Unos albañiles hallaron los cuerpos de dos prostitutas en el sótano de un mesón.
Puerta del mesón, donde hoy funciona un taller de modistas.
Ricardo Gutiérrez
"Te doy cinco mil pesetas y te pago el taxi de vuelta". Fue lo único
que necesitó aquel hombre para convencer a Araceli Fernández Regadera de
que le acompañara hasta su bar. Araceli, una joven de veintipocos años,
llevaba media vida prostituyéndose en la calle de la Cruz, a dos pasos
de la Puerta del Sol madrileña. Aquella madrugada del 22 de diciembre de
1987, vísperas de Navidad, era fría y había pocos clientes. Ante el
señuelo de las cinco mil pesetas, no dudó en echar a andar tras aquel
hombre. Él era Santiago San José Pardo, de 31 años, bigotudo, ex legionario y con aspecto de ser un tipo hosco.
Santiago y Araceli se encaminaron a la calle de Luciente, una rúa
estrecha próxima al mercado de la Cebada. Entraron en un portal. Él
introdujo una llave en una puerta y accedieron al interior de un local
con una barra de bar y unas cuantas mesas y sillas. En el exterior,
sobre la puerta de entrada de dos hojas, había un rótulo con letras
góticas: Mesón del Lobo Feroz. Santiago había alquilado el inmueble -que
originariamente había sido un club de alterne y descorche- a un
subcomisario de policía amigo de su madre. Para caldear el encuentro, la pareja se echó al coleto un par de
pelotazos de ron con limón. Después, Araceli fue hacia la zona del
comedor y se quitó los pantalones, dispuesta a satisfacer el deseo
sexual del cliente. ¿A qué andar con remilgos si ella sabía a lo que
había ido a aquel lugar? -Aguarda un momento, que voy a coger una cosa. Araceli se sentó mientras Santiago iba hacia la barra del bar en
busca de esa cosa. En un abrir y cerrar de ojos, el tipo bigotudo de
cara ancha y mirada desafiante volvió sobre sus pasos empuñando un
cuchillo jamonero. Araceli, asustada, se levantó como un resorte y logró
agarrar el filo del arma evitando que le atravesara el pecho. ¡Puta! ¡No grites porque no te va oír nadie!, gruñó el enfurecido sujeto, que siguió lanzando cuchilladas a la prostituta. Sacando fuerzas de flaqueza, medio aturdida por la hemorragia de sus
manos y de su cara, la mujer dio un empujón que hizo caer al agresor,
momento en que ella echó a correr sin resuello hacia la puerta. El
atacante volvió a lanzarse contra Araceli, que logró desarmarle a costa
de llevarse otra cuchillada que le rajó la palma de la mano. Pese a eso,
el ex legionario le apretó el cuello tratando de estrangularla.
Santiago San José Pardo.
El griterío y la fiereza de la pelea alertaron a una vecina del
local, que telefoneó a la policía. Los agentes llegaron justo en el
momento en que Araceli estaba acorralada. Justo en el instante en que el
furibundo mesonero le proponía un trato: "Devuélveme las cinco mil
pesetas y te marchas... Y no digas nada a nadie". El ulular de sirenas quebró el silencio de la noche. Los bomberos
tuvieron que derribar la puerta porque Santiago se negaba a abrir.
Cuando al fin los policías le tuvieron cara a cara, le colocaron los
grilletes y se lo llevaron preso a la comisaría.
El juez que se ocupó del caso ordenó su ingreso en prisión, pero el
agresor no permaneció allí demasiado tiempo. Al salir libre, ya no
volvió al mesón, sino que trabajó de agente judicial interino en Mejorada del Campo (Madrid), después de portero de una finca y más tarde de delineante. Trece meses después de la agónica agresión sufrida por Araceli, unos
albañiles que reformaban el mesón del Lobo Feroz hicieron un macabro
descubrimiento: los cadáveres de dos mujeres, momificados y emparedados
en el sótano. Si Araceli no hubiera presentado la feroz resistencia que
presentó, es muy probable que sus huesos habrían acabado sepultados
junto a los de esas otras dos infelices.
