Para llevar a todos los cerdos que cometen atrocidades con las mujeres
a los tribunales, tenemos que valorarnos y respetarnos más a nosotras mismas.
Hace tres años publiqué una columna en EL PAÍS
que trataba de las 270 niñas nigerianas secuestradas por el brutal
grupo islamista Boko Haram. De ellas tan sólo han sido rescatadas unas
cien que relataron el infierno de sus vidas: eran violadas repetidas
veces al día y si no se convertían al islam las degollaban. Las otras chicas siguen en manos de estos monstruos. Hoy nadie habla ya
de ellas. Por lo visto, nuestra atención se ocupa de cosas más
importantes. Aquel artículo lo titulé Porque pueden.
Era la respuesta a una simple pregunta: ¿cómo es posible que un grupo
terrorista se lleve a tantas niñas con esa impunidad y las mantenga de
esclavas sexuales durante años? Pues lo hace, precisamente, porque
puede. Porque el valor de la vida y de la integridad de esas
adolescentes nunca ha sido alto en el mercado. Porque desde el principio
de los tiempos el rapto y la violación de las mujeres ha sido un arma
de guerra perfectamente aceptada.
Hoy retomo aquel título para hablar del escándalo de ese productor de Hollywood, Harvey Weinstein, de cuya mano salieron películas tan famosas como Shakespeare in Love o Pulp Fiction,
y del que ahora sabemos que también usaba sus manitas para otras cosas:
al menos 27 actrices le han denunciado por abusos sexuales, tres de
ellos en grado de violación. Y lo peor es que todos lo sabían desde
hacía mucho tiempo. De hecho, se hicieron bromas sobre ello en series de
televisión y en las nominaciones de los Oscar de 2013
(“Enhorabuena a estas cinco damas que ya no tienen que seguir fingiendo
que les gusta Harvey Weinstein”, dijo el presentador). Por todos los
demonios, ¡pero si la historia de la actriz joven que se ve obligada a
hacerle un trabajito sexual al productor es un lugar común, un tópico
habitual del mundo de la farándula! Innumerables películas, novelas y
obras teatrales hablan de ello con una naturalidad no exenta de burlona
complicidad. Como si fuera lo normal y hasta chistoso, vaya. Como si
parte de la educación dramática de una actriz pasara por ser usada por
un marrano. De hecho, Weinstein no está solo en este alegre deporte violador. Ya
ha sido fulminantemente suspendido el presidente de Amazon Studios, Roy
Price, acusado de lo mismo, y no olvidemos el caso de Bill Cosby. Ahora bien, todos estos miserables, ¿por qué lo hicieron? Pues porque
podían. Porque estaba admitido, porque era algo tácitamente aceptado por
la sociedad. La única diferencia es que ahora las actrices de Hollywood
parecen haberse cansado de ser trofeos sexuales. Me pregunto cuándo
empezará a salir toda esa porquería a la luz también en España: estoy
segura de que no somos una excepción en el penoso chiste de la actriz
jovencita y el productor (o el director) baboso. Pero para que eso ocurra, para llevar a todos estos cerdos a los
tribunales, las mujeres tenemos que dar un paso hacia delante en la
valoración y el respeto que nos tenemos a nosotras mismas. Me espanta que en el mundo sucedan una y otra vez atrocidades
sistemáticas contra las mujeres, como los millones de víctimas a las que
amputan el clítoris, o a las que obligan a ir veladas, a no salir a la
calle sin compañía de varón, a no poder estudiar, no poder conducir, no
poder trabajar; o las miles de jóvenes a las que arrojan ácido o son
quemadas vivas por sus padres y hermanos (a veces por sus madres) por
los infames delitos de honor; o las incontables niñas y adultas
violadas, torturadas y asesinadas en este maldito planeta. Hay un
genocidio en marcha contra la mujer al que asistimos impertérritos sin
que pase nada, sin que la comunidad internacional tome medidas de ningún
tipo, sin que dicte un embargo, por ejemplo (como se hizo cuando el
apartheid), contra países que mantienen en la más feroz esclavitud a la
mitad de su población. Al contrario: la comunidad internacional no sólo
no protesta, sino que usa a la mujer como moneda de cambio: si nos
interesa pactar con los talibanes, por ejemplo, no volvemos a mencionar
el engorroso problema del feminicidio. ¿Que por qué actúan así estos
miserables? Pues porque pueden. Porque todavía no estamos seguras de
nuestro propio valor. Porque no hemos dicho basta. Va siendo hora de
hacerlo.
