A la
Generalitat no le ha gustado que 'El Periódico de Catalunya' diera a
conocer que los Mossos recibieron de la CIA el aviso de que en La Rambla
podría haber un atentado.
El conseller de Interior de la Generalitat Joaquim Forn y del Mayor de los Mossos d'Esquadra Josep Lluís Trapero.Foto: Joan Sanchez. Vídeo: ATLAS
No gustan las noticias. Es un hecho. A veces, y esto es muy
peligroso, tampoco gustan las advertencias. Por eso no gusta el
periodismo: se desprecia, se menosprecia, se insulta. Para que calle. Lo
retuercen con el objeto de hacerlo increíble. Dicen que miente para
mentir ellos mejor. Pero el periodismo da noticias: esto pasó. También
advierte: esto pasó y también pasó esto otro, o pudo haber pasado. Y
pudo haber pasado por esto. Además, nos llegó por esta fuente y por esta
otra. Eso es lo que no gusta: que se haya investigado, que sea honesta
la verdad. A la Generalitat no le ha gustado que El Periódico de Catalunya diera a conocer un mensaje al que ha tenido acceso:
los Mossos recibieron de la CIA el aviso de que en La Rambla podría
haber un atentado en verano. Tampoco le gustó que de eso se hicieran eco
otros medios, entre otros éste. “Maniobra de desprestigio”. Si Franco levantara la cabeza.
Suele pasar. El mensajero es peor que el mensaje. El asunto era, en
palabras de las más altas dignidades de la Generalitat, que el mensaje
jamás existió. Pero el mensaje tocó dos veces y ahí está, palabra por
palabra, ese mensaje grave al que nadie hizo caso. Y cuando se publica
el documento se convierte en un arma de los enemigos del procés. Y desde el ejército en armas de la Generalitat se lanza contra el
diario de Enric Hernández y contra quienes osan prolongar su información
las hordas del desmentido. Traición. Periodistas que parecían proclives
se convierten en fachas de pronto, sólo porque dan crédito a la
información que contiene ese mensaje desoído. La confusión es total,
pero en medio el mensaje empieza a hacerse presente como una piedra que
quema. En ese incendio la Generalitat trata de salvar almas benditas, como
la del president, que antes de que se lo preguntaran ya había dicho que
ellos no habían recibido nunca advertencias en tal sentido . En el
periodo en que todas las culpas eran de la Policía Nacional y todas las
virtudes eran de los Mossos parecía que lo malo era de aquellos, lo
bueno era de éstos y lo inevitable era del destino. Y de pronto surge un
mensaje que parece de plomo candente, “una pesadez”, en términos
coloquiales. “Es mentira”, dicen hasta hartarse, “no hubo mensaje”. Vale, no hubo, pero aquí está. Y algo pasa que le da alas a los que
desvirtúan el mensaje: en Madrid hicieron caso omiso; está mal escrito,
no parece de la CIA. Vale. En Barcelona los Mossos tampoco se lo creen. Interesante historia, en todo caso:¿te avisan de que algo grave te puede
tocar en tu propia casa y tú no investigas qué pasa en el cuarto
principal, en el cuadro de los plomos, o donde está lo más delicado? ¿Te
nombran La Rambla en un mensaje de mayo, te dicen que la cosa puede
estallar en verano y tú no lo tomas en cuenta? No, claro que no: es que
el mensaje tenía cacofonías, faltas de ortografía, no tenía membrete. Un mensaje es un mensaje. Es cierto que el folklore de las redes
sociales ha desprestigiado la esencia del mensaje: la verosimilitud de
todo lo que se expele ahí es de muy baja intensidad. Se escucha y se
aplaude cuando te viene bien, porque viene de los tuyos; se desoye o se
excluye si viene de los enemigos. Se escucha sólo en una dirección. Y lo
mismo pasa con las noticias: son mensajes desatendidos si no nos vienen
bien para el convento . En este caso el convento recibió un mensaje que
no oyó; cuando se convierte en noticia, ese mensaje se trata como una
maniobra de desprestigio. Así seguiremos hasta la victoria final. Cuando
miren atrás los que ahora están felices de vivir entre buenas noticias
hallarán la respuesta viendo que las noticias son más tozudas que los
desmentidos. No hay disculpa, no se hizo caso ¿Por qué? no pasaba nada si en los lugares publicos se hubieran reforzado con medios para no poder pasar furgonetas....pues no...y si hicieron oídos sordos no me vengan con cuentos que no hace falta un ejercito catalán ¿Para defenderse de qué?. Inútiles, Colau dice que no sabía nada, peor, porque debería saberlo. Vale no? Parecen excusas de niños no fui yo que fue luisito pero no le hagan caso y tengan más cuidado, las víctimas algo tendrán que decir y reciibir indemnizaciones, y ahí les duele, el bolsillo. Puigdemont con ese flequillo barato no querrá dar nada....esto está cada vez más caldeado y están los pitidos al rey, dicen que no estaba organizado, no que va, organizadisimo....vale.
