Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

17 ago 2017

El fecundo abrazo entre el deporte y la literatura.......... Carlos Arribas

Las editoriales españolas se adentran con pasión en el terreno de juego y las biografías de los ganadores.

En el centro de la imagen, el director de cine y escritor Pier Paolo Pasolini, en 1971, jugando al fútbol con amigos a las afueras de Roma.rn
En el centro de la imagen, el director de cine y escritor Pier Paolo Pasolini, en 1971, jugando al fútbol con amigos a las afueras de Roma. VITTORIANO RASTELI (GETTY)

En el principio fue la palabra.
 La palabra escrita. 
Antes que con la voz, con la radio, con la imagen televisiva, el deporte se contaba con palabras que despertaban la imaginación y el deseo de quien no podía verlo allí donde se competía.
 Los enviados especiales de los periódicos, sus escritores más talentosos y de imaginación más libre, contaban la acción reinventándola de acuerdo solo con su mirada soberana. 
Ellos tomaron prestada de Homero la épica para convertirla en un elemento inherente a la narración deportiva. 
Y la gozaron sus lectores que al día siguiente y hasta meses y años después la recreaban en su interior, y se seguían emocionando.
Tan difícil en España es ver a un deportista leyendo un libro como a un escritor creyendo que el deporte puede ser materia de literatura. Alérgicos, casi repeliéndose unos a otros, la literatura y el deporte han crecido en mundos paralelos. 
El deporte como espectáculo (y sus protagonistas) se ven como el terreno de las bajas pasiones, de los sentimientos más simples, casi obscenos, de las masas; la literatura, y todas las bellas artes, encarnan, sin embargo, el reino de lo refinado, el entendimiento, el placer de la razón, la metáfora y la imaginación.
En España, un ministro del dictador Franco proclamó “más deporte y menos latín”, y los deportistas desconfiaron de las gentes de la cultura y los miopes se quitaban las gafas no fuera que los confundieran; los de las letras escondían el Marca, por si acaso.
 En Europa, todo era diferente, y mejor. También en esto. Allí, atravesando los Pirineos, el deporte y la cultura crecieron entrelazados, inimaginables el uno sin el otro.
Y los aficionados españoles al deporte más allá de la capa superficial y deseosos de conocer sus historias, las vidas de sus ídolos, la cultura de la que surgieron, sus tradiciones, sus raíces, la metáfora de la vida humana reflejada en un corredor de fondo, siempre solo, debían buscar en sus viajes al extranjero alimento para su espíritu hambriento, siempre que supieran leer en otros idiomas, francés, inglés o italiano.
 Hasta hace nada, la literatura deportiva sobrevivía en las catacumbas.
Los libros hacen hueco para la vida de futbolistas, ciclistas y atletas
Pero ya va para cinco o seis años que, también en este campo, los complejos han volado en España, donde ahora se avanza a grandes pasos para recuperar el terreno perdido. 
No hay que buscar en el extranjero lo que ya en casa se produce abundante y bueno, o se traduce.
 Han nacido editoriales que no desprecian la llamada literatura deportiva, dos palabras que juntas ya no conforman un oxímoron, y algunas, incluso piensan solo en ella y en sus autores.
I nevitablemente, dos deportes acaparan el grueso y lo mejor de la producción: el fútbol y el ciclismo, seguidos del atletismo.
 El balón de reglamento es el deporte de masas, de los grandes ídolos, de los equipos que igual venden millones de camisetas que recuentos de Ligas ganadas o vidas ilustradas y andanzas de sus primeras figuras.
 El ciclismo es el deporte de los grandes paisajes, de los personajes únicos, enfrentados solos a la desmesura del esfuerzo y sus montañas. 
Y todos apelan al ser infantil que aún hay dentro de cada uno de los lectores y aficionados, a su niñez, a la pérdida de la inocencia y su tristeza.
La editorial Libros del KO abrió la veta y marcó la tendencia hace unos años con Plomo en los bolsillos, de Ander Izagirre, que aún se reedita y se vende, una colección de pequeñas historias y grandes vidas de los ciclistas del Tour de Francia, la gran fuente de inspiración. 
La misma editorial madrileña también entró a saco en el fútbol con pequeñas obras, casi panfletos, en las que escritores varios cantan sin miedo y con pasión las glorias de sus equipos amados, que es, en realidad, la única forma de escribir de fútbol con sinceridad. Siempre partiendo de la memoria que nos engaña.

