10 ene 2018
La “bola de luz” que llevó a Diana Quer........................ Silvia R. Pontevedra
Ingenieros formados en la Universidad de Vigo lograron construir en medio año el retrato robot del coche de El Chicle a partir de la imagen de un destello en la autovía.
O Porriño
Los ingenieros de ISV Constructores y Reconstructores de Accidentes, con sede en el municipio pontevedrés de O Porriño, próximo a Vigo, están habituados a recibir encargos policiales y a dar respuestas que parecen salidas de una película de ciencia ficción sin que los investigadores les dén demasiados detalles acerca del caso.
Esta vez tenían que lograr el "retrato robot" de un vehículo.
Y solo tenían fotos, y más tarde breves secuencias de vídeo, de unos fogonazos que circulaban en lo más oscuro de una noche de verano sobre un tramo concreto de la AG-11, la Autovía do Barbanza, por donde se sabía que había viajado el móvil de la joven madrileña antes de perderse su rastro.
Hasta que un mariscador cosechó entre berberechos el iPhone 6 blanco de la muchacha bajo el puente de la autovía, eso era lo único con lo que contaban los agentes.
Infinidad de bolas de luz, estrellas fugaces del asfalto recogidas por 40 cámaras de seguridad y control de tráfico.
Solo con el tiempo (al cruzarse con el posicionamiento de los teléfonos móviles de la víctima y de su supuesto verdugo y al recuperarse parte de la información del terminal rescatado del fango de la ría) se logró reducir una lista de 3.000 vehículos a una partida de cartas con tan solo tres.
Los naipes eran un automóvil con remolque que jamás pudo identificarse, otro que sí se pudo pero que se investigó y se descartó y el que más tarde se supo que era el Alfa Romeo gris plata de José Enrique Abuín.
"Los radares están pensados para retratar perfectamente las matrículas, pero las cámaras de las autovías no tienen resolución. Su función es contar coches, prever embotellamientos... nada más",
Su función es contar coches, prever embotellamientos... nada más", explica Marcos Pérez mientras se prepara para marchar a Murcia para reconstruir el incendio de un vehículo.
Su misión en la investigación de A Pobra era traducir unos pocos fotogramas planos capturados por tres cámaras, donde solo se veían los halos de luz de unos faros, en el volumen de un coche, en una forma compatible con una marca y un modelo concretos.Para ello, de forma desinteresada, sin cobrar nada en el medio año que duró su investigación, tuvieron que trasladarse primero al escenario para reproducir en tres dimensiones los tramos de la AG-11 donde habían sido tomadas las imágenes.
El trabajo de campo lo realizaron dos ingenieros de la empresa con la ayuda de una docena de guardias civiles que se encargaron durante dos jornadas a cortar alternativamente los carriles de la autovía en sentido Este, es decir, de A Pobra (donde veraneaba Diana Quer) a Rianxo (donde ocultó su cuerpo El Chicle).
Una vez recreado el paisaje en 3D, había que poner a circular virtualmente distintos tipos de automóvil en ambos sentidos y recrear las luces, sombras y brillos que estos generaban al desplazarse sobre la escena indudable.
El objetivo era lograr un volumen lo más exacto posible de los coches investigados partiendo de reflejos, pero sobre todo de sus propias luces, de la altura y la distancia entre faros, "únicas como el ADN para cada modelo".
La Guardia Civil quería llegar al conductor a través del retrato de su auto, que ya el pasado septiembre resultó ser un Alfa Romeo 166, el mismo en el que José Enrique Abuín Gey volvió supuestamente a intentar el secuestro de una mujer joven en Boiro (A Coruña) el día de Navidad.
Cuanto menos precisa es una cámara de seguridad y más corre un coche, menos fotogramas se pueden obtener de ella para analizar. En el caso Quer, los ingenieros de ISV se hallaban en el peor de los escenarios: noche cerrada y tiempo seco, porque creen que es probable que la lluvia, al generar brillos sobre la superficie escasamente iluminada por las farolas, quizás les habría hecho la tarea "más fácil".
