La considerada seguidora número 1 de la tonadillera sufrió una parada cardiorrespiratoria fuera del recinto.
Rosa Delia.
Una de las mayores fans de Isabel Pantoja ha muerto la noche de este sábado mientras hacía cola para entrar en el concierto que ofreció la tonadillera en el Gran Canaria Arena. La mujer sufrió una parada cardiorrespiratoria mientras hacía cola. Rosa Delia Nuez,
de 58 años y natural de Agaete, era conocida como «La Pantoja de
Canarias». Considerada como la seguidora número uno de la artista,
sentía una verdadera pasión por la cantante peninsular, que regresaba a
Gran Canaria después de siete años sin actuar en las islas.
Interviú
se publicó por primera vez el 22 de mayo de 1976 y quien no sea capaz
de situarse en la España de entonces, no logrará entender ni su éxito,
ni las portadas de mujeres semidesnudas que se convirtieron en reclamo y
clave de su triunfo. Tampoco las razones para que algunas de las
famosas más relevantes del momento —también ha habido algún
representante masculino— posaran para ella. El sentido de una publicación que mezclaba desnudos con periodismo de investigación
y reportajes de calado, podría resumirse en una frase de Antonio
Asensio, su primer director, pronunciada 20 años después de su
lanzamiento: “A los españoles les faltaba sexo, les dimos sexo. Faltaba
claridad, les dimos la libre expresión de los columnistas. Era un traje a
medida. Un cóctel. Pero no molotov”. El dictador Franco acababa de morir, la democracia daba sus
primeros pasos y los españoles estaban ávidos por saber y por dejar de
ser pacatos; eran de los últimos europeos que para ver un desnudo
erótico en la gran pantalla, tenían que cruzar la frontera y comprar
entrada en alguno de los cines del sur de Francia. España olía a
naftalina y había ansía de libertad. Interviú encarnó todo eso y la
fórmula de mezclar el erotismo prohibido por el franquismo y un
periodismo osado hasta entonces vetado, funcionó.
Es en ese escenario en el que algunas de las famosas de la
época apostaron por hacer militancia contra la censura y convertir su
cuerpo en bandera de libertad. Algo así como decir a gritos: me desnudo
porque quiero y porque puedo. Esto ocurrió durante los dos primeros años
de la existencia de la revista, así al menos lo recuerda César Lucas,
que llegó a Interviú en 1978 como jefe de fotografía pero antes
firmó una portada mítica: el desnudo de Marisol, la actriz y cantante
que fue niña prodigio y símbolo de los valores familiares del
franquismo.
Después empezó a fluir el dinero y comenzó otro género en el
que las protagonistas de esa portada comenzaron a buscar rentabilidad y
visibilidad a partes iguales. Lola Flores, Sara Montiel, Charo López,
Agatha Lys, Victoria Vera, Blanca Marsillach, Susana Estrada, Silvia
Tortosa, Rosario Flores, Ana Obregón, Bibiana Fernández, Rocío Jurado, Elsa Pataky,
Paula Vázquez, Esther Arroyo o Anne Igartiburu, han sido algunas de las
profesionales que ocuparon este lugar. Como también lo hicieron un
reducidísimo grupo de hombres: Sergio Ramos, Jesús Vázquez, Rafael
Amargo, Álvaro Muñoz Escassi o el estilista Pelayo Díaz. “El objetivo
era conseguir una complicidad con la persona a quien retratabas en un
momento que podía ser tenso", explica César Lucas. "Me gustaba el estilo de la revista francesa Lui más que el de Playboy:
fotos bellas, bien tratadas. Yo nunca manipulé ninguna fotografía, no
quité una arruga o adelgacé una pierna; jugaba con la luz para conseguir
el mejor resultado”, explica Lucas.
Reconoce que siempre hubo ligero reconocimiento profesional y
un cierto tono machista hacia su trabajo. Pero no recuerda que ni una
de las fotografiadas se marchara descontenta.
Las sociedades cambian y las claves del erotismo, del
periodismo y la economía también. Los 40 millones de pesetas (más de
240.000 euros) que recibió la cantante Marta Sánchez, por la portada más
cara de los 41 años de historia de Interviú, se convirtieron en cachés
que oscilaban entre los 3.000 y 10.000 euros para protagonistas cada vez
menos relevantes y glamurosas. Las ventas de 500.000 ejemplares de sus
décadas gloriosas, empezaron a caer a partir de finales de los años 90 y
raras veces superaban los 17.000 en su último año. La redacción que consiguió grandes reportajes
como los vinculados a las tramas de extrema derecha, el crimen de los
marqueses de Urquijo, el caso GAL, los niños robados del franquismo o
los primeros escándalos bancarios, menguó y las investigaciones eran
menos y posibles más gracias a la profesionalidad de su plantilla que a
los medios con los que contaban. Al final vencieron los argumentos financieros. Interviú ya no ha llegado a los quioscos en 2018,
pero sus chicas de portada seguirán en el imaginario de una generación
que encontró en esta publicación la liberación y la información que les
había vetado 40 años de dictadura.
Cada vez son más los ancianos que fallecen solos en su domicilio y que tal vez podrían haberse salvado con una atención adecuada.
