La exministra de Cultura y escritora celebra sus 70 años y recoge la cosecha de una vida acción y compromiso socialista y feminista.
Sale de un taxi al tráfico de la Gran Vía y es una explosión de color en la grisura del otoño.
Pelo en ascuas, ojos negros, labios rojos, chaqueta con todas las flores de la pasión y el paraíso juntas, y pendientes como serpentinas estallándole en los lóbulos.
Anda “malita” del mal de tantos sin taparlo ni pregonarlo. Pero ni la cojera, ni el bastón, ni los 70 años que estrena restan carisma a esta mujer de “causas más que banderas” cuya irrupción en el Congreso como ministra de Cultura en 1993 provocó torsión general de cuellos entre sus señorías varones.
Está recogiendo la cosecha de una vida de acción y compromiso.
Flamante medalla de la Universidad de Valencia como icono del feminismo, la primera pregunta es de libro.
¿'Usted también', Carmen?
No, yo no. Nunca me han acosado.
He sentido miradas machistas, pero independientemente de que te moleste y de que sea una falta de respeto, en el acoso sexual hay una relación de poder y en mi caso no la había.
Ha sido de las primeras mujeres 'jefas' en muchos foros. Decana, directora de museo, ministra.
¿El acosador acosa a quien quiere o a quien cree que puede?
Carmen, Carmen, Carmen
Primera mujer decana de Derecho en Valencia, Directora del IVAM, Ministra de Cultura socialista. Senadora. Escritora de éxito ('Solas', 'Malas', 'Libres'). Retirada de la política activa, Alborch (Valencia, 1947) sigue siendo hoy una “rebelde alegre”, que no ilusa.
Hay quien llama 'moda' a la eclosión de denuncias al respecto.
Una frivolización impresentable.
Me produce horror y esperanza. Es como la violencia de género: estaba oculta y emerge porque las mujeres se arriesgan a contarlo.
Si no se destapa, no se acaba
Su sonrisa es legendaria. Las procesiones van por dentro?
Claro. Yo lloro mucho.
Por no haberle dado más besos a mi madre. Por haber hecho no sé qué, o por no haberlo hecho.
Emocionarse es sano, yo ya no me reprimo.
Pero el secreto de la alegría es la resistencia. Saber encajar y adaptarse a las circunstancias.
Lo digo porque, frente a esa imagen sonriente, hay feministas cuya estrategia es evidenciar gráficametne el eterno enojo frente el heteropatriarcado.
No hemos aprendido a decir patriarcado, y ahora es heteropatriarcado [ríe]. Es broma.
Las respeto muchísimo, porque si fuera joven, no sé cómo estaría.
Estaría cabreada?
No sé, pero igual sería más agresiva y pensaría que ese es el camino.
Todo debate enriquece, siempre que no sea ir contra nosotras mismas. Hay quien quiere que nos tiremos del moño, pero no lo vamos a consentir.
El feminismo no es un catecismo y cada una lo vive a su modo.
Las causas evolucionan, pero siempre hay que tener al menos una.
El feminismo. Y el socialismo.
Pues ahí también hay tajo.
Lo estamos repensando, que es una palabra muy de ahora. Pero el socialismo es necesario.
Ahí sí que se tiran del moño.
Bueno, no tanto. Hay ententes, no siempre cordiales, cierto,pero al final somos los mejores.
Es una mujer muy bella. Cómo vive el deterioro físico?
Aceptándolo.
No puedes luchar contra el tiempo, y la capacidad de adaptación es fundamental.
Estoy viva, tengo recursos, estoy aquí con vosotros, vengo de recoger un premio y me voy a dar una charla. De qué me quejo?
Hablando de juventud, algunos no tan niños dicen que los políticos 'del 78' están muertos.
Es injusto. Hicimos muchas cosas que ellos disfrutan y dan por hechas.
A veces les diría: 'A ver quién está más vivo, tú o yo'.
¿Nostalgia de aquellos años?
No, recuerdos.
Yo me lo he pasado bomba. He trabajado muchísimo, pero era una labor útil y divertida.
Veo lo que han de luchar los jóvenes de ahora y no querría volver a los 20 años.
Haga balance, dígame los grandes placeres de la vida. ¿El amor, el sexo, la amistad, los hidratos?