El
columnista Sami Naïr recuerda el accidente mortal de Lady Di, cuya
respuesta estuvo en sus manos como alto cargo del Ministerio del
Interior francés.
El coche Mercedes en el que murió Diana de Gales, tal y como quedó después del accidente el 31 de agosto de 1997.PIERRE BOUSSEL (AFP) / VÍDEO: REUTERS-QUALITY
“Le toqué la cara. Tenía una cara de ángel. Y pensé: El ángel de la muerte. Guapísima”, recuerda una de las últimas personas que vio viva a la princesa Diana. Ella acaba de llegar en condiciones críticas al hospital de la
Pitié-Salpêtrière, en París, en una ambulancia, después de sufrir un
accidente violentísimo en un túnel junto al Puente de Alma. Tenía 36
años. Él era un intelectual de 51 años temporalmente metido en política
y, aquella noche de verano, el más alto responsable del Ministerio del
Interior francés. El 31 de agosto de 1997 estaba de guardia cuando
recibió una llamada: se había producido un accidente y parecía que entre
las víctimas había una personalidad.
Sami Naïr calló durante años sobre aquella noche. Su cargo en aquella
época, como colaborador del ministro del Interior, Jean-Pierre
Chevènement, le imponía un deber de reserva sobre unas horas que han
dado pie a multitud de descabelladas teorías de la conspiración. No era
un episodio demasiado conocido en la trayectoria de este ensayista y
colaborador de EL PAÍS. Pero su nombre aparece en algunos de los relatos sobre las últimas horas de Lady Di,
un torbellino de nervios, alcohol y confusión que terminó con la
persecución por los paparazis del coche en que la princesa de Gales
viajaba junto a su amante, Dodi al Fayed, un guardaespaldas y el chófer,
que llevaba varias copas de más. Y él no ha olvidado aquellas horas, en
las que en sus espaldas cargó con la responsabilidad de la respuesta
del Estado francés a una crisis imprevista y cuyos efectos aún perduran. En 1981 Diana Spencer, hija de una vieja familia aristocrática
inglesa, se había casado con el príncipe Carlos, heredero de la Corona
británica. Ella tenía veinte años; él, 32. Fue un matrimonio infeliz
desde el principio, pero, como escribe su biógrafa, Tina Brown, en el
libro Las crónicas de Diana el y fueron felices y comieron perdices nunca será tan sugerente como el y todo salió mal. Ni para la prensa ni para el público en general. Porque la historia de la Princesa de Gales fue desde el primer minuto un reality show. Los protagonistas eran, de un lado, un estirado heredero y su
acartonado clan, incómodos con los medios de comunicación de masas y la
llamada cultura de las celebridades, y enclaustrados en unas tradiciones
y maneras arcaicas. Del otro, una mujer que aceleradamente aprendió a
manejarse con los medios, una mujer poco formada y que se consideraba
poco inteligente pero que desbordaba inteligencia emocional, capacidad
de empatía y conexión. La "reina de los corazones", o "la princesa del
pueblo", como la llamó el hábil primer ministro Tony Blair tras su
muerte. La boda esplendorosa, de cuento de hadas; la posterior degradación de
la relación; los trapos sucios aireados en público; la separación y el
divorcio... En la era anterior a Twitter, Instagram y las redes
sociales, los tabloides lo cubrieron minuto a minuto, día a día, durante
16 años, hasta la muerte trágica, la fría reacción de la Reina, el
duelo de millones de británicos y la canonización oficiosa de la
princesa. "Demostró que la familia real, como institución, estaba desconectada
de los tiempos", recuerda el político laborista Denis MacShane, y
entonces parlamentario adscrito al Foreign Office. "Hubo una expresión de dolor que nunca había visto en Inglaterra: no
somos un pueblo emocional", continúa MacShane. "Era algo que parecía
sacado de la Edad Media. Miles y miles de persones llorando. Recuerdo
que llamé por teléfono al secretario privado de la Reina, y le dije: Mira, si no baja [Isabel II se encontraba de vacaciones en el castillo de Balmoral, en Escocia] y si la bandera real no se pone a media asta, en una semana tendremos una república". Sami Naïr nunca había visto una foto de Diana cuando le avisaron de