La Guardia Civil llegó a este grupo de profesionales porque la empresa, nacida a partir de un equipo de trabajo de la Universidad de Vigo, ya colaboraba con otros cuerpos y en 2014 había ayudado al juez de Violencia contra la Mujer de A Coruña en la instrucción de un caso.
Un hombre había arrojado del coche en marcha a su pareja en Pocomaco, un polígono empresarial de la ciudad, y a ISV se le encomendaba recrear el tiempo y la manera en que la víctima mortal había sido arrastrada a partir del desgaste por rozadura impreso en su ropa.
Los responsables de las indagaciones que condujeron a El Chicle en la empresa de O Porriño fueron Marcos Pérez y su socio José Antonio Sabucedo.
Dicen que en España "no debe de haber más de cuatro o cinco" firmas de ingeniería que hagan este tipo de trabajos.
Ellos, además, dan cursos de formación para policías, peritos e incluso estudiantes de criminalística.
Su maestro en la universidad fue José Antonio Vilán, que dirigía el CIMA (Centro de Ingeniería Mecánica y Automoción) y era vicerrector de Transferencia del Conocimiento.
Pero Vilán ya no puede trabajar por las gravísimas secuelas de un accidente, el atropello, mortal para dos amigos, de un grupo de ciclistas por un conductor de 87 años en el municipio pontevedrés de A Guarda en 2016.
Bajo la batuta de Vilán, los miembros de ISV empezaron un trabajo que ahora continúan, desarrollando aplicaciones para la investigación de accidentes que en el caso Quer no han necesitado emplear.
"Quisimos utilizar programas de uso más común y software libre que estuviera al alcance de todos para facilitar luego el trabajo de la Guardia Civil", comenta Pérez.
Al final, cuando los agentes de la UCO cruzaron sus datos con el retrato robot de ISV, José Enrique Abuín se convirtió en único sospechoso.
Pero tardaron eh? no se pongan muchas medallas porque de no ser por la chica que en Navidad no pudo matarla y los que fueron al oir sus gritos ,la infeliz Diana estaría todavía en ese pozo...y ¿No puede ser que en ese tiempo entre asesinato y intento de rapto haya querido ir en busca de otras víctimas?
EL PAÍS Ciencia Por qué estar triste no es estar deprimido
Guillermo Lahera Forteza
La depresión es una enfermedad crónica y recurrente que afecta a entre el 8% y el 12 % de la población y representa una principal causa de discapacidad (la primera, según las previsiones de la OMS para 2030).
En la fase aguda, el paciente deprimido se siente desproporcionadamente triste, decaído, sin fuerzas ni ganas de llevar a cabo actividad alguna, inseguro e inundado de pensamientos desastrosos sobre sí mismo, el pasado y el futuro.
El sujeto se siente atrapado en la desesperanza y con una pobre consideración de sí mismo, asediado por sentimientos de culpa e inutilidad.
Suele considerar que es una carga para los demás, alguien sin remedio ni opciones para avanzar o mejorar.
El escritor William Styron, gran enfermo depresivo, lo describió como “una gris llovizna de horror”.
La persona comprueba con perplejidad que su mente no funciona con la agilidad ni precisión de antes, tiene bloqueos, despistes, incapacidad para tomar decisiones o planificar tareas sencillas.
En general, su vida instintiva -aquello que normalmente le hace sentirse vivo- se apaga.
En la gran mayoría de casos, pierde apetito y sufre anhedonia, es decir, incapacidad para obtener placer de la vida.
La persona, aunque cansada y con poca energía, nota paradójicamente dificultades para dormir: sufre penalidades para conciliar o mantener el sueño, y deambula por la noche, esperando con inquietud y zozobra la llegada del nuevo día.