Las crónicas de ciclismo las inventó Dino Buzzati (1906-1972), el autor italiano de El desierto de los tártaros, que cubrió el Giro de 1949, el del gran duelo entre Fausto Coppi y Gino Bartali, para Il Corriere della Sera. 
La editorial Gallo Nero lo publicó en español (El Giro de Italia) y quien lo lea y disfrute comprobará cómo todo lo que lea después de otros que cuenten el Giro o el Tour ya estaba ahí.
 A Buzzati se le imita aunque no se le haya leído. 
Cada historia de cada etapa es una pequeña vida íntima de un ciclista en un paisaje de posguerra, pobreza, recuerdo y esperanza, y también el protagonista de una hazaña de proporciones épicas.
Y ahí está todo el ciclismo. 
Y en la figura del Jacques Anquetil de La soledad de Anquetil, de Paul Fournel (Editorial Contra), que no es una biografía sino una recreación casi poética, casi dolorosa, del recuerdo infantil del autor sobre el primer ciclista que ganó cinco Tours.
 Sus contradicciones, su ansia de libertad, su desprecio de los prejuicios, sus relaciones con la gente que marca su vida diaria, sirven también para entender la Francia de los años sesenta, la del crecimiento económico, el general De Gaulle, la nouvelle vague, Godard y Truffaut y el Concorde, que reventará en el Mayo del 68.


Unos años antes, Anagrama publicó Correr, una novela con Emil Zatopek de protagonista, la gran gloria checoslovaca de la carrera de fondo.
 Es la metáfora del hombre, un atleta asceta, solo armado de sus piernas y un corazón que late más y le lleva más lejos que a nadie, contra el sistema que oprime, cualquier sistema, cualquier orden.
Pier Paolo Pasolini le dio al balón como si fuera un profesional
El corredor Emil Zatopek. 
El corredor Emil Zatopek. GETTY
En Tarragona, Cultura Ciclista edita libros apasionados de periodistas españoles y traduce biografías (Coppi, Pantani), autobiografías (Fignon, Guimard) y grandes clásicos, como Mañana salimos, de Jean Bobet, el hermano ciclista y profesor (y decían que era intelectual porque corría con gafas) del gran Lousion Bobet, el corredor bretón que ganó tres Tours en los primeros años cincuenta.
Si se escribe como se lee e imitando a Buzzati aun no sabiéndolo, dentro de nada se escribirá de ciclismo como escribe Tim Krabbé, el autor de El ciclista (Los Libros del Lince), de quien Libros de Ruta ha publicado La etapa decimocuarta. Krabbé es holandés, jugador de ajedrez, escritor y ciclista aficionado.
 Cuenta sus pequeñas carreras, critériums en Holanda, donde siempre llueve, hace viento y se acaba al sprint, o pruebas por etapas en la Ardèche francesa o en Las Cevenas, y su Tour del Mont Aigoual.
 Son pequeñas montañas, sin la absoluta grandeur de los Pirineos o los Alpes, con precipicios que quitan el hipo, y la narración huye de la épica y de los adjetivos, con una sencillez que acaba transformándose en profundidad y belleza. 
Representante ineludible si se trata de entrelazar intelectualidad y deporte fue el italiano Pier Paolo Pasolini (1922-1975), que organizó un torneo de fútbol con equipos de periodistas, escritores y futbolistas, entre ellos Fabio Capello, el que fue entrenador del Madrid, que era su amigo.
 Del autor italiano asesinado quedó esta frase: “Los deportistas están poco cultivados, y los hombres cultivados son poco deportistas. Yo soy una excepción”. 
Pero no la única, también lo fue el Nobel Albert Camus (1913-1960), que lucía saleroso su gorrilla de portero de fútbol, una afición frustrada porque su abuela estaba harta de zapatos rotos. “Lo que finalmente sé con mayor certeza respecto a la moral y a las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”, dejó dicho.

