La imagen
de cinco mujeres históricamente reunidas, símbolos de la independencia
del machismo, ante la de varios caballeros arrastrándonos a un lío
histórico.
IMAGINEMOS UNA reunión del Colegio de Arquitectos presidida por
este eslogan: “Somos arquitectos”. Quien dice una reunión de arquitectos
dice un congreso de poetas o un simposio de médicos. Suena un poco
raro, ¿no?, que se señale lo evidente . Podemos admitirlo en esas
reuniones de vecinos celebradas en los salones de un hotel: “Asamblea de
vecinos de la calle Tal, número cual”. Ahí sí se entiende porque uno
puede equivocarse de sala y votar una derrama que no le corresponde. Ahora bien, si la directiva del PSOE se reúne y los periodistas están viendo los rostros (conocidísimos) de sus dirigentes
y han acudido a su sede convocados por el mismo PSOE, ¿qué sentido
tiene ese cubo del primer plano de la foto donde se afirma que son la
izquierda? ¿Acaso hay alguna duda?
Y, de haberla, ¿en la cabeza de quién está: en la de los que presiden la
reunión o en la de los ciudadanos que al día siguiente tropezaríamos
con esta imagen en las páginas de los periódicos? Hay algo oscuro en esa
información que casi se nos pasa por alto, algo que se dirige a nuestro
inconsciente más que a nuestro encéfalo. No logramos imaginar una
reunión del PP, presidida por el mismísimo Rajoy, a cuya entrada
figurara en grandes caracteres el lema “Somos la derecha”. Está claro
que son la derecha, los votantes lo hemos sabido siempre y Rajoy
también. ¿A qué abundar en lo obvio? ¿Acaso no resulta indiscutible que
el PSOE es la izquierda? Debe de haber por fuerza en esas tres palabras
un mensaje oculto al que curiosamente no hizo alusión ningún editorial
de la fecha. El absurdo avanza. Nos rodea.
Creo que la gente se puede dividir entre aquella a la que desasosiega
pernoctar en un hotel y aquella a la que produce una sensación de
libertad.
BUSCANDO INFORMACIÓN en Internet para una novela que estoy
escribiendo me he topado con un dato que me ha dejado turulata: cada día
desaparecen en España
alrededor de 38 personas. Lo que supone un total de 14.000 al año. De
140 de ellas no volveremos a saber nada nunca más. Desde que, en 2010,
se creó el registro de PDyRH (Personas Desaparecidas y Restos Humanos:
qué nombre tan ominoso), ha habido más de 121.000 denuncias; 4.000 de los casos siguen sin resolverse. ¿Cómo es posible que en esta
sociedad hiperconectada puedan evaporarse tantísimas personas? Amedrenta
imaginar un submundo de mafias, trata de blancas, tráfico de órganos. O
trágicos accidentes y suicidios en lugares inaccesibles: montañas,
acantilados. O, ya desbarrando, agujeros negros
capaces de transportarte a otro universo o pingües empresas
clandestinas especializadas en proporcionar nuevas identidades (a decir
verdad, esto último puede que exista). Pido perdón si mis palabras
parecen frivolizar un tema tan terrible como éste: pocas cosas debe de
haber más dolorosas que el hecho de no volver a saber de alguien,
ignorar qué ha sido de esa persona, no poder cerrar jamás la candente
herida de su pérdida. Pero es que la cifra me ha parecido tan elevada
que se me ha disparado la cabeza.
Supongo que en la mayoría de los casos lo que subyace es el afán de
escapar de sus propias vidas. ¿Quién no ha sentido alguna vez el deseo
poderoso de ser otro, de huir de uno mismo y empezar de cero? Venimos al
mundo pletóricos de posibilidades, con un sinfín de caminos abiertos a
nuestro alrededor; y luego el tiempo, jardinero loco, se encarga de ir
podando los brotes tiernos de nuestras otras vidas potenciales, hasta
dejarnos encerrados en la rama pelada de lo que somos. Ser sólo uno en
ocasiones asfixia. También por eso leemos novelas, vemos películas,
vamos al teatro: para experimentar de manera virtual otras existencias.