El paciente depresivo rehúye el contacto social, porque cualquier intercambio humano le resulta fatigoso y estéril, y cualquier tarea o responsabilidad se convierte en inmensa y definitivamente excesiva.
Desde esa inseguridad básica, el mundo se vuelve amenazante, hostil, intratable, evitable a ser posible.
Por tanto, la depresión no es una mera expresión intensa de emociones negativas (tristeza, miedo, rabia, congoja, desaliento…) sino un declinar estable de la biología que hace al ser humano sentirse vivo: el tono, la fuerza vital, el humor, el instinto.
Multitud de estudios de neuroimagen apuntan hacia la existencia de una alteración básica de la regulación del ánimo: reducción del volumen del hipocampo, hiper-activación de la amígdala ante estímulos negativos, atenuación del circuito de recompensa de la corteza prefrontal, estriado y núcleo accumbens…
Muy profunda debe ser esta alteración neurobiológica para generar ese “hundimiento energético” que relatan los pacientes, o, en mejores palabras, Sylvia Plath:
“Incapaz de escribir una letra. Dioses amenazantes.
Me siento exiliada en una estrella fría, incapaz de sentir nada, excepto un irremediable entumecimiento horrible” (Diarios, 1957).
Sin embargo, sigue existiendo una percepción de la depresión en la sociedad como una mera reacción emocional a acontecimientos adversos.
En una encuesta llevada a cabo por nuestro grupo, en colaboración con la empresa Ipsos, preguntamos a 1.700 personas de todo el territorio nacional, representativas según edad, género y actividad laboral, acerca de las causas de la depresión.
El 53 % respondió espontáneamente que “los acontecimientos adversos de la vida”, mientras que sólo el 6 % hizo alusión a factores biológicos o genéticos.
El resto de la encuesta es coherente con esta visión “reactiva” y más leve de la depresión: la mayoría de los encuestados trataría de ayudar al paciente deprimido animándole a “que haga actividades” (90 %), “que piense en positivo” (87 %) o “que ponga de su parte” (76 %).
Los encuestados creen en su mayoría que el psicólogo es el profesional más indicado para tratar el trastorno, por encima del médico de familia o el psiquiatra.
El 50 % considera que la depresión se puede fingir y el 14 % cree que en realidad no es una enfermedad.
Estos resultados muestran que existe una banalización general del término depresión, lo cual tiene efectos nefastos en el abordaje de esta enfermedad: al mismo tiempo que minimiza el sufrimiento del auténtico enfermo depresivo, asciende a categoría de enfermedad el malestar psicológico, la frustración, la desazón y la infelicidad.
El autor explica por qué la equiparación entre el sufrimiento, inherente a la vida humana, y la enfermedad colapsa los servicios de salud mental.
En los últimos 15 años se ha multiplicado la prescripción de antidepresivos en un 200 %.
La depresión no es pasar una mala racha, ni estar frustrado ni sentir mucha rabia o tristeza ante las indudables injusticias del mundo.
La depresión es una enfermedad crónica y recurrente que afecta a entre el 8% y el 12 % de la población y representa una principal causa de discapacidad (la primera, según las previsiones de la OMS para 2030).
En la fase aguda, el paciente deprimido se siente desproporcionadamente triste, decaído, sin fuerzas ni ganas de llevar a cabo actividad alguna, inseguro e inundado de pensamientos desastrosos sobre sí mismo, el pasado y el futuro.
El sujeto se siente atrapado en la desesperanza y con una pobre consideración de sí mismo, asediado por sentimientos de culpa e inutilidad.
Suele considerar que es una carga para los demás, alguien sin remedio ni opciones para avanzar o mejorar.
El escritor William Styron, gran enfermo depresivo, lo describió como “una gris llovizna de horror”.
La persona comprueba con perplejidad que su mente no funciona con la agilidad ni precisión de antes, tiene bloqueos, despistes, incapacidad para tomar decisiones o planificar tareas sencillas.
En general, su vida instintiva -aquello que normalmente le hace sentirse vivo- se apaga.
