EN CIERTA OCASIÓN encontré en el patio de mi colegio un saltamontes
al que algún niño había partido por la mitad. Tomé los dos pedazos, los
uní para hacerme una idea de cómo sería completo, y en ese instante, al
ver su abdomen separado de su tórax, como las dos piezas de un motor,
comprendí que “estaba hecho”. El saltamontes estaba hecho. Significaba que no era natural, pues las
cosas naturales carecían de hechura. Las cosas naturales “eran”,
simplemente. No cabía la posibilidad de que no existiesen o no hubieran
existido. Arrojé con repulsión el cadáver roto al suelo y entonces se
escuchó un grito de uno de los niños que jugaban al fútbol. Me acerqué a
ver qué ocurría y resultó que alguien se había caído con tan mala
fortuna que se había roto un brazo. Parte del hueso le asomaba por el
codo.
Al ver aquel hueso comprendí que también nosotros “estábamos hechos”. Algunos llamarán a esto un brote de consciencia o de autoconsciencia,
incluso un brote psicótico, pero fue el comienzo de una extrañeza frente
a la realidad que aún no ha dejado de crecer. El mundo estaba hecho, y
nosotros hacíamos cosas para imitar al mundo, de ahí los tinteros y las
tizas y las plumas estilográficas y los zapatos. El saltamontes tuvo la
culpa de esta revolución mental. Había muchos cuando yo era pequeño y
nos gustaba cazarlos y colocárnoslos en un dedo, tal como aparece en la
foto. Todavía siento en el índice el cosquilleo producido por aquellas
patas de alambre. Por aquellas patas “hechas”. ¡Qué sorpresa, cuando
años más tarde escuché por primera vez la expresión “frase hecha”!
Presionados por el entorno aceptamos con ligereza ciertas cosas que, si
nos detuviéramos de verdad a reflexionarlas, nos resultarían
inadmisibles.
HACE UNAS SEMANAS volvió a ser detenido Yusuf Galán, el primer condenado en España por el 11-S. Cumplió nueve años de cárcel y salió en 2011. Desde entonces llevaba en
apariencia una vida tranquila, pero ahora le acusan de ser un
cibersoldado yihadista y de hacer proselitismo para el Daesh. Por lo
visto tiene vídeos en los que enseña cómo manejar armas blancas y
exhorta de manera explícita a utilizarlas. También se hacía pasar por un hombre de paz cuando lo conocí, allá a
principios de los años noventa. La guerra de Afganistán estaba en un
momento brutal y la población civil era masacrada ante la indiferencia
de Occidente: aunque parezca increíble, por entonces la mayor parte de
la izquierda seguía apoyando a los rusos. El caso es que escribí alguna
columna denunciando la carnicería y participé en un par de escuálidas
concentraciones de protesta ante la Embajada rusa. En una de ellas se
acercó un treintañero bajito medio rubio y, con lágrimas en los ojos, me
agradeció que estuviera intentando salvar “la vida de nuestros niños”. Me extrañó que hablara como si fuera afgano porque me parecía español, y
en efecto lo era: Luis José Galán, Yusuf, es madrileño y converso (se
pasó al islam después de coquetear con el entorno etarra: he aquí una
mente hambrienta de certezas). Semanas después volví a coincidir con él
en la Feria del Libro de Madrid. Yo había estado pasando a firmar entre
los amigos escritores un manifiesto contra la situación en Afganistán y
al final se lo fui a entregar al presidente de la ONG Paz Ahora. Junto a
él estaba Yusuf.
