Me asombra la capacidad de la corona británica, y de sus empleados, en encontrar momentos históricos hechos a base de azúcar para contrarrestar errores tan amargos como el Brexit.
He perdido la cuenta de cuántas bodas reales he visto.
Pero me llega el recuerdo de ver la de Diana y el príncipe Carlos, junto a mi madre en Caracas.
Estaba a punto de cumplir 16 años y había estado en Londres junto a mi hermano, aprendiendo inglés y descubriendo el sabor de los besos de un chico italiano que decía ser bisexual.
Los ahorros de mis padres no me pudieron subvencionar más tiempo en el primer mundo y volví al tercero.
Para curar mis heridas, mi mamá madrugó para que viéramos juntos esa boda, con ese vestido de novia interminable y todo ese cuento de hadas convulso y excesivo que terminó con Diana muerta en París 16 años después.
No intuimos nada de eso esa mañana de julio de 1981, aunque mamá me dijo: “Qué horror que para una mujer el matrimonio siga siendo la manera de ser alguien”.
Tenía razón, a pesar de que en ese momento sentí que sus palabras eran pelín anticlimáticas.
No sé qué pensaría hoy del compromiso del hijo menor de Diana, el príncipe Enrique, con la actriz estadounidense Meghan Markle, pero no habría estado muy feliz de que yo ande tan interesado con el tema.
Me asombra la capacidad de la corona británica, y de sus empleados, en encontrar momentos históricos hechos a base de azúcar para contrarrestar errores tan amargos como el Brexit.
Con esta boda todos volvemos a soñar y a saborear una tregua en forma de soufflé.
En América no dejan de comparar a Meghan con Grace Kelly y Wallis Simpson, otras dos norteamericanas que cambiaron de nacionalidad y vida por amar a un príncipe europeo.
Lola Moreno, mi productora ejecutiva, no está de acuerdo con esa comparación.
“Grace y Wallis se casaron con príncipes herederos, futuros soberanos.
Meghan lo hace con el quinto en la línea de sucesión. Hay menos presión”. También es cierto que Grace tenía detrás suyo un carrerón hollywoodense, varios “clásicos” en su haber y un Oscar, y Meghan no tiene ese lustre.
Y que Wallis no era una belleza al estilo de Markle sino más bien una mujer que seducía por su estilo e inteligencia a pesar de que simpatizara con los nazis.
Todo esto es historia. Porque el rollo de los Windsor es vida familiar trufada de historia.
Enrique y Meghan son como el príncipe que despierta a la Bella Durmiente y quebranta el hechizo.
O también como el príncipe y la corista.
Él la descubrió a ella viéndola en televisión, como Felipe a Letizia. Y se comprometieron asando un pollo para cenar.
Todo esto permite a la reina Isabel cerrar un ciclo con una nueva ilusión.
Eso gusta, es decorativo.
Y me habría encantado vivirlo con mi madre.
Pero me llega el recuerdo de ver la de Diana y el príncipe Carlos, junto a mi madre en Caracas.
Estaba a punto de cumplir 16 años y había estado en Londres junto a mi hermano, aprendiendo inglés y descubriendo el sabor de los besos de un chico italiano que decía ser bisexual.
Los ahorros de mis padres no me pudieron subvencionar más tiempo en el primer mundo y volví al tercero.
Para curar mis heridas, mi mamá madrugó para que viéramos juntos esa boda, con ese vestido de novia interminable y todo ese cuento de hadas convulso y excesivo que terminó con Diana muerta en París 16 años después.
No intuimos nada de eso esa mañana de julio de 1981, aunque mamá me dijo: “Qué horror que para una mujer el matrimonio siga siendo la manera de ser alguien”.
Tenía razón, a pesar de que en ese momento sentí que sus palabras eran pelín anticlimáticas.
No sé qué pensaría hoy del compromiso del hijo menor de Diana, el príncipe Enrique, con la actriz estadounidense Meghan Markle, pero no habría estado muy feliz de que yo ande tan interesado con el tema.
Me asombra la capacidad de la corona británica, y de sus empleados, en encontrar momentos históricos hechos a base de azúcar para contrarrestar errores tan amargos como el Brexit.
Con esta boda todos volvemos a soñar y a saborear una tregua en forma de soufflé.
En América no dejan de comparar a Meghan con Grace Kelly y Wallis Simpson, otras dos norteamericanas que cambiaron de nacionalidad y vida por amar a un príncipe europeo.
Lola Moreno, mi productora ejecutiva, no está de acuerdo con esa comparación.
“Grace y Wallis se casaron con príncipes herederos, futuros soberanos.
Meghan lo hace con el quinto en la línea de sucesión. Hay menos presión”. También es cierto que Grace tenía detrás suyo un carrerón hollywoodense, varios “clásicos” en su haber y un Oscar, y Meghan no tiene ese lustre.
Y que Wallis no era una belleza al estilo de Markle sino más bien una mujer que seducía por su estilo e inteligencia a pesar de que simpatizara con los nazis.
Todo esto es historia. Porque el rollo de los Windsor es vida familiar trufada de historia.
Enrique y Meghan son como el príncipe que despierta a la Bella Durmiente y quebranta el hechizo.
O también como el príncipe y la corista.
Él la descubrió a ella viéndola en televisión, como Felipe a Letizia. Y se comprometieron asando un pollo para cenar.
Todo esto permite a la reina Isabel cerrar un ciclo con una nueva ilusión.
Eso gusta, es decorativo.
Y me habría encantado vivirlo con mi madre.