En la gran mayoría de casos, pierde apetito y sufre anhedonia, es decir, incapacidad para obtener placer de la vida.
La persona, aunque cansada y con poca energía, nota paradójicamente dificultades para dormir: sufre penalidades para conciliar o mantener el sueño, y deambula por la noche, esperando con inquietud y zozobra la llegada del nuevo día.
El paciente depresivo rehúye el contacto social, porque cualquier intercambio humano le resulta fatigoso y estéril, y cualquier tarea o responsabilidad se convierte en inmensa y definitivamente excesiva.
Desde esa inseguridad básica, el mundo se vuelve amenazante, hostil, intratable, evitable a ser posible.
Por tanto, la depresión no es una mera expresión intensa de emociones negativas (tristeza, miedo, rabia, congoja, desaliento…) sino un declinar estable de la biología que hace al ser humano sentirse vivo: el tono, la fuerza vital, el humor, el instinto.
Multitud de estudios de neuroimagen apuntan hacia la existencia de una alteración básica de la regulación del ánimo: reducción del volumen del hipocampo, hiper-activación de la amígdala ante estímulos negativos, atenuación del circuito de recompensa de la corteza prefrontal, estriado y núcleo accumbens…
Muy profunda debe ser esta alteración neurobiológica para generar ese “hundimiento energético” que relatan los pacientes, o, en mejores palabras, Sylvia Plath:
“Incapaz de escribir una letra. Dioses amenazantes.
Me siento exiliada en una estrella fría, incapaz de sentir nada, excepto un irremediable entumecimiento horrible” (Diarios, 1957).
Sin embargo, sigue existiendo una percepción de la depresión en la sociedad como una mera reacción emocional a acontecimientos adversos.
En una encuesta llevada a cabo por nuestro grupo, en colaboración con la empresa Ipsos, preguntamos a 1.700 personas de todo el territorio nacional, representativas según edad, género y actividad laboral, acerca de las causas de la depresión.
El 53 % respondió espontáneamente que “los acontecimientos adversos de la vida”, mientras que sólo el 6 % hizo alusión a factores biológicos o genéticos.
El resto de la encuesta es coherente con esta visión “reactiva” y más leve de la depresión: la mayoría de los encuestados trataría de ayudar al paciente deprimido animándole a “que haga actividades” (90 %), “que piense en positivo” (87 %) o “que ponga de su parte” (76 %).
Los encuestados creen en su mayoría que el psicólogo es el profesional más indicado para tratar el trastorno, por encima del médico de familia o el psiquiatra.
El 50 % considera que la depresión se puede fingir y el 14 % cree que en realidad no es una enfermedad.
Estos resultados muestran que existe una banalización general del término depresión, lo cual tiene efectos nefastos en el abordaje de esta enfermedad: al mismo tiempo que minimiza el sufrimiento del auténtico enfermo depresivo, asciende a categoría de enfermedad el malestar psicológico, la frustración, la desazón y la infelicidad.
El efecto más inmediato de este malentendido es el colapso
de los centros de salud mental, que inicialmente fueron diseñados para
atender de forma integral y continuada los trastornos mentales graves
(como la esquizofrenia, el trastorno bipolar, el trastorno
obsesivo-compulsivo o la depresión mayor) y ahora se reorganizan a la
fuerza para atender un aluvión de demandas emocionales camufladas de
“depresión”.
Por poner un ejemplo, es un hecho cotidiano en España que un trabajador que se siente maltratado en sus condiciones laborales -y experimenta indignación, rabia, inquina y hasta desesperación por ello- no acude a quejarse a un abogado o a un sindicato, como sería natural, sino a una consulta de psiquiatría, donde el profesional trata de absorber este sufrimiento con terapia de apoyo, proponiendo técnicas de afrontamiento y… prescribiendo medicación (porque, efectivamente, con un antidepresivo mejorará mucho su respuesta al estrés y le acabará afectando todo menos).
