El empecinamiento de Puigdemont en ser investido presidente amenaza con prolongar el bloqueo de la política catalana y, por ende, de la española en los próximos meses.
Esta obstinación, sin embargo, tiene unas consecuencias que el independentismo, con sus diferentes matices y sensibilidades, debería evaluar.
La aplicación del 155 se alarga. Es la gran paradoja.
Si Puigdemont empuja al bloqueo político, el Gobierno de Mariano Rajoy seguirá al frente de las instituciones de autogobierno de Cataluña.
Las plañideras apelaciones del separatismo a que lo más urgente es recuperar el control de las instituciones quedarían, de esta manera, supeditadas a las ensoñaciones del expresident.
Los excarcelamientos se alejan. Oriol Junqueras, Jordi Sànchez, Jordi Cuixart y Joaquim Forn continúan en prisión porque el magistrado del Tribunal Supremo que investiga a los líderes del procés estima que pueden incurrir en reiteración delictiva.
El empeño de Puigdemont en seguir echando un pulso al Estado es un elemento que Llarena, con toda seguridad, valora cada vez que tiene que pronunciarse sobre las peticiones de puesta en libertad de todos ellos, piezas clave en la intentona secesionista.
Cierta normalidad democrática aliviaría la situación procesal de los encarcelados, mártires semiolvidados por el exiliado bruselense.
Los investigados, bajo la amenaza de la prisión.
Si Puigdemont impone su criterio en el Parlament, los diputados investigados por el Supremo tendrán que afrontar el riesgo cotidiano de ingresar en prisión.
Varios de ellos (Carme Forcadell, Jordi Turull, Josep Rull...) están en libertad bajo fianza con la advertencia del juez Llarena de que su situación puede ser reversible si vuelven a tener la tentación de reemprender vías ilegales.
Justo lo que quiere Puigdemont.
La discordia en el independentismo. Aunque el separatismo no ha sido ni es un bloque homogéneo, sí es cierto que se ha conjurado durante años para ocultar sus diferencias con el fin último de conseguir la ruptura.
El baño de realidad que ha sufrido tras el 1-0 ha llevado a los sectores más posibilistas a optar por un repliegue temporal, un acatamiento táctico de la legalidad.
Es un secreto a voces que ERC y buena parte del PDeCAT piensan que Puigdemont es un político amortizado, pero no se atreven a explicitarlo.
Es más, salvo alguna excepción, lo reivindican a diario.
En cualquier caso, la cizaña está sembrada y, hoy por hoy, Puigdemont divide más que une al independentismo.
Nuevas elecciones y hundimiento de ERC.
Contra pronóstico, Puigdemont consiguió que su candidatura fuera la más
votada del bloque independentista en las elecciones del 21-D, en
detrimento de ERC, que partía como favorita.
Los más fieles subrayan desde entonces la letanía "Puigdemont o elecciones", la opción que parece preferir el expresident.
Sus cálculos pasan por llegar a esa cita como líder único del independentismo, ser la lista más votada y hundir aún más a ERC.
Es de suponer que los líderes de Esquerra conocen este plan.
Cambio generacional taponado. La actual generación de líderes separatistas ha llegado muy lejos (un 47% de los votantes de Cataluña opta por partidos independentistas), pero no ha conseguido la meta perseguida.
Y sabe que no lo va a conseguir.
El sector del separatismo que entiende que esta es una carrera de fondo defiende un cambio generacional para diseñar un nuevo proyecto independentista –es deseable que dentro de la legalidad- . De ahí, la decisión de ERC de situar a Roger Torrent (38 años) como presidente del Parlament o la del PDeCAT de entregar el control de la antigua Convergència a Marta Pascal (34).
Uno y otro son figuras desdibujadas por Puigdemont, que en su deriva puede acabar con la incipiente carrera política de ambos nada más empezar.
Y la de todo aquel que se le acerque.
Economía a la expectativa. El procés causó no solo la fuga de más de 3.000 empresas de Cataluña, sino un evidente empeoramiento de los datos macroeconómicos.
La parálisis de la Administración catalana perjudica a las empresas contratistas y la inestabilidad espanta a los inversores.
Alargar el caos político es alargar la incertidumbre económica.
Los más fieles subrayan desde entonces la letanía "Puigdemont o elecciones", la opción que parece preferir el expresident.
Sus cálculos pasan por llegar a esa cita como líder único del independentismo, ser la lista más votada y hundir aún más a ERC.
Es de suponer que los líderes de Esquerra conocen este plan.
Cambio generacional taponado. La actual generación de líderes separatistas ha llegado muy lejos (un 47% de los votantes de Cataluña opta por partidos independentistas), pero no ha conseguido la meta perseguida.
Y sabe que no lo va a conseguir.
El sector del separatismo que entiende que esta es una carrera de fondo defiende un cambio generacional para diseñar un nuevo proyecto independentista –es deseable que dentro de la legalidad- . De ahí, la decisión de ERC de situar a Roger Torrent (38 años) como presidente del Parlament o la del PDeCAT de entregar el control de la antigua Convergència a Marta Pascal (34).
Uno y otro son figuras desdibujadas por Puigdemont, que en su deriva puede acabar con la incipiente carrera política de ambos nada más empezar.
Y la de todo aquel que se le acerque.
Economía a la expectativa. El procés causó no solo la fuga de más de 3.000 empresas de Cataluña, sino un evidente empeoramiento de los datos macroeconómicos.
La parálisis de la Administración catalana perjudica a las empresas contratistas y la inestabilidad espanta a los inversores.
Alargar el caos político es alargar la incertidumbre económica.
Tras la división, el hartazgo social. Completamente subjetivo, pero a la vez tangible.
Tras haberse fracturado en dos mitades irreconciliables, la sociedad catalana se acerca al hastío con el monotema independentista.
De buen gobernante, aunque pueda parecer ingenuo, es pensar en la sociedad, en toda la sociedad.
Y cuando Puigdemont habla solo se dirige a una parte de Cataluña. Exactamente, a la mitad.
Extraña manera de construir una república, un país o dirigir una asamblea de vecinos.
El histrionismo de algo muy serio. El plan secesionista de Cataluña ha supuesto el mayor desafío de la democracia española en las últimas cuatro décadas.
Dilapidado el capital político del catalanismo pactista, Puigdemont, de la mano de ERC y la CUP, ha arrastrado el nacionalismo a las cotas más bajas de prestigio en España y Europa.
Ya en el exilio de Bruselas, sus actitudes se han acercado al histrionismo.
El nacionalismo catalán no es esto.
O no lo era.
El Estado de derecho no cederá. Y una última razón debe llevar al independentismo a concluir que está en un callejón sin salida.
La maquinaria del Estado de derecho, con sus imperfecciones pero homologable a la de cualquier país de nuestro entorno, ha empezado a funcionar y el Supremo no se va a prestar a ningún conchabe.
Si Puigdemont vuelve tendrá que responder sin remedio ante la justicia.
Y si no lo hace, vivirá eternamente en el embeleco del president en el exilio.
De todo cuanto antecede es consciente el independentismo, que camina sin rumbo, secuestrado por un don nadie en la política catalana hasta hace dos días, un personaje que está dispuesto a inmolarse siempre que las consecuencias las paguen sus compañeros de aventura y los ciudadanos que quiere dirigir a más de 1.000 kilómetros de distancia.
¿Por qué perseverar en la fantasía imposible?