El subgénero negro y el ciclismo

En el ciclismo, la realidad acaba siendo siempre más increíble que la ficción.
 Los escritores de novelas policiacas (Eugenio Fuentes, en Contrarreloj, Tusquets; el mexicano Jorge Zepeda, en Maillot Negro, título provisional de la novela que publicará próximamente Planeta) usan el pelotón y el Tour de Francia y su vida interior, sus leyes poco conocidas, como trama para sus asesinatos y las investigaciones de sus detectives.
 Y cuando se documentan y hablan con ciclistas, mecánicos o directores, se dan cuenta de que su imaginación se queda corta ante lo que descubren que el pelotón esconde.
 Y no se trata solo del dopaje, cuyo relato podría constituir un subgénero dentro del subgénero policiaco. 
El relato del ascenso y caída de Lance Armstrong, por ejemplo, ha generado decenas de libros en todo el mundo. 
El último, La mentira Armstrong, de la periodista del New York Times Juliet Macur, lo ha publicado Libros de Ruta.
 Su revelación, sin embargo, palidece al lado de los clásicos, habitualmente autobiografías de los años oscuros, como el Pedaleando en la oscuridad, de David Millar (Editorial Contra) o el Ganar a cualquier precio, de Tyler Hamilton (Plantea).
 Y quienes quieran una investigación seria y sesuda sobre todas las implicaciones de la historia que acabó con el danés Michael Rasmussen, que debería haber ganado el primer Tour de Contador, deben leer El chivo expiatorio, de Verner Møller (Cultura Ciclista).

 

La increíble historia de la inquilina morosa a la que hubo que pagarle hasta la luz y el agua

Mercedes Coghen: “Había gente muy empastillada”................ Iñigo Domínguez

Mercedes Coghen, absuelta en el 'caso Nóos', cuenta sus vivencias tras haber sido acusada de favorecer a la entidad de Iñaki Urdangarin y su socio, Diego Torres.

Mercedes Coghen, frente al estadio Wanda Metropolitano, en Madrid.
Mercedes Coghen, frente al estadio Wanda Metropolitano, en Madrid.
El día que declaró ante el juez por primera vez por el caso Nóos, a Mercedes Coghen (Madrid, 1962) le dijo para animarla una niña, amiga de su hija: "No te preocupes, que ya sabemos que no eres una choriza". 
 Le hizo gracia, pero ha sido de lo poco gracioso que le ha pasado en cuatro años. 
Estaba acusada de haber favorecido a la entidad de Iñaki Urdangarin y Diego Torres desde su cargo de consejera delegada de la candidatura olímpica de Madrid 2016.
 Le pedían nueve años de cárcel, al final cinco, y la sentencia de febrero la absolvió.
 Pero no respiró hasta julio, cuando el fiscal no recurrió su caso al Supremo.
 Aún le afecta hablar de ello, su relato es un profundo desahogo: "He tenido suerte de contar con un grandísimo apoyo familiar, de mis amigos.
 El deporte me ha servido para no venirme abajo. Han sido años difíciles.
 Las noches han sido lo peor. A las cuatro de la madrugada me despertaba y me ponía a pensar".

 