Así, en los últimos 15 años se ha multiplicado la prescripción de antidepresivos en un 200 %.
Otras personas acuden a la consulta psicológica y reciben altas dosis de psicología positiva, que ayudan a reconsiderar y reinterpretar la situación adversa (ya dijo Epícteto que lo importante no era la realidad sino la interpretación que tenemos de ella…).
El modelo clínico ha demostrado ser muy útil para explicar los trastornos mentales graves, pero no parece eficaz para explicar y dar sentido al sufrimiento inherente a la vida humana.
En realidad, en unas décadas hemos pasado de santificar el sufrimiento (“cargar con la Cruz de Cristo”) a tratar de suprimirlo con psicofármacos o terapia cognitiva.
Un reto nuevo de nuestra sociedad es abordar este “malestar medicalizado” de forma más humana, constructiva, transformadora, con mayor énfasis en las redes de apoyo y los recursos potenciales del sujeto, aceptando el valor de las emociones negativas para la adaptación al medio y la supervivencia.
¿Dónde hacerlo? Una opción sería en Atención Primaria, pero mientras los médicos de familia sigan disponiendo de 4-5 minutos por paciente, difícilmente será posible.
Hay iniciativas prometedoras que apuestan por incluir psicólogos grupales de cabecera en los Centros de Salud, ofrecer más tiempo y más formación en Salud Mental a enfermeros y médicos, o crear la figura del psiquiatra consultor, que asesora, orienta o supervisa los casos, sin necesidad de derivarlos a Atención Especializada.
La descongestión de pacientes con cuadros reactivos o adaptativos de la Red de Atención en Salud Mental nos daría una oportunidad de oro para el salto de calidad asistencial que todavía nos falta. Aunque en los años 80 la Reforma Psiquiátrica supuso un avance histórico en la humanización del tratamiento de los trastornos mentales, y aunque en los últimos años (hasta la crisis) se ha desarrollado una aceptable red de atención psiquiátrica socio-comunitaria, tenemos, aún, asignaturas pendientes:
1. Homogeneizar la calidad de atención a los trastornos mentales en todo el territorio nacional.
Hoy en día, hay diferencias clamorosas entre CC.AA. en la ratio profesional / paciente, en la accesibilidad a recursos de rehabilitación psicosocial y en el funcionamiento de programas de continuidad de cuidados.
2. Mejorar la atención de los trastornos mentales graves desde su inicio, que suele ocurrir en la adolescencia.
Para ello es necesaria la implementación de Programas de Intervención Temprana en Psicosis, que incluyan un abordaje preventivo dirigido a las poblaciones en alto riesgo.
En esta línea, debe por fin desbloquearse la creación de la especialidad de Psiquiatría de Niños y Adolescentes.
3. Desarrollar Programas de Atención específica a patología concretas, como el trastorno bipolar, la psicosis refractaria, los trastornos de la alimentación o los trastornos de personalidad.
La sub-especialización de los profesionales, como en otras especialidades, mejora la competencia de los clínicos, permite la actualización de los conocimientos y la investigación, y ofrece a los pacientes, en general, una mejor atención..
Hacer una apuesta política decidida por la atención a las personas con trastorno mental grave es un acierto seguro como sociedad y, además, un indicador de su integridad moral.
Para ello, lo primero es diferenciar la enfermedad mental del mero sufrimiento, inherente a la vida humana.
Para lo primero, debemos poder ofrecer a los pacientes el mejor tratamiento médico y psicosocial.
Para el sufrimiento, quizá tengamos que recurrir a un cambio en la filosofía de vida..
Por poner un ejemplo, es un hecho cotidiano en España que un trabajador que se siente maltratado en sus condiciones laborales -y experimenta indignación, rabia, inquina y hasta desesperación por ello- no acude a quejarse a un abogado o a un sindicato, como sería natural, sino a una consulta de psiquiatría, donde el profesional trata de absorber este sufrimiento con terapia de apoyo, proponiendo técnicas de afrontamiento y… prescribiendo medicación (porque, efectivamente, con un antidepresivo mejorará mucho su respuesta al estrés y le acabará afectando todo menos).