Depende de la etapa, pero todas las épocas tienen sus placeres. El amor, en todas sus facetas. La amistad, siempre. Y el sexo dicen que también...
¿Dicen? ¿Habla de oídas?
Ahora mismo, sí.
Pero no lo echo de menos porque tampoco es una renuncia. Ya vendrá ¿no? No hay que cerrar puertas.
12 nov 2017
Carmen Alborch: “La alegría es saber resistir”
Vestirse y desnudarse..........................................Juan José Millás.
La moda arrancó cuando los expertos les empezaron a leer los labios y descubrieron que o no decían nada o soltaban alguna impertinencia.
Ahí nació esa práctica que ha devenido en un gesto mecánico.
Trump debe de ser de los pocos que no se la tapa porque le da lo mismo ocho que ochenta.
De ahí su expresión de extrañeza ante el gesto de Rajoy.
Le ocurre lo mismo que a nosotros cuando vamos por la calle y percibimos que nos observan más de lo normal. ¿Llevaré una mancha en la camisa? ¿Me habrá cagado un pájaro? ¿Iré con la bragueta abierta?
—¿Llevo la bragueta abierta? —parece preguntar.
—No, no, me tapo por si acaso —podría estar respondiéndole Rajoy desde detrás del muro formado los dedos.
¿Por si acaso qué?, cabría preguntarse.
¿Por si acaso le pillamos recomendándole la lectura de Platón al indigente intelectual que dirige el mundo? ¿Por si acaso se le escapa un bostezo debido a la diferencia horaria?
Nada de eso. Por si acaso le sale de las entrañas una banalidad.
Levanto la vista del periódico en el que acabo de descubrir esta imagen, pues voy leyéndolo en el metro, y observo que los cónyuges de la pareja de enfrente hablan cubriéndose también los labios, como si todo el mundo estuviera interesado en su conversación.
Nadie los mira, excepto yo, pero tal vez imaginan que se encuentran frente a un pelotón de fotógrafos. Así son las cosas: la gente se desnuda en Twitter o en Facebook y se viste en el metro.
Volar...............................................................Rosa Montero
Pocos hoy se acuerdan de ella, pero la recién fallecida trapecista
Pinito del Oro fue una estrella mundial. En una sociedad machista y
primitiva, ella refulgió.
SIEMPRE ME HA GUSTADO el circo con locura.
Guardo en la memoria, desde muy pequeña, arrobados recuerdos de funciones mágicas.
En aquella España desabrida y oscura en la que viví mi infancia, el circo te abría la puerta a una realidad maravillosa en donde lo imposible era la norma. Maillots que fulguraban bajo los focos, cuerpos ejecutando indecibles proezas.
Y también animales, desde luego.
De pequeña, el clamor de lo salvaje me fascinaba.
El riesgo, la belleza de las fieras, los rugidos.
Desconocía el maltrato, naturalmente.
Todo eso, el sufrimiento de las bestias y la durísima vida, a veces la miseria, que se ocultaba tras las lentejuelas descosidas, empecé a intuirlo en la adolescencia. Y cada vez se me hizo más insoportable.
Por fortuna, pronto apareció un nuevo tipo de circo, menos precario y sin animales, cuyos espectáculos siguen entusiasmándome.
Soy adicta al Price actual, en donde he visto compañías deslumbrantes, como Circa o Les 7 Doigts de la Main, que continúan dejándome boquiabierta y con la misma sensación de hechizo de mi niñez.
Cuento todo esto a raíz de la muerte de Pinito del Oro.
Hoy son pocos quienes se acuerdan de ella, pero la canaria Pinito del Oro fue una estrella mundial, una de las mejores trapecistas de la historia.
Y los trapecistas eran los príncipes del circo, los artistas más importantes del espectáculo.
Yo vi un par de veces a Pinito del Oro en el antiguo Price: sobrecogía.
Por entonces actuaba sin red y sin cable de seguridad, a cuerpo limpio, en el filo preciso de la muerte.
Arriba, muy arriba, en lo más alto, esa figurita menuda y preciosa se ponía boca abajo en el trapecio, apoyada solamente con la cabeza, y se balanceaba de forma espeluznante.
O se sentaba en una silla que apenas posaba dos patas sobre la barra.