Las subjetividades son infinitas y siempre habrá a quien ofenda
cualquier cosa. Nadie podría decir nunca nada, como en los regímenes
totalitarios.
ME ENTERO de unas recientes estadísticas americanas que aún no
hielan, pero enfrían sobremanera la sangre. Más que nada por eso, porque
no son de Rusia ni de las Filipinas ni de Turquía ni de Cuba ni de
Egipto ni de Corea del Norte, sino del autoproclamado “país de los
libres” desde casi su fundación. El 36% de los republicanos cree que la libertad de prensa causa más daño
que beneficio, y sólo el 61% de ellos la juzga necesaria. Entre los
llamados millennials, sólo el 30% la considera “esencial” para
vivir en una democracia (luego el 70% la ve prescindible). Hace diez o
quince años, sólo el 6% de los ciudadanos opinaba que un gobierno
militar era una buena forma de regir la nación, mientras que ahora lo
aprueba el 16%, porcentaje que, entre los jóvenes y ricos, aumenta hasta
el 35%. Un 62% de estudiantes demócratas —sí, he dicho demócratas— cree
lícito silenciar a gritos un discurso que desagrade a quien lo escucha. Y a un 20% de los estudiantes en general le parece aceptable usar la
fuerza física para hacer callar a un orador, si sus declaraciones o
afirmaciones son “ofensivas o hirientes”. Por último, el 52% de los
republicanos apoyaría aplazar —es decir, cancelar— las próximas
elecciones de 2020 si Trump así lo propusiera. Todo ello es deprimente, alarmante y no del todo sorprendente. Nótese la
entronización de lo subjetivo en el dato penúltimo. Los dos adjetivos,
“ofensivo” e “hiriente”, apelan exclusivamente a la subjetividad de
quien oye o lee. Alguien muy religioso sentirá como hiriente que otro
niegue la existencia de Dios o que su fe sea la verdadera; alguien
patriotero, que se diga que su país ha cometido crímenes (y no hay
ninguno que no lo haya hecho a lo largo de la Historia); alguien ultrafeminista,
que se critique la obra artística de una congénere; alguien
independentista, que se disienta de sus convicciones o delirios. En
todos esos casos se vería justificado acallar a voces o mediante
violencia al que nos contraría, porque “nos hiere u ofende”. Y como las
subjetividades son infinitas y siempre habrá a quien ofenda o hiera
cualquier cosa, nadie podría decir nunca nada, como en los regímenes
totalitarios. Bueno, nada salvo los dogmas impuestos por el régimen de
turno, de derechas o de izquierdas.
Esas estadísticas son estadounidenses, pero me temo que en Europa no
serían muy distintas. No es una cuestión de edad ni de ideología. Como
se comprueba, participan de la intolerancia los mayores y los jóvenes,
los demócratas y los republicanos. Demasiada gente, en todo caso,
dispuesta a cuestionar o suprimir la libertad de expresión y de prensa, a
celebrar un gobierno de militares, a callarles la boca por las bravas a
quienes sostienen posturas que no les gustan. Las estadísticas de aquí
las proporcionan las redes sociales, en las que un número ingente de
individuos recurre de inmediato al ladrido, la amenaza y el insulto ante
cualquier opinión diferente a la suya. Las más de las veces
cobardemente, no se olvide, bajo anonimato. No cabe sino concluir que
una serie de valores “democráticos”, que dábamos por descontados, se
están tambaleando. Valores fundamentales para la convivencia, para el
respeto a las minorías y a los disidentes, para que la unanimidad no
aplaste a nadie. Algo lleva demasiado tiempo fallando en la educación, y
las conquistas y avances en el terreno del pensamiento, de la igualdad
social, de las libertades y derechos, de la justicia, nunca están
asegurados. Personas con importantes cargos, y por tanto con influencia en nuestras
vidas, razonan de manera cada vez más precaria, como si a muchas se les
hubiera empequeñecido el cerebro. No sé, un par de ejemplos: la diputada
Gabriel ha incurrido en una de las mayores contradicciones de términos
jamás oídas, al calificarse a sí misma de “independentista sin
fronteras” (sic); y, después de la españolísima chapuza de Puigdemont en
su Parlament el 10 de octubre, cerebros como el de Colau o el de los
cada vez más osmóticos Montero e Iglesias (ya no se sabe si él la imita a
ella o ella a él, hasta en el soniquete y los gestos) dedujeron que al
President de la Generalitat había que “agradecerle” su galimatías,
porque podía haber sido peor, y menos “generoso”. Tras haber mentido,
engañado y difamado compulsivamente, tras haberle ya causado un
irremediable daño a su amada Cataluña, haber montado un
referéndum-pucherazo digno de Franco y haberle dado validez con cara
granítica, haberse burlado de su propio Parlament y haberlo cerrado a
capricho; tras haber violado las leyes y haber despreciado a más de la
mitad de los catalanes, ¿qué es lo que hay que “agradecerle”? ¿Que no
sacara una pistola y gritara “Se sienten, coño”, como Tejero?