Le saludé e intenté besarle las mejillas, pero el tipo dio un respingo
y, cerrando los ojos y agitando las manos ante él como quien espanta un
enjambre de avispas, se echó para atrás, horrorizado por la posibilidad
de que le tocara una mujer. Y yo, en vez de indignarme y de considerarlo
un peligro para la vida democrática (como sin duda hubiera hecho ante
alguien que llevara una cruz gamada, por ejemplo), reí y me burlé
blandamente de él: a ver si os modernizáis, le dije, o algo así,
creyéndole tan sólo un anticuado e inofensivo tonto. Pues bien, pocos
años después ese supuesto tonto colaboró en la masacre de las Torres Gemelas, y presuntamente ahora anda enseñando a acuchillar. Hoy día yo no hubiera reaccionado así, naturalmente; desde esa Feria
del Libro han pasado casi tres décadas, unos años de plomo en los que
hemos aprendido a reconocer nuevas amenazas. Pero la detención de Yusuf
me ha recordado aquel incidente y me ha hecho pensar en la ligereza con
la que aceptamos cosas que, si nos detuviéramos de verdad a
reflexionarlas, nos resultarían inadmisibles. Nos movemos, por
desgracia, dentro de los prejuicios mayoritarios y de las ideas
convencionales. Nos dejamos llevar fácilmente por lo que impera en el
pensamiento de la gente de nuestro grupo, es decir, de aquellas personas
que supuestamente nos son más afines. Y más de una vez, para no
enfrentarnos, para no estar solos (un pensamiento independiente es un
lugar incómodo y ventoso), repetimos o acatamos las reglas de la tribu,
aunque haya algo que chirríe muy en el fondo de nuestras conciencias. Por ejemplo: viniendo de un entorno de izquierdas, yo siempre tuve
muy claras las atrocidades que cometieron los nazis, pero me llevó largo
tiempo alcanzar la misma perspicacia respecto a las atrocidades
estalinistas. Y me costó empezar a defender a los animales hace ya muchos años,
cuando toda la izquierda sostenía que reivindicar los derechos de los
otros seres vivos mientras hubiera una sola injusticia humana en este
mundo era una frivolidad inadmisible (todavía queda algún dogmático que
suelta esta perla).
¿Quién no ha sentido alguna vez una pequeña sombra de incomodidad al
callar o secundar una idea que en realidad no era del todo suya? Hay que
esforzarse por escuchar el yo interior, la pequeña voz de la
conciencia, el íntimo deseo y el criterio propio. Ya ven, esta es una de
las pocas cosas que la edad te da; no sé quién decía que uno sabía que
era viejo cuando, en vez de pensar: “Esto me lo voy a callar”, empezaba a
decirse: “Voy a soltar esto, a ver qué pasa”. Hay que ser intolerante
con los intolerantes, caiga quien caiga.
Creo llegado el momento de que hombres y mujeres establezcan una fórmula de actuación para que la gente sepa a qué atenerse.
HAY ASUNTOS que queman tanto que hasta opinar sobre ellos se convierte en un problema, en un riesgo para quien se atreve. Es lo que está sucediendo con el caso Harvey Weinstein y sus derivaciones. Claro que, al mismo tiempo, se exige que, en su ámbito cinematográfico,
todo el mundo se pronuncie y lo llame “cerdo” como mínimo, porque quien
se abstenga pasará a ser automáticamente sospechoso de connivencia con
sus presuntas violaciones y abusos. (Obsérvese que lo de “presunto”, que
anteponemos hasta al terrorista que ha matado a un montón de personas
ante un montón de testigos, no suele brindársele a ese productor de
cine.) Ya sé que la cara no es el espejo del alma y que a nadie debemos
juzgarlo por su físico. Pero todos lo hacemos en nuestro fuero interno:
nos sirve de protección y guía, aunque en modo alguno sea ésta
infalible. Pero qué quieren: hay rostros y miradas que nos inspiran
confianza o desconfianza, y los hay que intentan inspirar lo primero y
no logran convencernos.
Era imposible, por ejemplo, creerse una sola lágrima de las que
vertió la diputada Marta Rovira hace un par de semanas, cuando repitió
nada menos que cuatro veces —“hasta el final, hasta el final, hasta el
final, aún no he acabado, aún no he acabado” (intercaló autoritaria al
oír aplausos), “hasta el final”—… Eso, que lucharían hasta el final tras
la encarcelación de los miembros de su Govern.
Lo chirriante del asunto es la cascada de denuncias a partir de la primera. ¿Por qué callaron tantas víctimas durante años?