Su actuación era inconcebible: nunca he vuelto a ver nada semejante (y además ahora todos van atados, por fortuna).
De hecho, sufrió varias caídas y estuvo a punto de matarse repetidas veces.
A los 17 años se partió el cráneo y pasó ocho días en coma. Años después se rompió de nuevo la cabeza y otros huesos en el peor accidente de su vida.
Y siempre volvió a subirse al trapecio: qué valiente. Su marido, Juan, se pasaba la actuación en la pista, debajo de ella, atento para agarrarla si caía.
Así le salvó la vida varias veces, a costa de quebrarse los brazos al cogerla.
Después de esa tremenda confianza, de esa entrega a vida o muerte, Pinito y Juan se separaron.
Las relaciones sentimentales son tortuosas, ya se sabe. Ella se retiró en 1970 a los 39 años; escribió varias novelas, tuvo otro amor. Ahora ha muerto a los 86, olvidada pero espero que serena.
Fue una de las heroínas de mi infancia, quizá la más grande.
La reina de la noche. Y tiene su gracia, porque los trapecistas han sido importantes para mí de varias maneras.
De niña siempre íbamos a las entradas más baratas del antiguo Price, arribota del todo, junto al techo.
Desde aquellas alturas yo atisbaba con añoranza las sillas de pista, envidiando a los niños que las ocupaban.
Pero nuestras localidades tenían una ventaja impagable: los trapecistas estaban justo a nuestro nivel.
Hubo en especial un portor (es decir, el trapecista fuerte que recogía en sus manos al que cruzaba por los aires) que se balanceaba entre cabriola y cabriola frente a mis ojos, a muy pocos metros de distancia, todo músculo y piel tersa, carne desnuda y joven.
Se frotaba las manos con talco y me sonreía. ¡Me sonreía a mí! Me imagino con qué cara de arrobo debía de estar mirándolo.
Fue mi primer y fulminante amor. Yo debía de tener unos cinco años y aún lo recuerdo.
Así que sí, el circo me ha dado mucho.
Tiempo después tuve el placer de entrevistar a Pinito.
Me explicó que, al caer y ver que el golpe era ya inevitable, siempre perdía el sentido, porque el cerebro desconectaba para no sufrir.
Y esa capacidad de nuestra mente para evitar el dolor me resultó y aún me resulta consoladora.
Como entonces no le conté que había sido mi heroína, creo que debería decírselo ahora.
En aquella sociedad machista y primitiva, ella me ofreció un modelo de mujer que refulgía y volaba.
Guardo en la memoria, desde muy pequeña, arrobados recuerdos de funciones mágicas.
En aquella España desabrida y oscura en la que viví mi infancia, el circo te abría la puerta a una realidad maravillosa en donde lo imposible era la norma. Maillots que fulguraban bajo los focos, cuerpos ejecutando indecibles proezas.
Y también animales, desde luego.
De pequeña, el clamor de lo salvaje me fascinaba.
El riesgo, la belleza de las fieras, los rugidos.
Desconocía el maltrato, naturalmente.
Todo eso, el sufrimiento de las bestias y la durísima vida, a veces la miseria, que se ocultaba tras las lentejuelas descosidas, empecé a intuirlo en la adolescencia. Y cada vez se me hizo más insoportable.
Por fortuna, pronto apareció un nuevo tipo de circo, menos precario y sin animales, cuyos espectáculos siguen entusiasmándome.
Soy adicta al Price actual, en donde he visto compañías deslumbrantes, como Circa o Les 7 Doigts de la Main, que continúan dejándome boquiabierta y con la misma sensación de hechizo de mi niñez.
Cuento todo esto a raíz de la muerte de Pinito del Oro.
Hoy son pocos quienes se acuerdan de ella, pero la canaria Pinito del Oro fue una estrella mundial, una de las mejores trapecistas de la historia.
Y los trapecistas eran los príncipes del circo, los artistas más importantes del espectáculo.
Yo vi un par de veces a Pinito del Oro en el antiguo Price: sobrecogía.
Por entonces actuaba sin red y sin cable de seguridad, a cuerpo limpio, en el filo preciso de la muerte.
Arriba, muy arriba, en lo más alto, esa figurita menuda y preciosa se ponía boca abajo en el trapecio, apoyada solamente con la cabeza, y se balanceaba de forma espeluznante.
