Las esculturas vuelan. Siempre tuve pasión por el concepto de Mies van der Rohe “less is more” (menos es más). Ha sido definitivo para mí, para no pasarme en el barroquismo al que se suele llegar por atosigamiento, por saber demasiado de las cosas.
Así que me quedo en el margen, en lo incompleto; es en lo que creo y donde me siento bien.
En cierto modo describe usted un viaje. Hace años incitaba a los jóvenes a viajar a Nueva York. ¿Por qué a Nueva York? Porque fue donde sentí una mayor pulsión. Como grupo éramos contemporáneos, nos gustaba mucho lo nuevo, lo que pertenecía a nuestro tiempo, pero hasta que no llegué a Nueva York no entendí la libertad, que es lo que hay que conquistar para empezar a ser uno y poder escindirse.
Pero viejo, viejo, no me siento. La verdad es que ni siquiera lo pienso. No me preocupa en absoluto.
Yo se lo había explicado teóricamente muchas veces, pero cuando me vio haciéndolo me dijo: “¡Pero si es que es música lo que hace con el martillo!”. Claro, le dije, es mucho más eficaz que suene a música. Entallar una pieza es también un gesto musical.
Yo se lo había explicado teóricamente muchas veces, pero cuando me vio haciéndolo me dijo: “¡Pero si es que es música lo que hace con el martillo!”. Claro, le dije, es mucho más eficaz que suene a música. Entallar una pieza es también un gesto musical.
Esa voluntad de transformación se forja en su trabajo de escultor. ¿Es intuición o aprendizaje? Es ambas cosas, y además soledad.
La soledad es muy importante, porque va acotando tu mundo.
En el proceso cultural que vivimos nos gusta estar dentro de la masa. Pero yo me he escindido y vivo muy solo. Me gusta esta soledad.
¿Siempre fue así? Sí, para mí siempre fue así.
No sé si de pequeño era un niño tímido; mi padre me espoleaba mucho, me obligaba a hacer cosas que tenían que hacer mis hermanos mayores.
Una vez al año me encargaba que le pagara las contribuciones, y eso lo hacía cuando tenía 12 años.
Sin embargo, aquel primer viaje a Madrid fue con amigos, entre los que estaban artistas como Millares, Padorno, Elvireta Escobio, Alejandro Reino y Josefina Betancor, que se incorporó más tarde. ¿Cómo fue ese encuentro de un solitario con otros solitarios? Éramos minoritarios.
Nos encontrábamos los que adolecíamos de lo mismo, ahí podíamos dialogar y sentirnos bien.
Nos incorporamos al grupo El Paso; me pareció interesante, pero yo veía los toros desde la barrera.
Lo que me importaba era la vida misma, el viaje.
Sabíamos que éramos niños que nos habíamos criado sin azúcar, ni chocolate, ni caramelos.
Era un tiempo tétrico, veníamos de la escasez absoluta, pero aprendíamos a sobrevivir porque teníamos la esperanza de que algún día cambiaría.
En la Transición, aquel solitario se empeñó en tareas colectivas: el Círculo de Bellas Artes, que presidió, la fundación del CAAM… ¿Qué le impulsó a participar de este modo en aquella etapa de modernización?
No he hecho un análisis: me dejé llevar.
Estuve muy cerca del poder la primera vez que los socialistas accedieron a él, y acepté el cargo en el Círculo. Javier Solana [ministro de Cultura entonces] era una persona estupenda. Felipe González era un amigo.
¿Cómo se arregla España?
Ellos aceptaron que el problema de España era también de cultura.
Y en eso estuvimos. Luego han pasado los años y yo no sé si la moral ha desaparecido o ha enflaquecido.
Decía el historiador Santos Juliá que este momento del país le produce amargura… A mí me desconcierta muchísimo.
Ya ni siquiera opino: miro y observo, tengo mis convicciones, pero procuro no hablar nunca de esos temas porque no los domino, no los puedo controlar, siempre estoy a la expectativa de lo que vaya a pasar hoy.
Hemos perdido el equilibrio.
Toda su obra es, incluso físicamente, en su estética, una búsqueda del equilibrio. Sí. Tiene que ver con este mundo tan desequilibrado que me ha tocado vivir. Recuerdo perfectamente la proclamación de la II República, los caballos blancos con los guardias civiles encima.
Me quedé alucinado porque todo me pareció muy bello. Luego dijeron que era una cosa muy mala. Yo no tenía criterio alguno.
Fue la primera vez que viví en un equívoco: me habían dicho que la República era algo horroroso y luego supe por los republicanos que lo que querían era el progreso. Cuando leí a Federico García Lorca, en medio del asombro, me di cuenta de que era así.
¿Qué vio en Lorca? Toda la libertad que necesitaba; era algo completamente nuevo, porque vivíamos en un mundo gris, de terror: la bota, la Iglesia.
Te acostabas y de pronto escuchabas unas trompetas a las cinco de la madrugada y a unos señores gritando: “¡Pecador, levántate!”.
Eran de las Misiones en Canarias. Todo eso me dejó aturdido.
Con el tiempo, he tenido que desbrozar todo aquello para poder entender cuál tenía que ser mi camino. Si no, habría estado aturdido para siempre.
¿Y de ahí viene el equilibrio que representan sus formas? Creo que es así.
El mundo que he querido construir es aquel en el que a mí me apetecería vivir.
Quiso descorrer el horizonte para acercarlo. En ese proceso, ¿ha visto qué hay más allá del horizonte? El niño que quería mover el horizonte…
El círculo de tiza está trazado, lo llevas contigo, en él te mueves y todo lo que se parece a aquello que tú entiendes es lo que te apetece.
Lo nuevo no resuena en mí.
Dice que es un solitario. Y que trabaja en silencio. Y sin embargo lo que lo rodea es martillazo, ruido.
Es música, ya dije.
Nunca sé lo que dice la música; es la más hermética de las expresiones artísticas, y es la más bella.
Cuando oigo a Bach, mis nietas dicen: “¡Abuelo, eso es muy repetido!”. Pero eso que es muy repetido es el arte, la música del arte, y todavía me quedan años para seguir escuchándola, aunque parezcan martillazos.