Mari Luz Varela Alonso
Los restos estaban en tan mal estado que el juez determinó que fuesen
enviados a una eminencia de la antropología forense: el doctor José
Manuel Reverte Coma. Este, un apasionado del estudio de los huesos,
concluyó que ambas chicas habían sido asesinadas cuando estaban desnudas
solo de cintura para abajo y que las dos habían muerto atravesadas por
el filo de un jamonero de 25 centímetros. Y, además, trazó un perfil
psicológico del asesino: tenía que ser un hombre con complejo de Edipo,
con odio hacia su madre, alcohólico, sádico, impotente sexual y con
algún tipo de adiestramiento militar (a tenor de cómo manejaba el
cuchillo). Una de las dos emparedadas resultó ser Mari Luz Varela Alonso, una
prostituta de 22 años, madre dos hijos, a la que el ex legionario había
contratado el 22 de agosto de 1987 en la misma calle de la Cruz. Su
madre, Angelines, había presentado una denuncia por desaparición seis
días después. El cotejo de huellas dactilares permitió identificarla con
seguridad y rapidez. La segunda mujer emparedada era otra meretriz que también hacía la
calle en la misma zona de Madrid. Unas prostitutas la conocían por
Josefa. Otras por Teresa. A saber cuál era su nombre verdadero. Jamás ha
sido identificada. Lo único que aclaró la policía es que la víctima fue
asesinada el 12 de octubre de 1987 (dos meses después que Mari Luz y
dos meses antes de que Araceli estuviera a punto de engrosar el sórdido cementerio creado por Santiago San José en el sótano del mesón).
En marzo de 1989, la Brigada de Policía Judicial de Madrid detuvo a
Santiago San José como presunto autor del doble homicidio. Confesó los
crímenes y admitió que había emparedado a las víctimas usando arpillera y
yeso que había comprado en un almacén de la calle del Humilladero.
En enero de 1991, la Sección Sexta de la Audiencia de Madrid
sentenció al homicida a 72 años de prisión por el doble asesinato y la
salvaje agresión sufrida por Araceli Fernández. Los magistrados
respaldaron la opinión que había expresado el fiscal antes de concluir
el juicio: "Es verdad que es un psicópata y un bebedor, pero su
psicopatía no disminuye su responsabilidad penal".
A la vista de la severa sentencia -dura lex, sed lex- el
abogado del condenado, Manuel Boto Escamilla, presentó un recurso ante
el Tribunal Supremo basándose en que su cliente había actuado de forma
tan sanguinaria por tener las facultades mentales anuladas a causa del
alcoholismo. Pero unos meses después, este decidió asumir su culpa y
dejar las cosas como estaban. En aquellas fechas, Santiago estaba preso en Herrera de la Mancha
(Ciudad Real). Había decidido estudiar BUP y trabajar en la biblioteca
del penal, lo que le iba a permitir reducir buena parte de su condena. La efímera fama de Santiago se apagó con el fin del proceso judicial. Desde entonces, jamás volvió a saberse nada del asesino del Lobo Feroz. Ni siquiera mereció unas líneas en la prensa su puesta en libertad, en
el año 2004, tras haber extinguido su pena, según fuentes
penitenciarias. Los asesinatos del mesón del Lobo Feroz forman parte de
la historia negra de Madrid, igual que los crímenes del señorito
calavera José María Jarabo, que mató a dos hombres y dos mujeres en 1958
cerca del Retiro, o el crimen de la calle de Fuencarral acaecido en el
año 1888.