que algo había ocurrido en un túnel junto al Sena y que la personalidad
implicada podría ser la Princesa de Gales. Nunca le había interesado los asuntos de la realeza. Despertó a
Philippe Masoni, el prefecto de la policía en París. Diez minutos
después, este volvió a llamarle con la información confirmada: “Se
trataba de Diana”. Naïr llamó al ministro, que no se encontraba en París. En aquel
momento Diana, todavía con vida, seguía atrapada en el Mercedes del
accidente. Había dos muertos: Dodi El Fayed, hijo del magnate egipcio
Mohammed El Fayed, y el chófer, Henri Paul. Diana y el guardaespaldas de
El Fayed, Trevor Rees-Jones, cuarto ocupante del coche, habían
sobrevivido. Naïr se desplazó al hospital. La ambulancia que llevaba a Diana
tardaría casi 45 minutos en llegar. Frente al hospital, la esperaban él y
Chevènement. La ambulancia llegó entre la 1.30 y la 1.45. Ambos, junto
al conductor de la ambulancia y un enfermero que viajaba dentro, la
sacaron.
“Tenía un rostro angelical”, recuerda Naïr por teléfono. “Muy pálida. Rubia”. Era cerca de las dos y muy pocas personas conocían el accidente. El
embajador británico, sir Michael Jay, que no hablaba una palabra de
francés, se había desplazado también al hospital. El primer ministro
francés, Lionel Jospin, fue informado más tarde. Una persona, el
presidente Jacques Chirac, estuvo en paradero desconocido durante
aquella noche y la mañana siguiente, una subtrama vodevilesca a la
tragedia de Lady Di. El equipo de Jospin intentó hablar con él varias
veces, sin éxito. "Nunca conseguimos contactar con el jefe de Estado",
escribe Aquilino Morelle, entonces asesor de Jospin, en su libro L'abdication. Algunas versiones apuntan a que pasaba la noche con una mujer fuera del Palacio del Elíseo. Mientras los médicos hacían lo posible para salvar la vida de la
Princesa, ellos esperaban en una habitación al lado. A las cuatro les
dijeron que había muerto. “El embajador empezó a llorar, llorar, llorar, como un niño”, dice
Sami Naïr. “Llamamos a Jospin y él nos pidió que avisásemos a la Reina”,
dice. Naïr se comunicó con el jefe de protocolo de la Reina. El primer
ministro británico, Tony Blair, ya estaba informado. También el
presidente de EE UU, Bill Clinton, que incluso antes de la muerte de
Diana llamó a Jospin. Era las 4.30 de la mañana. No tardó en llegar el padre de Dodi El
Fayed, directo desde el aeropuerto de Le Bourget. Naïr fue el encargado
de recibirle. “Vi un hombre muy alto, pálido, pero con un porte, una
nobleza, extraordinario. Él decía: Es el destino, Dios ha querido esto.
Pidió visitarla. El ministro aceptó. Fue a verla. Puso la mano sobre su frente”.
Naïr preparó con Chevènement la declaración a la prensa —que todavía
conserva, como otros documentos de aquella noche— y siguió en el
hospital hasta la llegada del príncipe Carlos, exmarido de Diana. La muerte de Diana había dejado de ser un asunto francés. Ya era
británico, global. En las horas siguientes comenzaría las muestras de
dolor en Reino Unido, una semana catártica que probablemente transformó
la monarquía británica para siempre.
"La muerte de Diana fue un señal de alerta para la monarquía: debían
estar más cerca del pueblo", dice MacShane.
"Formaba parte de un cambio
extraordinario en Reino Unido, que probablemente empezó con la llegada
al poder de Margaret Thatcher, con los años ochenta.
La Reino Unido de
Dunquerque, del Imperio, de Winston Churchill, de los comportamientos
convencionales, donde se enviaba a los gais a prisión, esta Reino Unido
murió muy rápido. Londres se convirtió en una ciudad más internacional,
más moderna, más alegre y más gay.
Pasamos de la Reino Unido industrial a
financiera, con enormes diferencias entre ricos y pobres, un país
comprometido con la construcción europea, y con un primer ministro
laborista joven [Tony Blair] que casi incorporó el mito de Diana en su
propia idea del país".
