Nada supera el lazo íntimo que establece una voz con sus oyentes.
El 10 de octubre caminaba arrastrando mi pesadumbre hacia el
Thyssen, que estos días cumple su 25º aniversario, escuchando la radio.
La tarde del 27 de octubre volvía a casa desde un Congreso de Mujeres Juristas por la Igualdad concentrada en las voces de la radio.
No hace tanto que veíamos pasear a los abuelos con el transistor pegado a la oreja. No hace tanto tampoco, porque el tiempo pasa en la vida como en la radio, volando, que al volver de la escuela merendaba con la muchacha; escuchábamos un programa de coplas dedicadas y yo la observaba llorar su orfandad concentrada en la música mientras cosía su ajuar.
Mis recuerdos establecen conexiones sinestésicas y las canciones de entonces saben a foie gras o a mantequilla espolvoreada con colacao.
No hace tanto que guardaba silencio para que mis tías escucharan la novela. No hace tanto que, tras unos años adolescentes de despreciar una radio que me olía a rancio, volví a encontrar en las ondas una compañía que no llenó nunca la televisión, ni tampoco (perdón) el periódico.
Porque no hay nada que supere el lazo íntimo que establece una voz con sus oyentes.
A los seres queridos que se nos fueron los recordamos de vez en cuando en los álbumes de fotos, pero es al encontrar de pronto una vieja grabación cuando el pasado se nos vuelve presente.
La voz es lo que antes se pierde y lo que más se añora.
A pesar de las caminatas radiofónicas, la radio no ha dejado de ocupar su lugar preferente en la cocina.
La radio sabe a café. Antes de enfrentarme a la palabra impresa, donde la actualidad suena más grave por no estar tamizada por la cordialidad y cercanía de alguien que cuenta, sigo las voces de la radio.
Las mías, porque aunque los expertos siguen estudiando por qué nos cuesta tanto cambiar el dial, a los oyentes más que la pereza o la costumbre nos ata la adicción a una manera de hablar que no se parece a otra.
Casi todas esas voces corresponden a periodistas que conozco personalmente, sus palabras suenan tan nítidas en mi cocina que es como si los tuviera sentados a la mesa frente a mí.
Hay veces que les respondo en voz alta.
Otras, estoy tan afectada o implicada en lo que dicen, sobre todo estos días, que no puedo evitarlo y les escribo un mensaje de agradecimiento.
Mientras los debates televisivos me alteran, la radio tiene un efecto reconfortante.
Pienso, de manera inconsciente: vaya, si ellos son capaces de conseguir que conversen individuos que se detestan es que no todo está perdido.
Tal y como están produciéndose las relaciones de influencia y poder entre los medios y las redes, tengo la intuición de que la radio está, por valerse de algo tan básico y primitivo como las voces, más capacitada para sobrevivir en este selvático mundo de la información.
La otra noche escuché en Hora 25 de Àngels Barceló que no ha habido momento en la historia reciente en que se recurriera más a Machado para buscar sentido o consuelo a este disparate.
Sonreí porque, sí, yo también lo he citado, pero además eso me hizo recordar una historia poética y singular relacionada con Don Antonio.
En 1985, Raymond Carver publicó un poema, Ondas de Radio, dedicado al poeta español. Llevaba Carver un tiempo padeciendo una crisis creativa y retirado en una casa de campo en medio de ninguna parte.
No tenía televisión, no leía el periódico, su única conexión con el mundo era la radio.
Una noche escuchó a un locutor recitar unos versos de Machado, del que no había oído hablar hasta ese momento, y esto es una estrofa del poema que le dedicó a modo de agradecimiento:
“Yo pensaba en esas bobadas por la noche / sentado en la silla mientras escuchaba mi radio. / ¡Y entonces, Machado, tus poemas! / Fue casi como ver a un hombre de mediana edad / enamorarse de nuevo. / Algo extraordinario, / y también embarazoso. / Hice tonterías como colgar una fotografía tuya. / Y me llevaba tu libro a la cama / y dormía con él a mano.
Una noche un tren / me despertó al pasar por mis sueños. / Lo primero que pensé, con el corazón desbocado / allí en el dormitorio a oscuras, fue: / No pasa nada, Machado está aquí. / Luego pude volver a dormirme”.
Cuenta Carver que recordó siempre lo que Machado aconsejaba a quien le preguntaba qué podía hacer con su vida. “¡Presta atención!”, respondía el poeta. Eso hizo Carver. Eso trato yo de hacer, prestar atención.
Ser oyente por encima de todo, aunque no tenga más remedio que hablar para ganarme la vida.
Sé que hay días en que esas voces nos hablan en un tono distinto. Yo se lo noto, ¿usted no? Tienen la voluntad de contener sus emociones, pero hay momentos en que resulta imposible y se percibe un ligero temblor, un quiebro. No sucede a menudo, pero, si se da el caso de que esta oyente que soy lo capta, mi reacción es pensar que quien me habla es un ser humano que aun debiéndose mostrar profesional no es invulnerable.