El local que antes fue el mesón del Lobo Feroz lo ocupa hoy un taller
de confección, vestuario, pasarela y alta costura, cuyas empleadas
ignoran -o hacen como que ignoran- que allí fueron asesinadas y
emparedas dos mujeres hace 22 años. ¿Y qué fue de Santiago San José? Es un hombre libre, que ha pagado su
culpa con la sociedad y que nunca más ha vuelto a delinquir. Después de
haber vivido hasta hace cinco años en una vieja casa que hoy es parte
del Museo del Vidrio y el Cristal de Málaga, actualmente reside en una
barriada obrera de esta ciudad. Pocos saben en qué se ocupa hoy quien hace dos décadas acaparó muchas
páginas de la prensa. Hace un par de años trabajó de vigilante de
seguridad en un establecimiento de electrónica del centro comercial Larios,
junto a la estación de ferrocarril malagueña. Dicen que hasta fue
felicitado por sus jefes tras haber sorprendido a un ladrón en el
comercio. Todo apunta, pues, a que está rehabilitado. El lobo se ha
convertido en cordero.
Programa especial de EL PAÍS en directo desde Cataluña
Los enfrentamientos y las cargas policiales poco después de abrir los colegios en el referéndumilegal de secesión de Cataluña convocado por los partidos independentistasestán marcando la primera mitad de este 1 de octubre.
La intervención policial porque los Mossos no habían cerrado los
colegios electorales ha provocado 337 heridos, según los últimos datos
de la Generalitat. Otros 11 agentes, nueve policías y dos guardias
civiles, han resultado lesionados, según Interior. En la Fiscalía han
anunciado que actuarán contra la policía catalana por comportarse como
"una policía politica". La Generalitat asegura que el 73% de los
colegios han logrado abrir, aunque fuentes policiales han incidido en
que ningún centro de votación tiene red y que los votos se están anotando en un papel. La Generalitat, que permite a los ciudadanos votar en cualquier centro,
sin sobre y con la papeleta impresa en casa, también ha lanzado una
página web para tratar de activar el voto telemático. Soraya Sáenz de Santamaría, vicepresidenta del Gobierno, asegura desde Moncloa que el Estado ha actuado con "firmeza y proporcionalidad".
PARECE LA HABITACIÓN de un joven desordenado, pero es una foto del
mundo. El mundo a veces se manifiesta con esta furia, dejándolo todo
manga por hombro. El problema es que no podemos encararnos a él, al
mundo, y gritarle:
—¡O arreglas esto ahora mismo o el domingo no sales! El mundo sale cuando quiere. A veces entra en nuestras vidas como un
elefante en una cacharrería y lo pone todo patas arriba. Nosotros
también somos mundo, pero vivimos como si no lo fuéramos o hubiéramos
logrado separarnos de él. De ahí que nos extrañe contemplar casas sin
techo, barcos desmantelados o palmeras domésticas rotas. Cuando las
palmeras se doblan por la fuerza del aire, con toda su cabellera verde
formando un grumo que parece un coágulo, dan la impresión de estar
espantadas. Pero las palmeras no se espantan. Les da lo mismo ocho que
ochenta. Nosotros sí, nosotros nos espantamos una y otra vez. La
historia de la humanidad es la historia del espanto. Nos espantamos sin
pausa por lo que hace el mundo y por lo que hacemos nosotros en
competición con él. Ahora mismo estamos empeñados en la producción de un
cambio climático que provoca huracanes cuya magnitud desconocíamos.
Detrás de este paisaje desordenado, como si se hubiera celebrado en él
una fiesta adolescente, hay millones de pérdidas materiales y
sentimentales, millones también de personas desplazadas, gimnasios y
escuelas repletos de familias sentadas sobre una colchoneta. El edificio de la derecha era un hotel, el Mercure, situado en la isla
de San Martín. Una belleza antes de que Irma se alojara en él.
