No se hizo de noche, no llovió más sangre que la derramada, nadie dijo nada más allá de qué horror, qué pena.
Me enteré del atentado de Barcelona en la playa.
Nada exótico, malpensados: un enclave atestado de familias felices o desgraciadas, parejas comiéndose la boca o ignorándose en cuerpo y alma, y críos poniéndolo todo perdidito de arena.
A lo lejos, el vocero de la lonja pregonaba el género: “Salmonetes vivos, pescadito de bahía, morralla para caldero” mientras la peña pasaba de su cháchara abducida por sus cascos, sus móviles, sus próximos, sus vidas.
De esa guisa se hallaba una, despatarrada en la toalla refrescando Twitter por enésima vez en una hora, cuando me saltaron a la vez una alerta a los ojos y un exabrupto de la garganta.
Atropello en las Ramblas, varios muertos y subiendo, chillé al aire, como dando la exclusiva y pidiendo público yo sola.
Alrededor, no se hizo de noche, no llovió más sangre que la derramada, nadie dijo nada más allá de qué horror, qué pena, qué hijos de puta, y volvió a lo suyo
. Al sol, al mar, al prójimo dentro y fuera de sus pantallas.
Todos menos yo, que me tiré la tarde y la noche y los días que siguieron ensartada al móvil como el yonqui al pico, metiéndome en vena la última hora del asunto hasta que los míos me conminaron a quitarme de esa droga o retirarme la palabra.
Me costó un monazo, pero, reduciendo dosis y frecuencia, logré entender mejor lo que pasaba en el globo y, de paso, enterarme de lo que acontecía a un metro de mi cara.
Henos aquí de nuevo, remando cada uno en su galera.
La nuestra consiste en contar lo último al segundo, es el oficio. Pero, visto lo visto ante un apocalipsis de veras, convendría no olvidar que, salvo los muy adictos, nadie está tan pendiente de ello como para parar su vida
. Que, mientras matamos por dar un nanosegundo antes el último tecnicismo de la desconexión de marras, la gente está contando las horas para la salida del curro, los días para el finde, las semanas para el puente, los meses para Navidad.
Viviendo.