O se sentaba en una silla que apenas posaba dos patas sobre la barra.
Su actuación era inconcebible: nunca he vuelto a ver nada semejante (y además ahora todos van atados, por fortuna).
De hecho, sufrió varias caídas y estuvo a punto de matarse repetidas veces.
A los 17 años se partió el cráneo y pasó ocho días en coma. Años después se rompió de nuevo la cabeza y otros huesos en el peor accidente de su vida.
Y siempre volvió a subirse al trapecio: qué valiente. Su marido, Juan, se pasaba la actuación en la pista, debajo de ella, atento para agarrarla si caía.
Así le salvó la vida varias veces, a costa de quebrarse los brazos al cogerla.
Después de esa tremenda confianza, de esa entrega a vida o muerte, Pinito y Juan se separaron.
Las relaciones sentimentales son tortuosas, ya se sabe. Ella se retiró en 1970 a los 39 años; escribió varias novelas, tuvo otro amor. Ahora ha muerto a los 86, olvidada pero espero que serena.
La reina de la noche. Y tiene su gracia, porque los trapecistas han sido importantes para mí de varias maneras.
De niña siempre íbamos a las entradas más baratas del antiguo Price, arribota del todo, junto al techo.
Desde aquellas alturas yo atisbaba con añoranza las sillas de pista, envidiando a los niños que las ocupaban.
Pero nuestras localidades tenían una ventaja impagable: los trapecistas estaban justo a nuestro nivel.
Hubo en especial un portor (es decir, el trapecista fuerte que recogía en sus manos al que cruzaba por los aires) que se balanceaba entre cabriola y cabriola frente a mis ojos, a muy pocos metros de distancia, todo músculo y piel tersa, carne desnuda y joven.
Se frotaba las manos con talco y me sonreía. ¡Me sonreía a mí! Me imagino con qué cara de arrobo debía de estar mirándolo.
Fue mi primer y fulminante amor. Yo debía de tener unos cinco años y aún lo recuerdo.
Así que sí, el circo me ha dado mucho.
Tiempo después tuve el placer de entrevistar a Pinito.
Me explicó que, al caer y ver que el golpe era ya inevitable, siempre perdía el sentido, porque el cerebro desconectaba para no sufrir.
Y esa capacidad de nuestra mente para evitar el dolor me resultó y aún me resulta consoladora.
Como entonces no le conté que había sido mi heroína, creo que debería decírselo ahora.
En aquella sociedad machista y primitiva, ella me ofreció un modelo de mujer que refulgía y volaba.
Impaciencia y caso omiso..........................Javier Marías
Cada vez hay más gente avasalladora e impaciente, dispuesta a tocar
todas las teclas aunque sepa que la mayoría no van a surtir efecto.
HE HABLADO muchas veces de la imparable infantilización del mundo y
de cómo se están fabricando generaciones de adultos mimados que no
toleran las frustraciones ni las negativas ni las imposibilidades.
Lo más grave es que esta actitud se haya trasladado a la política y a las colectividades, y buena prueba de ello es la ya agotadora crisis de Cataluña: una parte de la población anhela una cosa (le “hace tanta ilusión”, como arguyó hace mil años una aspirante a escritora empeñada en obligarme a leer sus textos), y ha de conseguirla por encima de la voluntad de todos, mediante trampas infinitas si es menester, y en contra del principio de realidad.
Cada vez hay más gente avasalladora e impaciente, dispuesta a tocar todas las teclas aunque sepa que la mayoría no van a surtir efecto.
Mi casa tiene dos puertas, una detrás de otra.
La primera da a un pasillo que comparto con una vecina, largo y en forma de L. Junto a esa primera puerta hay dos timbres.
En uno se lee “JM” y en el otro “CC”.
Obviamente mi vecina no es JM ni yo soy CC, lo cual no impide que un buen porcentaje de los que la visitan a ella pulse el timbre de JM y otro notable de los que me visitan a mí pulse el de CC. Una y otra vez nos disculpamos recíprocamente por las molestias, y sólo nos explicamos el fenómeno así: muchos individuos son tan impacientes que, incapaces de esperar unos segundos a que ella o yo lleguemos a esa puerta primera, prueban a llamar al otro timbre creyendo que con eso lograrán su propósito (logran que se les franquee el primer paso, pero no el segundo, que es de lo que se trata).