La cara de Weinstein siempre me ha resultado desagradable, cuando se la
he visto en televisión o prensa. Personalmente, me habría fiado tan poco
de él como de Correa o El Bigotes o Jordi Cuixart, por poner ejemplos
nacionales. Con todos ellos, claro está, podría haberme equivocado. Todos podrían haber resultado ser individuos rectos y justos. Pero no
habría hecho negocios con ellos. Y creo que, de haber sido mujer y
actriz o aspirante a lo segundo, habría procurado no quedarme a solas
con Weinstein, exactamente igual que con Trump. Weinstein además es muy
feo, o así lo veo yo; y feo sin atractivo (hay algunos que lo tienen). Así que parece improbable que una mujer desee acostarse con él. Pero es
o era un hombre muy poderoso, en un medio en el que abundan las
muchachas lindas. No me extrañaría nada, así pues, que hubiera incurrido
en una de las mayores vilezas (no por antigua y frecuente es menor) que
se pueden cometer: valerse de una posición de dominio para obtener
gratificaciones sexuales, por la fuerza o mediante el chantaje. Pero
obviamente no me consta que lo haya hecho, por lo general en un sofá o
en una habitación de hotel sólo suelen estar los implicados. Lo
chirriante del asunto es la cascada de denuncias a partir de la primera.
¿Por qué callaron tantas víctimas durante años? Y, aún peor, ¿por qué
amigos suyos como Tarantino se han visto impelidos a decir algo en su
contra, aterrorizados por la marea? No sé, si yo descubriera algo
indecente de un amigo, seguramente dejaría de tratarlo, pero me
parecería ruin contribuir a su linchamiento público por temor al qué
dirán. Pero esa marea sigue creciendo. Kevin Spacey es ya un apestado por las acusaciones de varios supuestos damnificados (¿cuántas
veces hay que recordar en estos tiempos que acusación no equivale a
condena?). Al octogenario Dustin Hoffman le ha caído la de una mujer a
la que gastó bromas procaces y pidió un masaje en los pies… en 1985. Y
el Ministro de Defensa británico, Fallon, ha dimitido a raíz de que una
periodista revelara ahora, aupada por la susodicha marea, que le tocó la
rodilla varias veces… hace quince años. Al parecer no era esa la única
falta de Fallon en ese campo, y quizá por eso ha dimitido. Pero, después
de lo de la rodilla, creo llegado el momento de que hombres y mujeres
establezcan un protocolo preciso de actuación entre mujer y hombre,
hombre y hombre, mujer y mujer, para que la gente sepa a qué atenerse. Ante cualquier avance quizá deba pedirse permiso: “Me apetece besarte,
¿puedo? ” Y, una vez concedido ese: “Ahora quisiera tocarte el pecho,
¿puedo?” Y así, paso a paso, hasta la última instancia: “Aunque ya
estemos desnudos y abrazados, ¿puedo consumar?” Tal vez convendría
firmar cláusulas sobre la marcha.
Ojo, no hago burla ni parodia, lo digo en serio. Porque hasta ahora las
cosas no han ido así. Por lo regular alguien tiene que hacer “el primer
gesto”, sea acercar una boca a otra o rozar un muslo. Si la boca o el
muslo se apartan, casi todos hemos solido entender el mensaje y nos
hemos retirado y disculpado. Pero que alguien intente besarnos (y en mi
experiencia he procurado no ser yo quien hiciese ese “primer gesto”,
hasta el punto de habérseme reprochado mis “excesivos miramientos”) no
ha sido nunca violencia ni acoso ni abuso. La insistencia tras el
rechazo puede empezar a ser lo segundo, la aproximación y el tanteo no. Tampoco ese grave pecado actual, tirar los tejos o “intentar seducir”. La intimidación, el chantaje, la amenaza de una represalia, son
intolerables, no digamos el uso de la fuerza. Pero urge redefinir todo
esto, si ahora es hostigamiento y condenable tocar una rodilla,
insinuarse con una broma o pedir un absurdo masaje en los pies.
Una tata, una estrella mundial del arte, unos niños y su
mamá son los protagonistas de esta historia en la que el pasado ha
acabado atrapando al presente por un quítame allá ese dibujo. Corrían
los primeros años sesenta y La Reme, Picasso, Miguel, Lucía y Paola
Dominguín y Lucía Bosé conformaban una familia bien avenida. Mientras, Luis Miguel Dominguín recorría los hoteles y las plazas de España y América rompiendo corazones de mujeres y espinazos de toros bravos. Ya hacía años que Pablo Picasso
era casi como uno más del clan Dominguín-Bosé. El artista más
influyente y cotizado de la época había conocido al matrimonio del
matador guapo y la actriz de ojos de gata en 1958, tras una corrida en
Arlés y por mediación del escritor y cineasta francés Jean Cocteau, a su
vez amigo de Picasso.