Lo más duro fue la muerte de Miguel de la Villa, director de la fundación, que estuvo imputado con ella al principio.
 "Miguel fumaba mucho, lo dejó y cuando empezó todo volvió a fumar, y aunque era muy optimista, era el que me animaba; al poco de que le absolvieran tuvo un ataque al corazón.
 A él se lo ha llevado por delante este proceso. Se lleva por delante mucha parte de ti mismo... 
Yo siempre he sido una persona que creía mucho en la gente y me he vuelto más desconfiada, y me da pena porque soy una persona muy abierta".
Le asombró el mundillo de los tribunales.
 Decían que lo importante era no llegar a Palma, porque de allí no salía nadie vivo.
 Que solo se podía pactar. Las dos veces que prestó declaración en Plaza de Castilla fueron "alucinantes": 
"Allí la gente daba gritos, había un tono maleducado, no te dejaban contestar.
 Mi historia importaba poco, era una pieza para saber de otros que interesaban más.
 No me dejaban explicarme y yo pensaba: ¿cómo voy a salir de aquí? Vaya desamparo puede llegar a tener la gente aquí".
Y llegó a Palma.
 Tiene una extraña sensación sobre el grupo que formó cuatro meses con el resto de los acusados, horas allí sentada. 
"Como si te raptan en un país desconocido y estás con más gente. Compartes cosas".
 En el juicio era de las pocas que sonreían. Aplacaba la tensión haciendo dibujos, los tiene guardados. 
"Fue muy duro. Había gente muy empastillada para soportarlo, gente con niños pequeños, gente que ha perdido el trabajo, amigos que habían dejado de serlo".
 Recuerda jornadas que se hacían eternas. Estaba sentada delante de la Infanta. "La conocía, no me costó hablar con ella. Yo llevaba caramelos, conversaba con todos, intentaba que no fuera por mí que esos momentos fueran más tensos. 
Ella tenía muchísima más tensión añadida. Todos miraban sus gestos, no poder ni parpadear para que no hablen de ti... Saber que estás en televisión todo el rato y valoran si te has puesto una sandalia o no.
 Sufría mucho por sus hijos".
El ansia de Coghen crecía a medida que se acercaba el turno de declarar.
 Ese día tenía fiebre. El avión se estropeó y casi no llega. 
Cuenta que siempre tuvo la conciencia tranquila, pero no podía evitar pensar en la cárcel.
 "Hacía el esfuerzo mental para hacerme a la idea y que no me pillara por sorpresa.
 Pensaba lo que haría allí, organizar partidos, mejorar mi alemán". Lo que más le dolía era pensar en cómo lo pasarían sus hijas.
 Estos años lo han llevado bien, se lo iban explicando poco a poco.
 Ahora, cuando ve noticias de escándalos, no se lo cree: "De lo que lees, de los titulares, a la realidad hay una distancia infinita. Ya relativizo mucho". 
Cree que el caso Nóos ha estado "totalmente sobredimensionado" por los nombres que tenía dentro. 
"Yo he sido una pieza muy chiquita en un puzle, pero ojalá llegue un mensaje: al final la justicia me ha dado la razón, pero me la podrían haber dado antes si alguien me hubiera escuchado; la presunción de inocencia parece que no existe en esta etapa que estamos viviendo, la gente debe tener la capacidad y la paciencia de no juzgar por lo que le dicen; y los que tienen la responsabilidad de decirlo deben reflexionar sobre cómo lo cuentan".
 Este es el primer verano en cuatro años que no se despertará cada noche a las cuatro de la madrugada. 
"A ver si luego veo el horizonte como lo veía antes".

15 ago 2017

Dígame su nombre y le diré cómo le va a ir en la vida

Cómo nos llamamos configura nuestra personalidad y condiciona cómo nos ve el resto.

 

nombres personalidad
Que suene bien, que nos traiga recuerdos de un viaje, que coincida con la onomástica del día, que rinda homenaje a un antepasado... Muchos son los factores que se tienen o se han tenido en cuenta históricamente a la hora de elegir un nombre para un hijo, una decisión a la que damos mil vueltas: el apelativo le acompañará toda la vida.
 Más aún, puede que incluso contribuya a configurar su forma de ser.


