Paulino Fernández, de 64 años, mató a seis personas de la aldea de Sorribas (Lugo) e hirió a otras siete más en marzo de 1989. Después, murió calcinado en su vivienda que había incendiado previamente.
Chantada
Asistencia
el 10 de marzo de 1989, en la parroquia de Adán (Chantada), al entierro
de cinco de las seis víctimas del asesinato múltiple. DELMI ÁLVARAlgunos vecinos de la aldea de Sorribas, en el municipio de Chantada (Lugo), no creen aún que Paulino Fernández Vázquez esté muerto.
Horas después de que el labrador enajenado asesinase a seis de sus convecinos e hiriese a otros siete antes de suicidarse, un hombre todavía caminaba por el lugar portando al hombro una escopeta.
La inexplicable matanza del pasado martes les ha sobrecogido de tal forma que parecen temer que el espectro de Paulino pueda surgir en cualquier momento de entre las cenizas de su casa incendiada.
Nadie, ni siquiera sus familiares, encuentran una explicación racional de los motivos que empujaron a Paulino Fernández, de 64 años, casado con una mujer 11 años mayor que él medio ciega e inválida, a acuchillar a todos los vecinos que encontró a su paso.
En contra de lo que se dijo en un principio, Paulino no discutió con nadie.
Se limitó a salir de su casa con un cuchillo de grandes dimensiones, de los utilizados en la matanza del cerdo, y atacar a todo el que vio.
El único motivo que podría explicar la conducta de Paulino —un hombre reservado, pero de carácter aparentemente normal— es la obsesión que mostraba últimamente por sus propiedades.
El labrador, muy tacaño según algunos de sus vecinos, había comprado recientemente varias fincas a unos familiares emigrantes en Brasil.
Esta compra le sumió en un notorio nerviosismo que le hizo confesar a varios de sus allegados un extraño temor porque los vecinos le arrebatasen las tierras.
Los temores le llevaron incluso a pedir consulta legal y en un momento llegó a advertir a un familiar: "Me encuento muy mal, creo que me voy a morir".
Otros aseguran también que les había dicho que tenía unos fuertes dolores de cabeza.
Entonces parecía ya calmado.
Almorzó con su esposa y su hermano Marcelino, que lo encontró "normal, un poco raro, pero es que siempre estaba así".
Lo que pasó por la cabeza de Paulino al acabar la comida nunca lo sabrá nadie.
Eran aproximadamente las 15.30 cuando salió de casa escondiendo el arma.
Apenas una hora después había acuchillado a los 13 vecinos con que se cruzó, seis de los cuales murieron.
Después incendió su casa y pereció abrasado entre las llamas.
"O Paulino matoume"
Las versiones de cómo sucedieron los hechos son todavía muy confusas.
Se sabe que el primer agredido fue Jesús Gamallo, que logró salir con vida y acudir con la ayuda de un vecino junto a su esposa, a la que dijo: "O Paulino matoume" (Paulino me intentó matar).
La mujer avisó a la Guardia Civil.
También supieron de los hechos unos vecinos que esperaban un autobús a pocos metros de la vivienda de Paulino Fernández, pero por los relatos posteriores parece que no le concedieron demasiada importancia a lo que consideraban una reyerta.
El hombre regresó a casa, sacó sus vacas a pastar y volvió a empuñar el cuchillo.
Agredió a todo aquel que se le puso por delante aprovechándose de la sorpresa que su reacción produjo entre los vecinos.
Fue capaz incluso de atacar a hombres armados con machetes.
De las versiones de los vecinos resulta muy difícil reconstruir cómo se sucedieron los crímenes.
Se sabe que mató a tres miembros de una misma familia, un matrimonio y la hermana de la mujer, vecinos de la casa de enfrente y que se encontraban trabajando en una finca.
Además del cuchillo, se supone que utilizó también un hacha para cometer los crímenes, ya que alguno de los agredidos forcejeó con él y logró arrebatarle el arma.
En algún momento, Paulino prendió fuego a la vivienda.
Esto alertó a un vecino, Javier Cuñarro, que tras encontrar dos cadáveres por el camino llegó a la casa, entró en la cocina y encontró al homicida ensangrentado.
Según relató posteriormente, Paulino se abalanzó sobre él y le dijo: "Tú qué vienes a hacer aquí, tú también te vas".
Tras un forcejeo en el que resultó herido, Javier logró escapar.
Fue entonces cuando Paulino decidió poner fin a los acuchillamientos.
Con la casa ardiendo, subió al dormitorio, se tendió en la cama y esperó la muerte.
El cadáver fue reconocido por su hermano a media tarde, pero todavía 24 horas después hay quien se resiste a creer en su muerte tras los momentos de pánico vividos.
En Sorribas, al lado de la casa calcinada, los vecinos se agrupan en los distintos velatorios.
No hay escenas de histerismo, ni tampoco aparentes muestras de dolor ni siquiera en el rostro de Vicente Varela y su hijo, de unos diez años, que relatan tranquilamente lo ocurrido mientras su esposa se encuentra al borde de la muerte en el hospital de Monforte.
Lo único que parece existir es estupefacción y un temor casi atávico.
Todo el mundo camina en grupo.
Van y vienen por los caminos y algunos se paran por iniciativa propia a hablar con los periodistas.
En el teléfono público del lugar se agolpan las gentes para contar lo sucedido a sus familiares de Barcelona, Suiza o Venezuela.
"¿Por qué ocurrió esto?", se preguntan todos. "Lo que no pasa en mil años, pasa en un día", contesta un hombre en una conversación en la taberna.
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