Cumplió nueve años de cárcel y salió en 2011.
Desde entonces llevaba en apariencia una vida tranquila, pero ahora le acusan de ser un cibersoldado yihadista y de hacer proselitismo para el Daesh.
Por lo visto tiene vídeos en los que enseña cómo manejar armas blancas y exhorta de manera explícita a utilizarlas.
También se hacía pasar por un hombre de paz cuando lo conocí, allá a principios de los años noventa.
La guerra de Afganistán estaba en un momento brutal y la población civil era masacrada ante la indiferencia de Occidente: aunque parezca increíble, por entonces la mayor parte de la izquierda seguía apoyando a los rusos.
El caso es que escribí alguna columna denunciando la carnicería y participé en un par de escuálidas concentraciones de protesta ante la Embajada rusa.
En una de ellas se acercó un treintañero bajito medio rubio y, con lágrimas en los ojos, me agradeció que estuviera intentando salvar “la vida de nuestros niños”.
Me extrañó que hablara como si fuera afgano porque me parecía español, y en efecto lo era: Luis José Galán, Yusuf, es madrileño y converso (se pasó al islam después de coquetear con el entorno etarra: he aquí una mente hambrienta de certezas).
Semanas después volví a coincidir con él en la Feria del Libro de Madrid.
Yo había estado pasando a firmar entre los amigos escritores un manifiesto contra la situación en Afganistán y al final se lo fui a entregar al presidente de la ONG Paz Ahora.
Junto a él estaba Yusuf.
Le saludé e intenté besarle las mejillas, pero el tipo dio un respingo y, cerrando los ojos y agitando las manos ante él como quien espanta un enjambre de avispas, se echó para atrás, horrorizado por la posibilidad de que le tocara una mujer.
Y yo, en vez de indignarme y de considerarlo un peligro para la vida democrática (como sin duda hubiera hecho ante alguien que llevara una cruz gamada, por ejemplo), reí y me burlé blandamente de él: a ver si os modernizáis, le dije, o algo así, creyéndole tan sólo un anticuado e inofensivo tonto.
Pues bien, pocos años después ese supuesto tonto colaboró en la masacre de las Torres Gemelas, y presuntamente ahora anda enseñando a acuchillar.
Hoy día yo no hubiera reaccionado así, naturalmente; desde esa Feria del Libro han pasado casi tres décadas, unos años de plomo en los que hemos aprendido a reconocer nuevas amenazas.
Pero la detención de Yusuf me ha recordado aquel incidente y me ha hecho pensar en la ligereza con la que aceptamos cosas que, si nos detuviéramos de verdad a reflexionarlas, nos resultarían inadmisibles.
Nos movemos, por desgracia, dentro de los prejuicios mayoritarios y de las ideas convencionales.
Nos dejamos llevar fácilmente por lo que impera en el pensamiento de la gente de nuestro grupo, es decir, de aquellas personas que supuestamente nos son más afines.
Y más de una vez, para no enfrentarnos, para no estar solos (un pensamiento independiente es un lugar incómodo y ventoso), repetimos o acatamos las reglas de la tribu, aunque haya algo que chirríe muy en el fondo de nuestras conciencias.
Por ejemplo: viniendo de un entorno de izquierdas, yo siempre tuve muy claras las atrocidades que cometieron los nazis, pero me llevó largo tiempo alcanzar la misma perspicacia respecto a las atrocidades estalinistas.
Y me costó empezar a defender a los animales hace ya muchos años, cuando toda la izquierda sostenía que reivindicar los derechos de los otros seres vivos mientras hubiera una sola injusticia humana en este mundo era una frivolidad inadmisible (todavía queda algún dogmático que suelta esta perla).
¿Quién no ha sentido alguna vez una pequeña sombra de incomodidad al callar o secundar una idea que en realidad no era del todo suya?
Hay que esforzarse por escuchar el yo interior, la pequeña voz de la conciencia, el íntimo deseo y el criterio propio.
Ya ven, esta es una de las pocas cosas que la edad te da; no sé quién decía que uno sabía que era viejo cuando, en vez de pensar: “Esto me lo voy a callar”, empezaba a decirse: “Voy a soltar esto, a ver qué pasa”.
Hay que ser intolerante con los intolerantes, caiga quien caiga.