búsqueda y captura.
La huida, presentada como un exilio con pretensiones miméticas respecto al presidente Tarradellas, es el momento más vergonzoso de la farsa seudorepublicana.
Todavía nadie ha explicado las razones políticas para que unos se quedaran en Barcelona, se presentaran ante la justicia y fueran a la cárcel, y otros huyeran a Bélgica.
Tampoco se ha explicado cómo y cuándo se tomó la decisión, ni si cada una de las dos opciones respondía a una estrategia distinta respecto al desenlace del procés.
Nadie desde el mundo independentista ha pedido ni explicaciones ni responsabilidades, especialmente respecto a la huida a Bruselas y a las consecuencias perfectamente previsibles respecto a la prisión incondicional de los que se quedaron.
Todo esto es un tabú desmovilizador para el independentismo, que no quiere hurgar ni mostrar sus peleas internas, aunque en todo caso contribuye a deslegitimar la presidencia de Puigdemont y, en cambio, a mejorar la imagen del exvicepresidente Junqueras.
Solo faltaba la impertinencia de Puigdemont respecto a la imposibilidad de presidir la Generalitat desde la cárcel, para que quedara bien claro, aunque no quieran reconocerlo los independentistas, que Puigdemont es un presidente ilegítimo y ha librado y perdido una batalla interna contra el PDCat y externa contra Esquerra para hacerse con todo el poder del independentismo.
Solo faltó que Arrimadas fuera la candidata más votada para que Puigdemont perdiera la baza de jugar con la legitimidad de los votos.
Para jugar con la legitimidad de los escaños, dentro de la legalidad estatutaria y constitucional, debió quedarse en España para seguir la suerte del resto de su Gobierno, que arrostró primero la cárcel y se presentó luego a las elecciones, optando así a participar en la votación de investidura y probablemente también —conociendo los antecedentes del etarra Yoldi— a presentarse a una investidura presidencial.
En la investidura, como en todo, el independentismo se halla atrapado en el método tergiversador adoptado desde 2012. Puigdemont fue un presidente legal y legítimo gracias a la Constitución y al Estatuto, y dejó de serlo, en aplicación de una disposición constitucional como es el 155, el día que decidió romper el marco legal que le había convertido en presidente.
Nunca ha tenido la mayoría de votos populares de una lectura plebiscitaria de las sucesivas elecciones, y sí ha tenido en cambio mayoría parlamentaria estatutaria, que sirve para gobernar dentro de la ley, pero no para destruirla.
Rechazó el 155, pero se presentó a las elecciones convocadas por el 155.
Quiere que se levante el 155, pero nadie trabaja tanto como él para que se mantenga el 155.
No es el presidente de una República tan inexistente que ni siquiera llegó a nacer.
No es el presidente de todos los catalanes, sino el presidente pretendido por la mitad de los votantes independentistas y en buena parte un presidente contra la otra mitad de los catalanes.
No ganó legitimidad gobernando y todavía ha ganado menos resistiéndose desde el extranjero a la normalización constitucional y estatutaria, la que otorga la auténtica legitimidad.
No es, finalmente, el émulo de Tarradellas, que supo guardar en el exilio la continuidad legal y legítima republicana para hacerla coincidir, al regresar, con la legitimidad de la naciente democracia constitucional española, sino todo lo contrario, un destructor de lo que Eugeni d’Ors llamaba la santa continuidad.
Puigdemont es un presidente ilegítimo y un auténtico estorbo para el regreso a la normalidad después de estos cinco años desastrosos para Cataluña.