La personalidad de una niña que nazca hoy, aseguran los psicólogos, se forjará de forma distinta dependiendo de si se llama Lucía (el más común en esta década, según el INE), Nicolasa (con un aire pasado de moda) o Shakira (exótico, fuera del santoral e infrecuente: solo 57 registros desde 2010).
 Lo mismo que si a un niño le ponemos Daniel, Salustiano o Dylan. Como mínimo, todos somos un poco conscientes de que la percepción que susciten, o al menos la primera impresión, cambiará.
El asunto inspiró incluso una película, la comedia francesa El nombre (2012): durante una cena, uno de los invitados anuncia a sus familiares y amigos que el bebé que espera se llamará Adolphe. 
Los comensales desaprueban enérgicamente que vaya a llevar el nombre de Hitler. “Mira —grita su cuñado, agitando la ecografía—, ¡ya levanta el brazo, hace el saludo nazi!”.
 A lo que el futuro padre responde: “No creerás que Adolphe se convertirá en Adolf porque se llame Adolphe…”.
Los 1.776 niños nacidos en esta década inscritos como Kevin tampoco se convertirán automáticamente en actores de éxito. 
Pero el nombre será uno de los muchos factores que ayuden a moldear su carácter.
 “Claro que puede afectar a la personalidad”, dice el psicólogo Sergio García Soriano, portavoz del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid.
 “Los nombres son la piel de las cosas.
 Es con lo primero que nos encontramos.
 En la relación social, el nombre envuelve a quien lo posee, y dependiendo del tipo de nombre que tenga va a generar una serie de expectativas y albergar determinadas connotaciones que van a definir parte de lo que los demás esperan de esa persona”.
 Junto con nuestra apariencia física y nuestros modales, el nombre es nuestra tarjeta de visita. 
“Si la apariencia es el escaparate, el nombre podría ser el precio del producto, que te está dirigiendo hacia un lugar u otro”, añade este experto.

Unos sugieren éxito académico y otros, delincuencia

Según diferentes estudios, los nombres sencillos influyen más positivamente en la personalidad. Allá por 1954, y tras comparar los perfiles psicológicos de 104 chicos con nombres convencionales y otros 104 con nombres peculiares, los psicólogos Albert Ellis y Robert M. Beechley concluyeron que en estos últimos había una “significativa mayor tendencia” a padecer una “severa perturbación emocional” que en aquellos con nombres corrientes.
Seis años antes, en 1948, dos investigadores de la Universidad de Harvard (EE UU) hallaron que los varones con nombres inusuales o excéntricos eran más propensos a mostrar rasgos neuróticos que aquellos con nombres comunes
. Ese mismo año, los psicólogos Houston y Sumner, de la Universidad de Howard (EE UU), llegaron a la misma conclusión en su análisis con mujeres. En 1977, la psicóloga Susan D. Nelson encontró que existen estereotipos en cuanto a nombres que sugieren éxito académico o todo lo contrario.
 Dichos estereotipos son conocidos por los portadores de los nombres, lo que de algún modo podría condicionarles para cumplir lo que se espera de ellos, había sugerido en 1976 su colega S. Gray Garwood.
Estudios más recientes, publicados entre 2008 y 2011, también dicen “sí” a los nombres comunes y ponen pegas a los raros.
 Los individuos que tienen nombres familiares y fáciles de pronunciar causan mejor impresión, alcanzan puestos más altos en las empresas (esos Bill Gates, Steve Jobs…) y son contratados antes, aseguran tres investigaciones.
 Otra advierte de que los nombres excéntricos están asociados con la delincuencia juvenil.
“Con el nombre, a un niño puedes darle protagonismo o exclusión. Un nombre complicado genera poca integración”, justifica el psicólogo García Soriano, que explica así la mejor aceptación de los nombres comunes.
 “Permiten que uno no se tropiece con ellos, que los pueda pronunciar fácilmente.
 Por ejemplo, una abuela llamará más a menudo a un nieto con un nombre sencillo que a uno con un nombre que le cueste pronunciar, lo que hará que el primero tenga con ella un vínculo afectivo mayor".
 Lo mismo sucede en cualquier otro ámbito: cada vez que me trabo a la hora de pronunciar un nombre complicado se genera un conflicto, y, sin darme cuenta, lo relegaré”.