Diana, y su muerte, captaron el espíritu de los
tiempos, cuyo reverso, según esta lectura, es el Reino Unido ensimismado
del Brexit Sami Naïr, que unas horas antes prácticamente ni sabía quién era
Diana, entendió las dimensones de lo que acababa de vivir.
"Inmediatamente me di cuenta del alcance de lo ocurrido. Mi primera
reacción fue callarme: evitar a los periodistas. Me propusieron después
mucho dinero para hablar, los americanos sobre todo, pero nunca lo
acepté", dice. "Un día", sonríe, "escribiré un libro titulado Mi noche con Lady Di". Consulta el especial: 20 años sin Diana
El domingo 31 de agosto de 1997 era un día como otro cualquiera de un
fin de semana de verano en la redacción de EL PAÍS. La principal noticia
internacional eran las incesantes matanzas islamistas en Argelia, que
habían puesto en jaque al Gobierno de ese país. De España, lo más
destacado era que José María Aznar, que llevaba gobernando un año, tenía
intención de reinstaurar el servicio militar obligatorio si el Ejército
no lograba suficientes soldados voluntarios. Y el suplemento Domingo
recogía un amplio reportaje elaborado desde Melilla sobre la vida de los
menores marroquíes que eran obligados a mendigar por redes de trata.
Pasada la una de la madrugada, cuando el diario ya se estaba
imprimiendo, llegaron a la redacción de EL PAÍS los primeros teletipos: Diana de Gales y su pareja, Dodi al Fayed, habían sufrido un aparatoso accidente
a las 00.23 de la madrugada del 31 en el túnel Place de l’Alma de
París, en la margen derecha del Sena. De los cuatro ocupantes del coche
sólo sobreviviría el guardaespaldas Trevor Rees-Jones, que viajaba de
copiloto en la parte delantera del Mercedes S280. Este se estrelló a
unos 105 kilómetros por hora contra el decimotercer pilar del túnel,
perseguido momentos antes por un enjambre de paparazzi a los que su hijo
Guillermo llamó posteriormente “jauría de perros”. La autopsia reveló
semanas después que el conductor, Henri Paul, tenía elevados índices de
alcohol en sangre.
Trasladada al hospital, Diana falleció a las 04.05 de la madrugada. El periódico se había cerrado a medianoche y ya estaban distribuyéndose
en camiones las copias que se vendían fuera de Madrid. Aunque entre
semana EL PAÍS vendía de media unos 413.000 ejemplares, en los domingos
esa cifra era de más del doble: 1.005.272 ejemplares, según la OJD. Entonces no había más de 200.000 ordenadores conectados a la Red en
España. EL PAÍS había lanzado una versión electrónica el 4 de mayo de
1996, de acceso libre, pero que no se actualizaba al minuto. La única
forma de saber sobre la muerte de Diana de Gales era a través de la
radio, la televisión o un periódico.
Al día siguiente, una buena parte de España se enteró de la muerte de Diana de Gales
por la portada de EL PAÍS, que se agotó en numerosos quioscos. La
noticia provocó una gran conmoción en una época de auge de las revistas
del corazón. Las cadenas de noticias habían comenzado a emitir en ciclos
continuos y de hecho Radiotelevisión Española lanzó días después de la
muerte de Diana 24 Horas, su propia emisora en ese mismo formato. El primer día, el mismo domingo 31 de agosto, el diario le dedicó a
la noticia la portada completa, con un titular a cinco columnas: "Diana
de Gales y su novio mueren en un accidente de tráfico en París". Dentro,
ocupaba las tres primeras páginas de la sección de Internacional. Al
día siguiente se publicaron 13 páginas, algo que en aquella época marcó
un récord: era hasta la fecha el mayor espacio dedicado a un solo
personaje en los 21 años de historia de EL PAÍS.