Se hicieron íntimos y, de hecho, el artista acabó convertido
en el padrino de la pequeña Paola (que, de haber sido chico, se habría
llamado Pablo). Lucía Bosé se convirtió, así, en lo que Pablo J. Rico La
Casa denominó en su libro Picasso & Dominguín: arte y amistad “un ángel entre dos minotauros ensimismados”.
Se hicieron íntimos y, de hecho, el artista acabó convertido
en el padrino de la pequeña Paola (que, de haber sido chico, se habría
llamado Pablo). Lucía Bosé se convirtió, así, en lo que Pablo J. Rico La
Casa denominó en su libro Picasso & Dominguín: arte y amistad “un ángel entre dos minotauros ensimismados”.
El autor del Guernica entabló una relación de complicidad con Remedios T. M., La Reme, también conocida como La Chumbera, la sempiterna tata a la que el mismísimo Miguel Bosé
no ha dudado en calificar en alguna ocasión como una de las personas
que más le han marcado en su vida junto con su abuela materna y su
profesor de Latín del colegio. Picasso adoraba a Lucía Bosé y admiraba a Dominguín (“Me
hubiera gustado ser Dominguín: eso sí que es arte”, dijo una vez el
pintor sobre el torero, que se separó de Lucía Bosé en 1967 y murió en
1996). Aquella amistad forjó lazos profundos entre Picasso y Jacqueline
Roque, su novia de entonces, con los Dominguín, que también solían
visitar a la pareja en su mansión de La Californie, cerca de Cannes. También forjó una pequeña pero valiosísima colección privada de arte:
cerámicas, objetos, juguetes, pinturas y dibujos regalados a los padres o
a los niños fueron conformando poco a poco aquel pequeño tesoro
familiar. Y eso incluyó a La Reme. En febrero de 1963, Picasso obsequió a la entrañable tata con un dibujo dedicado y titulado La Chumbera.
Representaba a una mujer con siete piernas y dos brazos poderosos de
los que pendían dos grandes pescados: todo un homenaje a la mujer
trabajadora y, en concreto, a aquella mujer para todo que había visto
nacer y crecer a los pequeños Miguel, Lucía y Paola. Remedios T. M. conservó aquel dibujo hasta su muerte,
acaecida en 1999. Pero en 2008, Lucía Bosé sacó a subasta en Christie's
de Londres toda su colección Picasso, incluida La Chumbera, que alcanzó un precio de 198.607 euros.
Según las malas lenguas, Lucía Bosé necesitaba cash
para hacer frente a deudas. Según su versión de entonces, los
beneficios fueron a parar a sufragar los gastos del Museo de los Ángeles
que ella misma había fundado ocho años antes en una vieja fábrica de
harinas de la localidad segoviana de Turégano. El museo cerró sus puertas en 2007.
El caso es que Lucía Bosé omitió, u olvidó, o no creyó
necesario dar cuenta de aquella venta a las herederas de la tata Reme,
dos sobrinas que ahora han hecho valer sus derechos. Conclusión: la
Fiscalía Provincial de Madrid acaba de pedir dos años de cárcel para Lucía Bosé
por apropiación indebida, y la restitución de los casi 200.000 euros de
la venta del dibujo a las —según ellas— legítimas destinatarias en
concepto de responsabilidad civil. A todo ello se opone la versión de
los Bosé. Un portavoz de la familia sostiene que Remedios T. M. regaló
el dibujo de La Chumbera a Miguel Bosé. Eso no es todo. Uno de los cinco sobrinos de La Reme intervino el jueves en El programa de Ana Rosa
de Telecinco y arremetió contra sus dos hermanas que, aseguró, “son
personas que siempre han ido a sacar el dinero escarbando”. También
añadió que el trato de la familia Bosé hacia su tía había sido siempre
exquisito, y que la apertura de este proceso judicial se debía tan solo a
“una venganza de mi hermana Manoli contra los Bosé por su despido”. Y
es que una de las hermanas que ahora litigan contra Lucía Bosé por la
venta de La Chumbera trabajó durante 15 años en casa de Miguel
Bosé. El cantante acabó despidiéndola, siempre según la versión de
Felipe, el sobrino de Remedios T. M., “porque se le fue la mano y la
echaron al mes de morir mi tía”.