Es como si al atracador de un chalet hubiera que agradecerle que se
llevara sólo los billetes grandes y dejara los pequeños, y se limitara a
maniatar a los habitantes, sin pegarles. Señores científicos, hagan el
favor de estudiar con urgencia por qué tantos cerebros humanos, en los
últimos tiempos, han retrocedido y menguado hasta alcanzar el tamaño del
de las gallinas.
El lunes Catherine Zeta-Jones
dejó boquiabierto a medio mundo con su imagen, sobre todo con los
últimos procedimientos estéticos que se realizó y que le dejó un rostro
bastante diferente del habitual. Ahora le ha tocado el turno a Charlene de Mónaco.
Hace mucho que la exnadadora y esposa del príncipe Alberto de Mónaco no
aparecía en un acto público, para nadie es un secreto que ella evita
todo lo posible asistir a eventos, pero esta vez no pudo evadir su
trabajo oficial y acudió como representante del Principado de Mónaco a
la gala de entrega de los premios princesa Grace, que se celebran en los
Estudios Paramount de Los Ángeles. Y su rostro, prácticamente sin
gestos, volvió a ser noticia. Desde que comenzara su relación amorosa con el príncipe Alberto, la princesa se ha sometido a diferentes intervenciones estéticas,
y ha renovado radicalmente su imagen en varias ocasiones. Entre las más
evidentes están la rinoplastia y el aumento de pecho. Y aunque, como
muchas otras personas es una cliente frecuente del bótox, esta vez el
exceso de colágeno en los labios la delató. Charlene siempre tuvo unos
labios bastantes delgados y finos, pero la noche de este miércoles se
dejó ver con unos mucho más carnosos e inflamados. Tanto así que le
costaba sonreír con naturalidad. Eso sumado al tratamiento al que se
sometió para voluminizar sus pómulos dieron como resultado un rostro
demasiado hinchado.
La rinoplastia se la realizó en 2008. Decidió pasar por el quirófano para perfilarse la nariz
y hacerla un poco más delgada (antes era aguileña y estaba torcida) .
Luego cayó en las manos del bótox . Al principio se inyectaba poco solo
para disimular algunas líneas de expresión, pero con el paso de los años
Charlene ha ido perdiendo algo más que las arrugas normales de la edad. El exceso de esta sustancia provoca que tenga un rostro con gesto de
sorpresa y bastante plastificado. La princesa pasó de nuevo por quirófano en 2010 cuando decidió
aumentarse el pecho. Aunque nunca lo ha confirmado las fotos del antes y
después sirven como pruebas irrefutables de la operación.
En Madrid,
el aire y las conversaciones están contaminados, vayas donde vayas,
solo se habla o se evita hablar del 'procés' catalán, de qué va a pasar
en este culebrón.