Hoy, EL PAÍS publica, 20 años después, el relato de los últimos
minutos de la vida de Diana por Sami Naïr, colaborador del ministro del
Interior, Jean-Pierre Chevènement. Aquella noche de verano era el más
alto responsable del Ministerio del Interior francés. El 31 de agosto de
1997 estaba de guardia cuando recibió una llamada: se había producido
un accidente y parecía que entre las víctimas había una personalidad
"Diana muere en accidente de tráfico" 31.08.97
Final de una princesa triste
"Diana muere en accidente de tráfico" 31.08.97 Por José Luis Barbería
Final de una princesa triste Por Juan Carlos Gumucio
Diana, la caja de los truenos La subversión subversivamente correcta
"Diana muere en accidente de tráfico" 31.08.97 Por José Luis Barbería
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Diana, la caja de los truenos Por Mario Vargas Llosa
La subversión subversivamente correcta Por Manuel Vázquez Montalbán
La princesa que quería vivir
"Diana muere en accidente de tráfico" 31.08.97 Por José Luis Barbería
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La subversión subversivamente correcta Por Manuel Vázquez Montalbán
La princesa que quería vivir Por Guillermo Cabrera Infante
El domingo 31 de agosto de 1997 era un día como otro cualquiera de un
fin de semana de verano en la redacción de EL PAÍS. La principal
noticia internacional eran las incesantes matanzas islamistas en
Argelia, que habían puesto en jaque al Gobierno de ese país. De España,
lo más destacado era que José María Aznar, que llevaba gobernando un
año, tenía intención de reinstaurar el servicio militar obligatorio si
el Ejército no lograba suficientes soldados voluntarios. Y el suplemento
Domingo recogía un amplio reportaje elaborado desde Melilla sobre la
vida de los menores marroquíes que eran obligados a mendigar por redes
de trata.
Pasada la una de la madrugada, cuando el diario ya se estaba
imprimiendo, llegaron a la redacción de EL PAÍS los primeros teletipos: Diana de Gales y su pareja, Dodi al Fayed, habían sufrido un aparatoso accidente
a las 00.23 de la madrugada del 31 en el túnel Place de l’Alma de
París, en la margen derecha del Sena. De los cuatro ocupantes del coche
sólo sobreviviría el guardaespaldas Trevor Rees-Jones, que viajaba de
copiloto en la parte delantera del Mercedes S280. Este se estrelló a
unos 105 kilómetros por hora contra el decimotercer pilar del túnel,
perseguido momentos antes por un enjambre de paparazzi a los que su hijo
Guillermo llamó posteriormente “jauría de perros”. La autopsia reveló
semanas después que el conductor, Henri Paul, tenía elevados índices de
alcohol en sangre.
Trasladada al hospital, Diana falleció a las 04.05 de la madrugada.
El periódico se había cerrado a medianoche y ya estaban distribuyéndose
en camiones las copias que se vendían fuera de Madrid. Aunque entre
semana EL PAÍS vendía de media unos 413.000 ejemplares, en los domingos
esa cifra era de más del doble: 1.005.272 ejemplares, según la OJD.
Entonces no había más de 200.000 ordenadores conectados a la Red en
España. EL PAÍS había lanzado una versión electrónica el 4 de mayo de
1996, de acceso libre, pero que no se actualizaba al minuto. La única
forma de saber sobre la muerte de Diana de Gales era a través de la
radio, la televisión o un periódico.
Al día siguiente, una buena parte de España se enteró de la muerte de Diana de Gales
por la portada de EL PAÍS, que se agotó en numerosos quioscos. La
noticia provocó una gran conmoción en una época de auge de las revistas
del corazón. Las cadenas de noticias habían comenzado a emitir en ciclos
continuos y de hecho Radiotelevisión Española lanzó días después de la
muerte de Diana 24 Horas, su propia emisora en ese mismo formato.
El primer día, el mismo domingo 31 de agosto, el diario le dedicó a
la noticia la portada completa, con un titular a cinco columnas: "Diana
de Gales y su novio mueren en un accidente de tráfico en París". Dentro,
ocupaba las tres primeras páginas de la sección de Internacional. Al
día siguiente se publicaron 13 páginas, algo que en aquella época marcó
un récord: era hasta la fecha el mayor espacio dedicado a un solo
personaje en los 21 años de historia de EL PAÍS.
Hoy, EL PAÍS publica, 20 años después, el relato de los últimos
minutos de la vida de Diana por Sami Naïr, colaborador del ministro del
Interior, Jean-Pierre Chevènement. Aquella noche de verano era el más
alto responsable del Ministerio del Interior francés. El 31 de agosto de
1997 estaba de guardia cuando recibió una llamada: se había producido
un accidente y parecía que entre las víctimas había una personalidad. Puedes leer su narración aquí.
"Diana muere en accidente de tráfico" 31.08.97 Por José Luis Barbería
Final de una princesa triste Por Juan Carlos Gumucio
Diana, la caja de los truenos Por Mario Vargas Llosa
La subversión subversivamente correcta Por Manuel Vázquez Montalbán
La princesa que quería vivir Por Guillermo Cabrera Infante