Así, en los últimos 15 años se ha multiplicado la prescripción de antidepresivos en un 200 %.
Otras personas acuden a la consulta psicológica y reciben altas dosis de psicología positiva, que ayudan a reconsiderar y reinterpretar la situación adversa (ya dijo Epícteto que lo importante no era la realidad sino la interpretación que tenemos de ella…).
El modelo clínico ha demostrado ser muy útil para explicar los trastornos mentales graves, pero no parece eficaz para explicar y dar sentido al sufrimiento inherente a la vida humana.
En realidad, en unas décadas hemos pasado de santificar el sufrimiento (“cargar con la Cruz de Cristo”) a tratar de suprimirlo con psicofármacos o terapia cognitiva.
Un reto nuevo de nuestra sociedad es abordar este “malestar medicalizado” de forma más humana, constructiva, transformadora, con mayor énfasis en las redes de apoyo y los recursos potenciales del sujeto, aceptando el valor de las emociones negativas para la adaptación al medio y la supervivencia.
¿Dónde hacerlo? Una opción sería en Atención Primaria, pero mientras los médicos de familia sigan disponiendo de 4-5 minutos por paciente, difícilmente será posible.
Hay iniciativas prometedoras que apuestan por incluir psicólogos grupales de cabecera en los Centros de Salud, ofrecer más tiempo y más formación en Salud Mental a enfermeros y médicos, o crear la figura del psiquiatra consultor, que asesora, orienta o supervisa los casos, sin necesidad de derivarlos a Atención Especializada.
La descongestión de pacientes con cuadros reactivos o adaptativos de la Red de Atención en Salud Mental nos daría una oportunidad de oro para el salto de calidad asistencial que todavía nos falta. Aunque en los años 80 la Reforma Psiquiátrica supuso un avance histórico en la humanización del tratamiento de los trastornos mentales, y aunque en los últimos años (hasta la crisis) se ha desarrollado una aceptable red de atención psiquiátrica socio-comunitaria, tenemos, aún, asignaturas pendientes:
1. Homogeneizar la calidad de atención a los trastornos mentales en todo el territorio nacional.
Hoy en día, hay diferencias clamorosas entre CC.AA. en la ratio profesional / paciente, en la accesibilidad a recursos de rehabilitación psicosocial y en el funcionamiento de programas de continuidad de cuidados.
2. Mejorar la atención de los trastornos mentales graves desde su inicio, que suele ocurrir en la adolescencia.
Para ello es necesaria la implementación de Programas de Intervención Temprana en Psicosis, que incluyan un abordaje preventivo dirigido a las poblaciones en alto riesgo.
En esta línea, debe por fin desbloquearse la creación de la especialidad de Psiquiatría de Niños y Adolescentes.
3. Desarrollar Programas de Atención específica a patología concretas, como el trastorno bipolar, la psicosis refractaria, los trastornos de la alimentación o los trastornos de personalidad.
La sub-especialización de los profesionales, como en otras especialidades, mejora la competencia de los clínicos, permite la actualización de los conocimientos y la investigación, y ofrece a los pacientes, en general, una mejor atención..
Hacer una apuesta política decidida por la atención a las personas con trastorno mental grave es un acierto seguro como sociedad y, además, un indicador de su integridad moral.
Para ello, lo primero es diferenciar la enfermedad mental del mero sufrimiento, inherente a la vida humana.
Para lo primero, debemos poder ofrecer a los pacientes el mejor tratamiento médico y psicosocial.
Para el sufrimiento, quizá tengamos que recurrir a un cambio en la filosofía de vida..
Guillermo Lahera Forteza es psiquiatra, profesor de Psiquiatría y Psicología Médica en la Universidad de Alcalá e investigador adscrito al CIBERSAM.
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