Bien, un señor al que no conozco de nada, y que por lo visto utiliza la misma máquina Olympia Carrera de Luxe a la que me he referido en varias columnas, telefonea a mi gran amiga Mercedes López-Ballesteros, que también me echa una mano en mis tareas, y la interroga implacablemente sobre cómo hacer para que tal o cual tecla lo obedezca, o cómo comprar cintas y demás, como si ella —o yo, por extensión— fuéramos un manual de instrucciones o unos proveedores, y además no tuviéramos otra cosa que hacer.
Ella le contesta que no tiene idea, que quien usa la Olympia soy yo y no ella (que trabaja con ordenador), y que no lo puede ayudar.
Al señor en cuestión eso le da igual: quiere ver su problema resuelto a toda costa y le insiste. “¿No entiende usted que yo no le sirvo?”
No, no lo entiende y continúa explicándole, impertérrito, la función supuesta de la tecla rebelde.
Está a lo suyo y nada más, engrosando las filas de los que en sentido figurado llamamos “autistas” (según el DLE: “Dicho de una persona: Encerrada en su mundo, conscientemente alejada de la realidad”; esa definición que tanto indigna a los enfermos de autismo y que exigen prohibir, sin darse cuenta, una vez más, de que la gente dice lo que le parece y da a las palabras el sentido que quiere, y que el Diccionario está obligado a reflejarlas sin más).
A Mercedes, que atiende los mails y me imprime los que yo deba ver, a menudo se la llevan los demonios.
No sé, a la petición de que vaya a un sitio a dar una charla, contesta, por ejemplo, que estoy terminando una novela y no me añadiré viajes hasta que la acabe, o que estoy en plena promoción de la novela recién publicada y sin tiempo para nada más, o que estaré fuera durante tal y cual meses.
Con frecuencia recibe una respuesta que hace caso omiso de la suya y le dice, quizá: “Preferiríamos que el señor M viniese un jueves, porque ese día no hay Copa de Europa y acude más gente a este tipo de eventos” (la estúpida palabra “eventos” por doquier). Mercedes se desespera y se pregunta cómo leen y cómo funcionan las cabezas de sus interlocutores.
Otras veces alguien pide algo (un bolo, una entrevista, lo que sea). Acepto, y propongo tal o tal fecha a tal hora.
“Es que esos días no me vienen bien”, es con frecuencia la contestación.
“Mejor el domingo a las ocho de la mañana”. La persona que pide algo olvida al instante que la interesada es ella y no yo.
Que yo no le he solicitado nada, sino al revés, y que más le valdría coger pájaro en mano, si tanto es su interés.
Así, no es nada raro que quien ruega algo, luego ponga trabas y lo dificulte.
Hoy había reservado la tarde para contestar por escrito a una entrevista mexicana.
Había accedido siempre y cuando tuviera las preguntas hoy como tarde, para poder cumplir durante el fin de semana.
No han llegado, claro está, pero seguramente pretenderán que las conteste cuando ya no disponga de tiempo o me venga fatal, y se soliviantarán si no los complazco cuando decidan ellos.
Mercedes “se venga” inconsciente y discretamente: al entregarme los mails impresos, a veces añade algo a mano: “Este es un pesado”, o “Este es un grosero”, o bien “Este me da pena” o “Este es encantador”.
No voy a negar que esas observaciones me influyen, aunque ella no las haga con esa intención, sino sólo con la de “comentar”.
Sea como sea, más vale que quien quiera algo de mí, no haga caso omiso de sus palabras y la trate con exquisitez.
Lo más grave es que esta actitud se haya trasladado a la política y a las colectividades, y buena prueba de ello es la ya agotadora crisis de Cataluña: una parte de la población anhela una cosa (le “hace tanta ilusión”, como arguyó hace mil años una aspirante a escritora empeñada en obligarme a leer sus textos), y ha de conseguirla por encima de la voluntad de todos, mediante trampas infinitas si es menester, y en contra del principio de realidad.
Cada vez hay más gente avasalladora e impaciente, dispuesta a tocar todas las teclas aunque sepa que la mayoría no van a surtir efecto.
Mi casa tiene dos puertas, una detrás de otra.