La Academia de la Televisión Española celebró esta semana sus premios anuales. El honorífico, bajo el título Por toda una vida, recayó en Xavier Sardá
y alguien en la Academia tuvo la idea de que lo entregara yo. Encantado
acepté, siempre es una delicia coincidir con Xavier y preparé un
discurso breve cargado de admiración, unas gotitas de nostalgia y una
sutil referencia a nuestros años en Barcelona. Repasé mis palabras en el
coche y tuve tiempo de leer una señal: “Alta Contaminación”. Me pareció
una metáfora de mi relación con la televisión, Sardá y la vida. El
coche llegó con retraso a los cines Kinépolis, a las afueras menos
polucionadas de Madrid, y me senté en la sala de maquillaje para
intentar dar buena apariencia en el momento de la entrega. Allí ya
estaba Xavier y de inmediato me contaminó con sus nervios. “Me acabo de
enterar que hay gente que no acepta estos premios. Te otorgan edad, dan
la impresión que estas con un pie en la tumba o que necesitan
recordarte”. Le di la razón. "Ojalá lo den el primero", me confesó.
Pero no fue así, antes desfilaron al menos tres generaciones de
estrellas de televisión, las que van desde Sardá a Raquel Sánchez Silva y
Jordi Évole. Cuando al fin tocó el turno del premio a Toda una vida,
Manuel Campo Vidal llamó primero a Javier y después a mí. Craso error,
Javier tomó el micrófono y empezó a hablar sin que yo ni pudiera
entregarle el galardón ni decir mis tan pensadas palabras. Lección
aprendida: No se pueden aceptar los premios a toda una vida ni mucho
menos entregarlos. En Madrid, el aire y las conversaciones están contaminados, vayas donde
vayas, te premien con lo que te premien, solo se habla o se evita hablar
del procés catalán, de qué va a pasar en este culebrón con más giros argumentales que Stranger Things, mi serie favorita del otoño, que regresa la semana próxima y que se promociona con un tráiler protagonizado por Leticia, Leticia Sabater. Cosas extrañas suceden dentro y fuera de la pantalla pero reunir a
Leticia Sabater con Winona Ryder es una de las más acertadas y bizarras
que pudieran suceder. Seguro que no se conocen bien pero podrían unirse y
fundar una república para todos los que somos o nos identificamos, al
menos, con alguna de las dos. También llama la atención Marcela Topor, la esposa de Puigdemont, que es rumana como Nadia Comaneci, y se ha convertido en una celebrity
de la televisión local de su remota región natal. Apenas lo supe
recordé a Helena Rakòsnik, la esposa polaca y pianista de Artur Mas, con
quien he sostenido diálogos tan independientes como insólitos sobre el
porqué las mujeres apuestan por el rojo o la simpatía casual de Tamara
Falcó. Fueron diálogos en el pasado. Esto confirma la tendencia en las
parejas presidenciales de que la esposa sea nativa del este europeo. A
las primeras damas independentistas, habría que sumar a Melania Trump
que es eslovena y federalista. ¿Cuál será el elixir de estas damas para
seducir a políticos como Mas, Trump y Puigdemont? No será una cosa
extraña. Hay mucha contaminación y por eso pasan cosas extrañas. Cristina Iglesias, la afortunada escultora española, inauguró su escultural fuente llamada Arroyos Desaparecidos
en el centro Bloomberg en plena City londinense donde brota el dinero. Un título fantástico que hace alusión a un arroyo desaparecido en ese
subsuelo del Londres financiero. Iglesias sostiene que la verdadera
naturaleza sobrevive bajo la superficie de las ciudades. Me parece
conmovedor. Es lo mismo que piensa Winona en Stranger Things,
que detrás de la pared de su casa, está el pasadizo para recuperar a su
hijo del extraño mundo que lo aprisiona. En mi infancia, creía que la
contaminación te permitía esconderte y por eso el smog era para
mí la más atractiva de las atmósferas. Ahora en las ciudades españolas,
Barcelona incluida, van a implantar lo del control de coches
circulando, según matrícula, en días pares e impares. En Venezuela se
impuso esta norma por primera vez en 1979. No contuvo ni a la alta
contaminación ni la altísima corrupción. Usted está en su derecho de no
imaginar ninguna posibilidad de que eso se repita en España. Pero al ver
reunidas a Winona Ryder con Leticia, Leticia Sabater, sospecho que no
hay muchas garantías.