¿Quién no ha sentido alguna vez el deseo poderoso de ser otro, de huir de uno mismo y empezar de cero?
Uno de mis cuentos favoritos, Wakefield, de Nathaniel
Hawthorne, expresa de manera magistral esta ansia de no seguir siendo lo
que eres. Un respetable burgués del siglo XIX sale un día de casa para
un recado nimio y no vuelve a ser visto en muchos años. Pero lo más
grandioso es que alquila un piso enfrente de su antiguo domicilio y pasa
todo ese tiempo espiando el dolor de sus familiares, el exacto contorno
que ha dejado su ausencia. El relato no lo explica, por supuesto (por
eso es tan bueno), pero supongo que, cuando al fin regresa, es porque ya
ha conseguido convertir su antigua vida en la vida de Otro. Yo no soy tan escapista como Wakefield, pero no puedo evitar imaginarme
siendo otra persona, un salto mental que hago de manera involuntaria
todo el rato y que no tiene nada que ver con el hecho de envidiar una
vida bella, sino, supongo, con la necesidad de salir del encierro de ti
mismo. Por ejemplo, contemplo de pasada un cartel de Se vende
en un balcón de un triste edificio junto a una fea y mustia estación de
tren, y de pronto me digo: ¿y si yo estuviera viviendo ahí? ¿Y si me
hubiera pasado treinta años mirando pasar los trenes y escuchando su
fragor hasta dejar de oírlo? O descubro en el norte de Escocia una
granja remota con un hilo de humo en la chimenea, y al instante me veo
en esa cocina junto al perfumado fuego de turba, protegida por fríos
muros de piedra de la dura, bella y sublime soledad que atisbo cada día
por el ventanuco. Seguramente por todo esto escribo novelas.
Y seguramente también por eso me gustan los hoteles. Creo que la gente
se puede dividir entre aquella a la que desasosiega pernoctar en un
hotel y aquella a la que eso le produce una sensación de libertad. Dormir solo en un cuarto desconocido e impersonal es la manera más fácil
de ser otro, o al menos de no ser nadie. En ese espacio carente de
futuro y de memoria puedes quitarte momentáneamente el peso de tu vida
como quien se quita una chaqueta y, tras vivir unas breves vacaciones de
ti mismo, regresar con alivio y placer a tu yo y a tu madriguera. Pero
para algunos no debe de ser tan sencillo: Wakefield pasó años fuera de
sí. Quién sabe, puede que los que desaparecieron para siempre estén
buscando aún el camino de vuelta.
Las actuales sociedades pretenden ser impolutas y que lo sea su
callejero, lo cual es imposible mientras se sigan utilizando nombres de
personas.
PARECE QUE LOS políticos no tengan otra cosa que hacer que cambiar los nombres de las calles
y retirar estatuas, placas y monumentos. Mientras algunas ciudades se
degradan día a día (el centro de Madrid está aún más asqueroso que bajo
Gallardón y Botella, que ya es decir), los munícipes y sus asesores las
desatienden y se entretienen con ociosidades diversivas, es decir,
maniobras llamativas con las que disimulan sus gestiones pésimas y sus frecuentes
cacicadas. En España hay larga tradición con este juego. Durante la
República se cambiaron nombres, más aún durante la Guerra, el franquismo
fue una apoteosis (hasta se cargó los cines y cafeterías
“extranjerizantes”, el Royalty pasó a ser el Colón, etc), y durante la
Transición, más discretamente, se recuperaron algunas antiguas
denominaciones (por fortuna, Príncipe de Vergara volvió a ser esa calle y
no la del nefasto General Mola, conspicuo compinche de Franco).
