Cada vez son más los ancianos que fallecen solos en su domicilio y que tal vez podrían haberse salvado con una atención adecuada.
En los diez años que lleva como juez en la provincia de Valencia,
Joaquim Bosch ha visto de todo.
Pero lo que se está encontrando en los últimos tiempos le ha impresionado.
Por la frecuencia. Por el sufrimiento que a veces se esconde detrás de una puerta que no se abre.
“Hace una década lo veías de manera muy esporádica: personas que morían solas, en avanzado estado de descomposición”, explica Bosch.
“Ahora nos encontramos con más casos. Igual son cuatro o cinco cada mes.
No me atrevo a cuantificarlo, pero ya no es un hecho puntual”. Alarmado por una situación que se repite en su juzgado de Moncada, el magistrado llamó a otros compañeros, a forenses y a funerarias.
La respuesta, siempre la misma: todos le confirmaron que cada vez lo veían más.
Ni hay estudios, ni hay datos. “Pero hay un problema”, alerta Bosch, “invisibilizado como la propia vejez”.
Y el juez explica que la mecánica del trabajo diario dificulta poder llevar un registro de los ancianos que mueren en soledad.
Para levantar el cadáver es necesaria la intervención de un juez y de un forense, pero si no hay delito el caso pasa a engrosar el cajón de los procesos a los que se da carpetazo.
Bosch saca un informe de uno de los archivadores junto a su despacho.
Un anciano fallecido hace apenas unas semanas.
“Una vez confirmado que no hay indicios de delito, el único recuerdo que queda de este señor y de su vida última está aquí”, se calla por un momento con la mano sobre una carpeta que terminará confundida con las demás.
Su tragedia ha quedado reducida a unos cuantos papeles que nadie podrá consultar.
“Me he encontrado gente muerta en su cama”, explica el magistrado, “gente que se ha caído desde una escalera o que les ha dado un ataque y se han quedado en medio de la cocina.
Y los forenses me dicen que con la atención adecuada, muchos ancianos no habrían muerto de esta manera”.
Valencia es un buen ejemplo de lo que sucede en un país que envejece a ritmo acelerado.
Sólo en la ciudad hay 42.000 mayores de 65 años viviendo solos. El porcentaje aumenta con la edad: uno de cada tres mayores de 75 años está en esta situación.
Y la teleasistencia llega a poco menos de 6.000. Son ancianos que no viven en la marginalidad.
Pueden ser el vecino de la puerta de al lado: un abuelo que de momento se vale sin dificultad, con sus rutinas cotidianas y su independencia, que un buen día se da un golpe, o se rompe una cadera o sufre un ataque al corazón.
Es el caso de Soledad Sáez Fraga. 74 años, sin hijos, sin hermanos. A los 71 años echó el cierre a la mercería que había regentado durante cuatro décadas en el centro de Valencia.
Pero lo que se está encontrando en los últimos tiempos le ha impresionado.
Por la frecuencia. Por el sufrimiento que a veces se esconde detrás de una puerta que no se abre.
“Hace una década lo veías de manera muy esporádica: personas que morían solas, en avanzado estado de descomposición”, explica Bosch.
“Ahora nos encontramos con más casos. Igual son cuatro o cinco cada mes.
No me atrevo a cuantificarlo, pero ya no es un hecho puntual”. Alarmado por una situación que se repite en su juzgado de Moncada, el magistrado llamó a otros compañeros, a forenses y a funerarias.
La respuesta, siempre la misma: todos le confirmaron que cada vez lo veían más.
Ni hay estudios, ni hay datos. “Pero hay un problema”, alerta Bosch, “invisibilizado como la propia vejez”.
Y el juez explica que la mecánica del trabajo diario dificulta poder llevar un registro de los ancianos que mueren en soledad.
Para levantar el cadáver es necesaria la intervención de un juez y de un forense, pero si no hay delito el caso pasa a engrosar el cajón de los procesos a los que se da carpetazo.
Bosch saca un informe de uno de los archivadores junto a su despacho.
Un anciano fallecido hace apenas unas semanas.
“Una vez confirmado que no hay indicios de delito, el único recuerdo que queda de este señor y de su vida última está aquí”, se calla por un momento con la mano sobre una carpeta que terminará confundida con las demás.
Su tragedia ha quedado reducida a unos cuantos papeles que nadie podrá consultar.
“Me he encontrado gente muerta en su cama”, explica el magistrado, “gente que se ha caído desde una escalera o que les ha dado un ataque y se han quedado en medio de la cocina.
Y los forenses me dicen que con la atención adecuada, muchos ancianos no habrían muerto de esta manera”.
Valencia es un buen ejemplo de lo que sucede en un país que envejece a ritmo acelerado.
Sólo en la ciudad hay 42.000 mayores de 65 años viviendo solos. El porcentaje aumenta con la edad: uno de cada tres mayores de 75 años está en esta situación.
Y la teleasistencia llega a poco menos de 6.000. Son ancianos que no viven en la marginalidad.
Pueden ser el vecino de la puerta de al lado: un abuelo que de momento se vale sin dificultad, con sus rutinas cotidianas y su independencia, que un buen día se da un golpe, o se rompe una cadera o sufre un ataque al corazón.
Es el caso de Soledad Sáez Fraga. 74 años, sin hijos, sin hermanos. A los 71 años echó el cierre a la mercería que había regentado durante cuatro décadas en el centro de Valencia.