Estoy harta de ver anuncios o reportajes en los medios que hablan de “mujeres auténticas que se aceptan a sí mismas como son”.
domingo 01 de octubre de 2017
EL OTRO DÍA caí por casualidad en uno de esos vídeos supuestamente
inspiradores que circulan por Internet. Era una entrevista con una mujer
anglosajona de unos 60 años. Sentada en un taburete, contaba cómo había
tenido un amante más joven que no quería salir a la calle con ella
porque no deseaba que lo vieran con alguien tan mayor. También hablaba de sus inseguridades físicas; de cómo algún otro imbécil
le había dicho que tenía unas piernas feas; de lo poco agraciada que se
había sentido toda su vida; de lo difícil que le había resultado
aceptarse y comprender que una persona real no puede ser perfecta. Mientras contaba todo esto, se iba desnudando: se quitaba los zapatos,
los leotardos, el traje. Al final se quedaba en ropa interior, un
sujetador y unas bragas sencillos color crema. Para terminar, se soltaba
el pelo: una melena blanca. También hablaba de eso, de asumir las
canas. Todo lo que decía resultaba conmovedor y ella era una persona
adorable que parecía sincera . Hasta aquí, todo bien. El problema, el peliagudo y ridículo problema, era que se trataba de una
mujer bellísima. Preciosa de cara, y con un cuerpo verdaderamente
sobrenatural para su edad. Sus piernas eran perfectas, dijera aquel
cretino lo que dijera. No tenía ni un gramo de grasa, ni el más ligero
rastro de celulitis. Su piel no parecía mostrar la inevitable fatiga de
vivir. Sus brazos no pendulaban por abajo, como pendulan de manera
natural todos los brazos cansados de soportar la fuerza de la gravedad
año tras año, sino que eran unos lindos, prietos y delgados brazos de
adolescente. Por no hablar de la sedosa, abundante melenaza a lo
princesa de Disney. Pues bien, los autores del vídeo nos mostraban a ese
espectacular bombón como ejemplo de que uno debe aceptarse y admitir
sus imperfecciones. Nos han fastidiado: así cualquiera . Qué fácil debe
de ser reconciliarse con una misma cuando una cumple todas las
exigencias tópicas de la belleza al uso.
Se trata de un burdo y tonto truco que se ha puesto de moda, porque se
ve que los publicistas han olfateado que reivindicar a la mujer de la
calle es algo que vende (es la mujer de la calle la que compra). Pero,
claro, les debe de parecer poco vistoso reflejar la realidad real. Estoy
harta de ver anuncios o reportajes en los medios que hablan de “mujeres
auténticas que se aceptan a sí mismas como son” o de las actrices Tal y
Cual que se atreven a “mostrar su aspecto natural” porque luego resulta
que todas son fantásticas, es decir, todas provienen del reino de la
fantasía, ya que no tienen nada que ver con las personas que conozco. Y
esta vuelta de tuerca en la exigencia física es aún más perversa que el
uso tradicional de las chicas macizas, porque aquí nos dicen que las
mujeres normales son así. Qué inmenso desconsuelo: ya nos habíamos
resignado, con acongojado y celulítico dolor, a no ser como las modelos
despampanantes; pero si ahora encima nos dicen que la normalidad es así,
mejor rebanarse el arrugado pescuezo y acabar con tanto sufrimiento. Y lo peor, lo más inquietante e incomprensible, es que el personal no se
da cuenta del engaño. En la página de la mujer que se desnuda había
multitud de comentarios entusiastas que celebraban su supuesto coraje al
admitir su físico y que la piropeaban resaltando lo guapa que era como
si se tratara de un atractivo heterodoxo, y nadie parecía advertir que
era un bellezón extraordinario que cumplía todas las reglas de la
tiranía estética. Me temo que estamos tan domesticados, tan sometidos al
yugo de los valores dominantes que ni siquiera somos capaces de
percibir las verdades más obvias, a saber, que por lo general las
mujeres reales lucen diversos grados de barrigas, barriguitas y
barrigotas; que las carnes se mueven, se ablandan, se ondulan; que los
pelos ralean; que las mejillas se caen. Que hay muchísimas chicas de 20
años que jamás tendrán un vientre tan liso como el de esa hermosa señora
de 60. Y la reflexión que más me angustia: si somos tan ciegos ante
algo visualmente tan obvio, si estamos tan uncidos a la dictadura de lo
convencional, ¿no seremos también unos cabestros en otros valores más
sutiles? Esclavos de las ideas dominantes sin saberlo.