Las mujeres con nombres más masculinos son más exitosas

Para José Elías Fernández, director del gabinete psicológico Centro Joselías, un nombre complicado “puede propiciar una personalidad conflictiva
. El niño va a estar siempre nervioso, intentando aclarar su nombre, y le va a generar continuamente conflictos”.
 En cambio, los nombres sencillos “te generan familiaridad. Si vas a contratar a alguien y se llama José, te resulta conocido y familiar y te da confianza; un nombre extraño, menos oído, te provoca cierta desconfianza a priori. 
Todos tenemos unos parámetros mentales según los cuales cuando algo se asemeja a lo que nos parece conocido, nos permite funcionar mejor; cuando algo nos parece diferente, nos ponemos en guardia”.
Los prejuicios que persisten en la sociedad, causantes de desigualdades, también repercuten en la impresión que causan los nombres.
 Eso podría explicar las conclusiones de varios estudios, que afirman que los niños varones con nombres que suenan femeninos tienen problemas de integración y sacan peores notas en el colegio, las niñas con nombres de sonoridad masculina (Leslie, Jan o Cameron) tienen una carrera más exitosa en el ámbito laboral y las personas con nombres que sugieren que sus portadores son de raza blanca tienen más probabilidades de ser contratadas.
Sobre la concordancia de nombre y sexo, el psicólogo Sergio García Soriano piensa que “tiene sentido, ya que en el desarrollo infantil estamos permanentemente reforzando que somos niños o niñas, y eso genera un conflicto y cierta reticencia a su alrededor”. Por otra parte, nos recuerda que “a lo largo de la historia, muchas escritoras tuvieron que ponerse seudónimos masculinos para poder publicar.
 Eso ayudaba a que su trabajo tuviese una difusión mayor”.

Los nombres resonantes aportan energía

Si un nombre complicado puede determinar una personalidad complicada, ¿un nombre resonante (Ramón, Iván, Valeria) derivará en un carácter fuerte? “Se podría dar”, opina García Soriano. “La etimología de nuestro nombre nos impregna de ciertas características.
 El sonido presta alguna característica a la personalidad de quien lo tiene”. José Elías Fernández es de la misma opinión: “La sonoridad del nombre, su rotundidad, conlleva una vibración que aporta una energía que acompaña toda la vida”.
Los personajes populares han sido siempre fuente de inspiración para padres mitómanos o indecisos: en los 70, Noelia pasó de estar en el puesto 2.238 del ranking de nombres a entrar en el top 50, sin duda gracias a la canción de Nino Bravo de 1972; la irrupción de Shakira en la presente década y mucho más rotundamente la de Iker —nada menos que en el puesto 16 esta década— obedece claramente a la admiración de los progenitores por estrellas de la música o el deporte.
 José Elías Fernández alerta de las posibles consecuencias: “Si tu padre te pone Rafael por Nadal y no sabes ni coger una raqueta, eso puede provocar que te sientas fracasado, porque no consigues estar a la altura de lo que esperaba tu padre”.

Los anticuados pueden marcar la adolescencia

Frente a los nombres convencionales y los inusuales están aquellos que un día fueron corrientes pero ya no lo son.
 Nos referimos a aquellos que traen reminiscencias de tiempos pretéritos (como Santiaga o Fructuoso). 
Este tipo de nombres, dicen los expertos, en el mundo moderno, pueden acentuar la timidez de la persona.
 Automáticamente ponen el foco en su portador, aunque él o ella no lo deseen.
 En la adolescencia, cuando los chicos y chicas presumen de estar a la última —en música, en tecnología...—, un nombre de estas características les deja fuera de onda, aunque solo sea en un primer momento.
“Va a generar una suerte de prejuicios a su alrededor”, indica García Soriano. 
“El oyente le atribuye connotaciones que no le corresponden”. Si el niño lleva mal ese nombre antiguo, y es muy sensible, “es la gota que colma el vaso
. Llama la atención frente a los demás, tiñe las relaciones personales de burla y eso es negativo si la persona que porta el nombre no tiene las habilidades personales para revertir eso.
 Va a generar que tenga que relacionarse negativamente con su nombre”, añade este psicólogo.
 Estos nombres anclados al pasado pueden tener su origen en el deseo de recordar a un familiar que también se llamaba así.
 Es lo que García Soriano denomina el efecto vertrílocuo, poco beneficioso. “Esperamos que con el tiempo se parezca a esas personas que añoramos —dice—, le estamos dando unas expectativas que son irrealizables y le estamos poniendo una exigencia que va a suscitar en el otro una serie de cargas afectivas que pueden generar frustración”.
 Sin duda, el nombre es el primer regalo que le hacemos a nuestro hijo.
 Razones para elegirlo bien no faltan.