La primera da a un pasillo que comparto con una vecina, largo y en forma de L. Junto a esa primera puerta hay dos timbres.
En uno se lee “JM” y en el otro “CC”.
Obviamente mi vecina no es JM ni yo soy CC, lo cual no impide que un buen porcentaje de los que la visitan a ella pulse el timbre de JM y otro notable de los que me visitan a mí pulse el de CC. Una y otra vez nos disculpamos recíprocamente por las molestias, y sólo nos explicamos el fenómeno así: muchos individuos son tan impacientes que, incapaces de esperar unos segundos a que ella o yo lleguemos a esa puerta primera, prueban a llamar al otro timbre creyendo que con eso lograrán su propósito (logran que se les franquee el primer paso, pero no el segundo, que es de lo que se trata).
Bien, un señor al que no conozco de nada, y que por lo visto utiliza la misma máquina Olympia Carrera de Luxe a la que me he referido en varias columnas, telefonea a mi gran amiga Mercedes López-Ballesteros, que también me echa una mano en mis tareas, y la interroga implacablemente sobre cómo hacer para que tal o cual tecla lo obedezca, o cómo comprar cintas y demás, como si ella —o yo, por extensión— fuéramos un manual de instrucciones o unos proveedores, y además no tuviéramos otra cosa que hacer.
Ella le contesta que no tiene idea, que quien usa la Olympia soy yo y no ella (que trabaja con ordenador), y que no lo puede ayudar.
Al señor en cuestión eso le da igual: quiere ver su problema resuelto a toda costa y le insiste. “¿No entiende usted que yo no le sirvo?”
No, no lo entiende y continúa explicándole, impertérrito, la función supuesta de la tecla rebelde.
Está a lo suyo y nada más, engrosando las filas de los que en sentido figurado llamamos “autistas” (según el DLE: “Dicho de una persona: Encerrada en su mundo, conscientemente alejada de la realidad”; esa definición que tanto indigna a los enfermos de autismo y que exigen prohibir, sin darse cuenta, una vez más, de que la gente dice lo que le parece y da a las palabras el sentido que quiere, y que el Diccionario está obligado a reflejarlas sin más).
Sea como sea, más vale que quien quiera algo de mí, no haga caso omiso de sus palabras y la trate con exquisitez
No sé, a la petición de que vaya a un sitio a dar una charla, contesta, por ejemplo, que estoy terminando una novela y no me añadiré viajes hasta que la acabe, o que estoy en plena promoción de la novela recién publicada y sin tiempo para nada más, o que estaré fuera durante tal y cual meses.
Con frecuencia recibe una respuesta que hace caso omiso de la suya y le dice, quizá: “Preferiríamos que el señor M viniese un jueves, porque ese día no hay Copa de Europa y acude más gente a este tipo de eventos” (la estúpida palabra “eventos” por doquier). Mercedes se desespera y se pregunta cómo leen y cómo funcionan las cabezas de sus interlocutores.
Otras veces alguien pide algo (un bolo, una entrevista, lo que sea). Acepto, y propongo tal o tal fecha a tal hora.
“Es que esos días no me vienen bien”, es con frecuencia la contestación.
“Mejor el domingo a las ocho de la mañana”. La persona que pide algo olvida al instante que la interesada es ella y no yo.
Que yo no le he solicitado nada, sino al revés, y que más le valdría coger pájaro en mano, si tanto es su interés.
Así, no es nada raro que quien ruega algo, luego ponga trabas y lo dificulte.
Hoy había reservado la tarde para contestar por escrito a una entrevista mexicana.
Había accedido siempre y cuando tuviera las preguntas hoy como tarde, para poder cumplir durante el fin de semana.
No han llegado, claro está, pero seguramente pretenderán que las conteste cuando ya no disponga de tiempo o me venga fatal, y se soliviantarán si no los complazco cuando decidan ellos.
Mercedes “se venga” inconsciente y discretamente: al entregarme los mails impresos, a veces añade algo a mano: “Este es un pesado”, o “Este es un grosero”, o bien “Este me da pena” o “Este es encantador”.
No voy a negar que esas observaciones me influyen, aunque ella no las haga con esa intención, sino sólo con la de “comentar”.
Sea como sea, más vale que quien quiera algo de mí, no haga caso omiso de sus palabras y la trate con exquisitez.
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