Y justo después de la
jubilación, llegó un infarto cerebral. “Yo estaba bien”, dice Sole como
tratando todavía de explicarse por qué aquello sucedió sin avisar, “no
me pasaba nada y fue muy traumático”.
Una mañana de abril sintió un
ligero malestar. “Me hice una manzanilla, me vine aquí y me senté”,
señala el lugar exacto en la mesa donde ahora recuerda aquel día. “Y al
ir a coger el vaso se me desvió la mano. Me dije: esto no es nada
bueno”.
Sole guarda silencio mientras repite un movimiento que se le ha
quedado grabado. Al menos tuvo los reflejos para llamar al 112. Y eso le
salvó la vida.
Tras meses en el hospital, esta septuagenaria de maneras dulces ha
vuelto a casa.
Pero todo ha cambiado: con medio cuerpo inmovilizado ni camina como antes, ni es ya la mujer independiente que siempre fue.
Su alegría semanal se la proporciona Paloma, una joven de 27 años que se ha convertido en nieta por azar.
Paloma López es una de los 399 voluntarios que este año han pasado por Amics de la Gent Major, una asociación que se ocupa de dar compañía a los ancianos que viven solos.
Su presidente, Antonio Miguel Fernández, un septuagenario de vitalidad juvenil que también colabora como voluntario, insiste en que la soledad mata.
“Es triste ver cómo cada vez hay más muertes de mayores solos en sus hogares. Cuando llega el médico para el levantamiento del cadáver dice: ha muerto de traumatismo craneoencefálico o de insuficiencia cardiaca o respiratoria.
Pues no. Ha muerto de soledad”.
Amics atiende en Valencia a 476 personas.
La mayoría, mujeres de más de ochenta años, con movilidad reducida y pensiones bajas.
Muchos, como Sole, no tienen hijos. Otros sí, pero no van a visitarles.
Y en la soledad doméstica no elegida que convierte los días en medidas de tiempo eternas, se van apagando poco a poco.
Según Joaquim Bosch, en nuestro país las estructuras de apoyo familiar han ido cambiando y desintegrándose sin que la sociedad o el Estado hayan sabido responder a ese vacío.
La misma opinión comparte Gustavo García, coordinador de estudios de la Asociación de Directores y Gerentes de Servicios Sociales. Ha dedicado toda su vida profesional a los mayores y ha visto muchos casos de ancianos que fallecen solos.
Son más, reconoce, en los últimos años. Pone el ejemplo de un hombre que fue hallado muerto en su casa hace dos semanas en Zaragoza. “A mí no me duele el golpe que ese hombre se pudiera dar”, reflexiona, “me duele el sufrimiento.
Cuando se viera solo y pensara: estoy solo en la vida y así me voy a morir”.
Contra esa soledad que puede ser fatal, Gustavo García propone soluciones.
Recuperar la inversión en servicios sociales, pero también iniciativas como las de Amics de la Gent Major.
O un simple gesto al alcance de todos: prestarle un poco de atención al vecino mayor de la puerta de al lado.
“Porque nadie va a los servicios sociales a decir que esta sólo”, apunta. Pero muchos lo están.
Algunos hasta ese último día que queda reducido a una carpeta en un archivador judicia
Pero todo ha cambiado: con medio cuerpo inmovilizado ni camina como antes, ni es ya la mujer independiente que siempre fue.
Su alegría semanal se la proporciona Paloma, una joven de 27 años que se ha convertido en nieta por azar.
Paloma López es una de los 399 voluntarios que este año han pasado por Amics de la Gent Major, una asociación que se ocupa de dar compañía a los ancianos que viven solos.
Su presidente, Antonio Miguel Fernández, un septuagenario de vitalidad juvenil que también colabora como voluntario, insiste en que la soledad mata.
“Es triste ver cómo cada vez hay más muertes de mayores solos en sus hogares. Cuando llega el médico para el levantamiento del cadáver dice: ha muerto de traumatismo craneoencefálico o de insuficiencia cardiaca o respiratoria.
Pues no. Ha muerto de soledad”.
Amics atiende en Valencia a 476 personas.
La mayoría, mujeres de más de ochenta años, con movilidad reducida y pensiones bajas.
Muchos, como Sole, no tienen hijos. Otros sí, pero no van a visitarles.
Y en la soledad doméstica no elegida que convierte los días en medidas de tiempo eternas, se van apagando poco a poco.
Según Joaquim Bosch, en nuestro país las estructuras de apoyo familiar han ido cambiando y desintegrándose sin que la sociedad o el Estado hayan sabido responder a ese vacío.
La misma opinión comparte Gustavo García, coordinador de estudios de la Asociación de Directores y Gerentes de Servicios Sociales. Ha dedicado toda su vida profesional a los mayores y ha visto muchos casos de ancianos que fallecen solos.
Son más, reconoce, en los últimos años. Pone el ejemplo de un hombre que fue hallado muerto en su casa hace dos semanas en Zaragoza. “A mí no me duele el golpe que ese hombre se pudiera dar”, reflexiona, “me duele el sufrimiento.
Cuando se viera solo y pensara: estoy solo en la vida y así me voy a morir”.
Contra esa soledad que puede ser fatal, Gustavo García propone soluciones.
Recuperar la inversión en servicios sociales, pero también iniciativas como las de Amics de la Gent Major.
O un simple gesto al alcance de todos: prestarle un poco de atención al vecino mayor de la puerta de al lado.
“Porque nadie va a los servicios sociales a decir que esta sólo”, apunta. Pero muchos lo están.
Algunos hasta ese último día que queda reducido a una carpeta en un archivador judicia
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