En los diez años que lleva como juez en la provincia de Valencia,
Joaquim Bosch ha visto de todo. Pero lo que se está encontrando en los
últimos tiempos le ha impresionado. Por la frecuencia. Por el
sufrimiento que a veces se esconde detrás de una puerta que no se abre. “Hace una década lo veías de manera muy esporádica: personas que morían
solas, en avanzado estado de descomposición”, explica Bosch. “Ahora nos
encontramos con más casos. Igual son cuatro o cinco cada mes. No me
atrevo a cuantificarlo, pero ya no es un hecho puntual”. Alarmado por
una situación que se repite en su juzgado de Moncada, el magistrado
llamó a otros compañeros, a forenses y a funerarias. La respuesta,
siempre la misma: todos le confirmaron que cada vez lo veían más. Ni hay estudios, ni hay datos. “Pero hay un problema”, alerta Bosch,
“invisibilizado como la propia vejez”. Y el juez explica que la mecánica
del trabajo diario dificulta poder llevar un registro de los ancianos
que mueren en soledad. Para levantar el cadáver es necesaria la
intervención de un juez y de un forense, pero si no hay delito el caso
pasa a engrosar el cajón de los procesos a los que se da carpetazo. Bosch saca un informe de uno de los archivadores junto a su despacho. Un anciano fallecido hace apenas unas semanas. “Una vez confirmado que
no hay indicios de delito, el único recuerdo que queda de este señor y
de su vida última está aquí”, se calla por un momento con la mano sobre
una carpeta que terminará confundida con las demás. Su tragedia ha
quedado reducida a unos cuantos papeles que nadie podrá consultar. “Me
he encontrado gente muerta en su cama”, explica el magistrado, “gente
que se ha caído desde una escalera o que les ha dado un ataque y se han
quedado en medio de la cocina. Y los forenses me dicen que con la
atención adecuada, muchos ancianos no habrían muerto de esta manera”. Valencia es un buen ejemplo de lo que sucede en un país que envejece a ritmo acelerado. Sólo en la ciudad hay 42.000 mayores de 65 años viviendo solos. El
porcentaje aumenta con la edad: uno de cada tres mayores de 75 años está
en esta situación. Y la teleasistencia llega a poco menos de 6.000. Son
ancianos que no viven en la marginalidad. Pueden ser el vecino de la
puerta de al lado: un abuelo que de momento se vale sin dificultad, con
sus rutinas cotidianas y su independencia, que un buen día se da un
golpe, o se rompe una cadera o sufre un ataque al corazón.
Es el caso de Soledad Sáez Fraga. 74 años, sin hijos, sin hermanos. A
los 71 años echó el cierre a la mercería que había regentado durante
cuatro décadas en el centro de Valencia.
Y justo después de la
jubilación, llegó un infarto cerebral. “Yo estaba bien”, dice Sole como
tratando todavía de explicarse por qué aquello sucedió sin avisar, “no
me pasaba nada y fue muy traumático”.
Una mañana de abril sintió un
ligero malestar. “Me hice una manzanilla, me vine aquí y me senté”,
señala el lugar exacto en la mesa donde ahora recuerda aquel día. “Y al
ir a coger el vaso se me desvió la mano. Me dije: esto no es nada
bueno”.
Sole guarda silencio mientras repite un movimiento que se le ha
quedado grabado. Al menos tuvo los reflejos para llamar al 112. Y eso le
salvó la vida.
Tras meses en el hospital, esta septuagenaria de maneras dulces ha
vuelto a casa. Pero todo ha cambiado: con medio cuerpo inmovilizado ni
camina como antes, ni es ya la mujer independiente que siempre fue. Su
alegría semanal se la proporciona Paloma, una joven de 27 años que se ha
convertido en nieta por azar. Paloma López es una de los 399 voluntarios que este año han pasado por Amics de la Gent Major,
una asociación que se ocupa de dar compañía a los ancianos que viven
solos. Su presidente, Antonio Miguel Fernández, un septuagenario de
vitalidad juvenil que también colabora como voluntario, insiste en que
la soledad mata. “Es triste ver cómo cada vez hay más muertes de mayores
solos en sus hogares. Cuando llega el médico para el levantamiento del
cadáver dice: ha muerto de traumatismo craneoencefálico o de
insuficiencia cardiaca o respiratoria. Pues no. Ha muerto de soledad”. Amics atiende en Valencia a 476 personas. La mayoría, mujeres de más
de ochenta años, con movilidad reducida y pensiones bajas. Muchos, como
Sole, no tienen hijos. Otros sí, pero no van a visitarles. Y en la
soledad doméstica no elegida que convierte los días en medidas de tiempo
eternas, se van apagando poco a poco.
Según Joaquim Bosch, en nuestro país las estructuras de apoyo
familiar han ido cambiando y desintegrándose sin que la sociedad o el
Estado hayan sabido responder a ese vacío. La misma opinión comparte
Gustavo García, coordinador de estudios de la Asociación de Directores y
Gerentes de Servicios Sociales. Ha dedicado toda su vida profesional a
los mayores y ha visto muchos casos de ancianos que fallecen solos. Son
más, reconoce, en los últimos años. Pone el ejemplo de un hombre que fue
hallado muerto en su casa hace dos semanas en Zaragoza. “A mí no me
duele el golpe que ese hombre se pudiera dar”, reflexiona, “me duele el
sufrimiento. Cuando se viera solo y pensara: estoy solo en la vida y así
me voy a morir”. Contra esa soledad que puede ser fatal, Gustavo García propone
soluciones. Recuperar la inversión en servicios sociales, pero también
iniciativas como las de Amics de la Gent Major. O un simple gesto al
alcance de todos: prestarle un poco de atención al vecino mayor de la
puerta de al lado. “Porque nadie va a los servicios sociales a decir que
esta sólo”, apunta. Pero muchos lo están. Algunos hasta ese último día
que queda reducido a una carpeta en un archivador judicia