Pero ahora, sin que haya variado el régimen democrático, a ciertos
políticos y a ciertas gentes les ha dado un ataque de pureza con el
asunto, y no sólo aquí, sino en los Estados Unidos y en Francia, y no
digamos en Sabadell, donde un pseudohistoriador considera a todo español
impuro y ha propuesto suprimir del callejero a Machado, Quevedo,
Calderón, Lope, Larra y no sé cuántos impostores más, a unos por
“franquistas”, a otros por “anticatalanes” y a otros simplemente por
“castellanos”. Huelga decir que entre los primeros, con anacrónico
rigor, contaba a Góngora, Lope y Quevedo. Pero, más allá de este lerdo y
xenófobo individuo y de su lerdo y xenófobo Ayuntamiento que le encargó
el proyecto, hemos entrado en una dinámica tan absurda como imparable. Las actuales sociedades pretenden ser impolutas (cuando no lo son en
modo alguno) y que lo sea su callejero, lo cual es imposible mientras se
sigan utilizando nombres de personas. Una cosa es que haya calles y
plazas dedicadas a asesinos como Franco y sus generales, Hitler y sus
secuaces o Stalin y los suyos. Se trata de individuos que lo único
notable que hicieron fue sus crímenes. Pero hay otra mucha gente
compleja o ambigua, imperfecta, a la que se rinde homenaje por lo bueno
que hizo y a pesar de lo malo. Se tiende estúpidamente, además, a juzgar todas las épocas por los
criterios de hoy, como si los muertos de pasados siglos hubieran debido
tener la clarividencia de saber qué sería lo justo y correcto en el XXI. Alguien que en el XVII o en el XVIII poseía esclavos no era por fuerza
un desalmado absoluto, como sí lo es quien hoy los posee o los que
pregonan la esclavitud, el Daesh. ¿Que en el XVIII había ya algunos
abolicionistas (Laurence Sterne uno de ellos)? Sí, pero se los contaba
con los dedos de las manos. En Francia se habla de retirarle todo honor a
Colbert, que cometió pecados, pero también fue un Ministro
extraordinario y un valedor de las artes y las ciencias. Si nos
pusiéramos a analizar con minucia las vidas de cada cual (no ya de
políticos y militares, sino de escritores y artistas, en principio más
sosegados), nunca encontraríamos a nadie sin tacha. Téngase en cuenta,
además, que desde hace décadas el hobby de los biógrafos es
“descubrir” lacras, escándalos y turbiedades en sus biografiados. Este
era machista, aquel abandonó a su mujer, el otro maltrató o acomplejó a
sus hijos; Neruda y Alberti escribieron loas a Stalin, D’Annunzio fue
mussoliniano una época, Lampedusa era aristócrata, Heidegger simpatizó
con el nazismo, Ridruejo fue falangista, Cortázar y Vargas Llosa
apoyaron la dictadura de Castro un tiempo, García Márquez hasta su
último día, Sartre no se inmutó ante los asesinatos en masa de Mao, Pla y Cunqueiro estuvieron
conformes con Franco. Pero si todos esos escritores tienen calles en
algún sitio, no es por esos lamparones, sino pese a ellos y porque
además lograron buenos versos o prosas o filosofías. Y algunos
rectificaron a tiempo y abjuraron de sus errores.
Si se hurga en lo personal, estamos perdidos. Quizá el mejor poeta
del siglo XX, T. S. Eliot, se portó dudosamente con su primera mujer,
Vivien. No digamos el detestado Ted Hughes con las dos suyas. Si alguien
los homenajea no elogia esos comportamientos, sino sus respectivas
grandes obras y el bien que con ellas han hecho. En mi viejo libro Vidas escritas
recorría brevemente las de veintitantos autores, entre ellos Faulkner,
Conan Doyle, Conrad y Stevenson, Emily Brontë, Mann, Joyce, Rimbaud,
Henry James, Lowry y Nabokov. La mayoría fueron calamitosos, algunos
desaprensivos, muchos egoístas y unos cuantos fatuos hasta decir basta.
¿Y qué? No se los honra por eso. Si uno observa al microscopio a los benefactores de la humanidad, como
Fleming, probablemente encontrará alguna mancha. Como la tienen, a buen
seguro, cuantos hoy, erigidos en arrogantes jueces de los difuntos, se
empeñan en “limpiar” sus callejeros y sus estatuas. Desde que tengo
memoria, no recuerdo una sociedad tan hipócrita y puritana como la
actual, ni tan sesgada. Más vale que recurra a los números para
distinguir las calles, o a la antigua usanza inofensiva: Cedaceros,
Curtidores, Milaneses, ya saben. Éstas, en Madrid, aún existen.Porque son o eran Artes y Oficios.