La tarde del 27 de octubre volvía a casa desde un Congreso de Mujeres Juristas por la Igualdad concentrada en las voces de la radio.
No hace tanto que veíamos pasear a los abuelos con el transistor pegado a la oreja. No hace tanto tampoco, porque el tiempo pasa en la vida como en la radio, volando, que al volver de la escuela merendaba con la muchacha; escuchábamos un programa de coplas dedicadas y yo la observaba llorar su orfandad concentrada en la música mientras cosía su ajuar.
Mis recuerdos establecen conexiones sinestésicas y las canciones de entonces saben a foie gras o a mantequilla espolvoreada con colacao.
No hace tanto que guardaba silencio para que mis tías escucharan la novela. No hace tanto que, tras unos años adolescentes de despreciar una radio que me olía a rancio, volví a encontrar en las ondas una compañía que no llenó nunca la televisión, ni tampoco (perdón) el periódico.
Porque no hay nada que supere el lazo íntimo que establece una voz con sus oyentes.
A los seres queridos que se nos fueron los recordamos de vez en cuando en los álbumes de fotos, pero es al encontrar de pronto una vieja grabación cuando el pasado se nos vuelve presente.
La voz es lo que antes se pierde y lo que más se añora.
A pesar de las caminatas radiofónicas, la radio no ha dejado de ocupar su lugar preferente en la cocina.
La radio sabe a café. Antes de enfrentarme a la palabra impresa, donde la actualidad suena más grave por no estar tamizada por la cordialidad y cercanía de alguien que cuenta, sigo las voces de la radio.
Las mías, porque aunque los expertos siguen estudiando por qué nos cuesta tanto cambiar el dial, a los oyentes más que la pereza o la costumbre nos ata la adicción a una manera de hablar que no se parece a otra.
Casi todas esas voces corresponden a periodistas que conozco personalmente, sus palabras suenan tan nítidas en mi cocina que es como si los tuviera sentados a la mesa frente a mí.
Hay veces que les respondo en voz alta.
Otras, estoy tan afectada o implicada en lo que dicen, sobre todo estos días, que no puedo evitarlo y les escribo un mensaje de agradecimiento.
Mientras los debates televisivos me alteran, la radio tiene un efecto reconfortante.
Pienso, de manera inconsciente: vaya, si ellos son capaces de conseguir que conversen individuos que se detestan es que no todo está perdido.
Tal y como están produciéndose las relaciones de influencia y poder entre los medios y las redes, tengo la intuición de que la radio está, por valerse de algo tan básico y primitivo como las voces, más capacitada para sobrevivir en este selvático mundo de la información.
La otra noche escuché en Hora 25 de Àngels Barceló que no ha habido momento en la historia reciente en que se recurriera más a Machado para buscar sentido o consuelo a este disparate.
Sonreí porque, sí, yo también lo he citado, pero además eso me hizo recordar una historia poética y singular relacionada con Don Antonio.
En 1985, Raymond Carver publicó un poema, Ondas de Radio, dedicado al poeta español. Llevaba Carver un tiempo padeciendo una crisis creativa y retirado en una casa de campo en medio de ninguna parte.
No tenía televisión, no leía el periódico, su única conexión con el mundo era la radio.
Una noche escuchó a un locutor recitar unos versos de Machado, del que no había oído hablar hasta ese momento, y esto es una estrofa del poema que le dedicó a modo de agradecimiento:
“Yo pensaba en esas bobadas por la noche / sentado en la silla mientras escuchaba mi radio. / ¡Y entonces, Machado, tus poemas! / Fue casi como ver a un hombre de mediana edad / enamorarse de nuevo. / Algo extraordinario, / y también embarazoso. / Hice tonterías como colgar una fotografía tuya. / Y me llevaba tu libro a la cama / y dormía con él a mano.
Una noche un tren / me despertó al pasar por mis sueños. / Lo primero que pensé, con el corazón desbocado / allí en el dormitorio a oscuras, fue: / No pasa nada, Machado está aquí. / Luego pude volver a dormirme”.
Cuenta Carver que recordó siempre lo que Machado aconsejaba a quien le preguntaba qué podía hacer con su vida. “¡Presta atención!”, respondía el poeta. Eso hizo Carver. Eso trato yo de hacer, prestar atención.
Ser oyente por encima de todo, aunque no tenga más remedio que hablar para ganarme la vida.
Sé que hay días en que esas voces nos hablan en un tono distinto. Yo se lo noto, ¿usted no? Tienen la voluntad de contener sus emociones, pero hay momentos en que resulta imposible y se percibe un ligero temblor, un quiebro. No sucede a menudo, pero, si se da el caso de que esta oyente que soy lo capta, mi reacción es pensar que quien me habla es un ser humano que aun debiéndose mostrar profesional no es invulnerable.