El mundo a veces se manifiesta con esta furia, dejándolo todo manga por hombro. El problema es que no podemos encararnos a él, al mundo, y gritarle:
—¡O arreglas esto ahora mismo o el domingo no sales!
El mundo sale cuando quiere.
A veces entra en nuestras vidas como un elefante en una cacharrería y lo pone todo patas arriba.
Nosotros también somos mundo, pero vivimos como si no lo fuéramos o hubiéramos logrado separarnos de él.
De ahí que nos extrañe contemplar casas sin techo, barcos desmantelados o palmeras domésticas rotas.
Cuando las palmeras se doblan por la fuerza del aire, con toda su cabellera verde formando un grumo que parece un coágulo, dan la impresión de estar espantadas.
Pero las palmeras no se espantan.
Les da lo mismo ocho que ochenta. Nosotros sí, nosotros nos espantamos una y otra vez.
La historia de la humanidad es la historia del espanto.
Nos espantamos sin pausa por lo que hace el mundo y por lo que hacemos nosotros en competición con él.
Ahora mismo estamos empeñados en la producción de un cambio climático que provoca huracanes cuya magnitud desconocíamos. Detrás de este paisaje desordenado, como si se hubiera celebrado en él una fiesta adolescente, hay millones de pérdidas materiales y sentimentales, millones también de personas desplazadas, gimnasios y escuelas repletos de familias sentadas sobre una colchoneta.
El edificio de la derecha era un hotel, el Mercure, situado en la isla de San Martín.
Una belleza antes de que Irma se alojara en él.
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