Las editoriales españolas se adentran con pasión en el terreno de juego y las biografías de los ganadores.
La palabra escrita.
Antes que con la voz, con la radio, con la imagen televisiva, el deporte se contaba con palabras que despertaban la imaginación y el deseo de quien no podía verlo allí donde se competía.
Los enviados especiales de los periódicos, sus escritores más talentosos y de imaginación más libre, contaban la acción reinventándola de acuerdo solo con su mirada soberana.
Ellos tomaron prestada de Homero la épica para convertirla en un elemento inherente a la narración deportiva.
Y la gozaron sus lectores que al día siguiente y hasta meses y años después la recreaban en su interior, y se seguían emocionando.
Tan difícil en España es ver a un deportista leyendo un libro como a un escritor creyendo que el deporte puede ser materia de literatura. Alérgicos, casi repeliéndose unos a otros, la literatura y el deporte han crecido en mundos paralelos.
El deporte como espectáculo (y sus protagonistas) se ven como el terreno de las bajas pasiones, de los sentimientos más simples, casi obscenos, de las masas; la literatura, y todas las bellas artes, encarnan, sin embargo, el reino de lo refinado, el entendimiento, el placer de la razón, la metáfora y la imaginación.
En España, un ministro del dictador Franco proclamó “más deporte y menos latín”, y los deportistas desconfiaron de las gentes de la cultura y los miopes se quitaban las gafas no fuera que los confundieran; los de las letras escondían el Marca, por si acaso.
En Europa, todo era diferente, y mejor. También en esto. Allí, atravesando los Pirineos, el deporte y la cultura crecieron entrelazados, inimaginables el uno sin el otro.
Y los aficionados españoles al deporte más allá de la capa superficial y deseosos de conocer sus historias, las vidas de sus ídolos, la cultura de la que surgieron, sus tradiciones, sus raíces, la metáfora de la vida humana reflejada en un corredor de fondo, siempre solo, debían buscar en sus viajes al extranjero alimento para su espíritu hambriento, siempre que supieran leer en otros idiomas, francés, inglés o italiano.
Hasta hace nada, la literatura deportiva sobrevivía en las catacumbas.
Los libros hacen hueco para la vida de futbolistas, ciclistas y atletas
No hay que buscar en el extranjero lo que ya en casa se produce abundante y bueno, o se traduce.
Han nacido editoriales que no desprecian la llamada literatura deportiva, dos palabras que juntas ya no conforman un oxímoron, y algunas, incluso piensan solo en ella y en sus autores.
I nevitablemente, dos deportes acaparan el grueso y lo mejor de la producción: el fútbol y el ciclismo, seguidos del atletismo.
El balón de reglamento es el deporte de masas, de los grandes ídolos, de los equipos que igual venden millones de camisetas que recuentos de Ligas ganadas o vidas ilustradas y andanzas de sus primeras figuras.
El ciclismo es el deporte de los grandes paisajes, de los personajes únicos, enfrentados solos a la desmesura del esfuerzo y sus montañas.
Y todos apelan al ser infantil que aún hay dentro de cada uno de los lectores y aficionados, a su niñez, a la pérdida de la inocencia y su tristeza.
La editorial Libros del KO abrió la veta y marcó la tendencia hace unos años con Plomo en los bolsillos, de Ander Izagirre, que aún se reedita y se vende, una colección de pequeñas historias y grandes vidas de los ciclistas del Tour de Francia, la gran fuente de inspiración.
La misma editorial madrileña también entró a saco en el fútbol con pequeñas obras, casi panfletos, en las que escritores varios cantan sin miedo y con pasión las glorias de sus equipos amados, que es, en realidad, la única forma de escribir de fútbol con sinceridad. Siempre partiendo de la memoria que nos engaña.
Las crónicas de ciclismo las inventó Dino Buzzati (1906-1972), el autor italiano de El desierto de los tártaros, que cubrió el Giro de 1949, el del gran duelo entre Fausto Coppi y Gino Bartali, para Il Corriere della Sera.
La editorial Gallo Nero lo publicó en español (El Giro de Italia) y quien lo lea y disfrute comprobará cómo todo lo que lea después de otros que cuenten el Giro o el Tour ya estaba ahí.
A Buzzati se le imita aunque no se le haya leído.
Cada historia de cada etapa es una pequeña vida íntima de un ciclista en un paisaje de posguerra, pobreza, recuerdo y esperanza, y también el protagonista de una hazaña de proporciones épicas.
Y ahí está todo el ciclismo.
Y en la figura del Jacques Anquetil de La soledad de Anquetil, de Paul Fournel (Editorial Contra), que no es una biografía sino una recreación casi poética, casi dolorosa, del recuerdo infantil del autor sobre el primer ciclista que ganó cinco Tours.
Sus contradicciones, su ansia de libertad, su desprecio de los prejuicios, sus relaciones con la gente que marca su vida diaria, sirven también para entender la Francia de los años sesenta, la del crecimiento económico, el general De Gaulle, la nouvelle vague, Godard y Truffaut y el Concorde, que reventará en el Mayo del 68.
Unos años antes, Anagrama publicó Correr, una novela con Emil Zatopek de protagonista, la gran gloria checoslovaca de la carrera de fondo.
Es la metáfora del hombre, un atleta asceta, solo armado de sus piernas y un corazón que late más y le lleva más lejos que a nadie, contra el sistema que oprime, cualquier sistema, cualquier orden.
Pier Paolo Pasolini le dio al balón como si fuera un profesional
Si se escribe como se lee e imitando a Buzzati aun no sabiéndolo, dentro de nada se escribirá de ciclismo como escribe Tim Krabbé, el autor de El ciclista (Los Libros del Lince), de quien Libros de Ruta ha publicado La etapa decimocuarta. Krabbé es holandés, jugador de ajedrez, escritor y ciclista aficionado.
Cuenta sus pequeñas carreras, critériums en Holanda, donde siempre llueve, hace viento y se acaba al sprint, o pruebas por etapas en la Ardèche francesa o en Las Cevenas, y su Tour del Mont Aigoual.
Son pequeñas montañas, sin la absoluta grandeur de los Pirineos o los Alpes, con precipicios que quitan el hipo, y la narración huye de la épica y de los adjetivos, con una sencillez que acaba transformándose en profundidad y belleza.
Representante ineludible si se trata de entrelazar intelectualidad y deporte fue el italiano Pier Paolo Pasolini (1922-1975), que organizó un torneo de fútbol con equipos de periodistas, escritores y futbolistas, entre ellos Fabio Capello, el que fue entrenador del Madrid, que era su amigo.
Del autor italiano asesinado quedó esta frase: “Los deportistas están poco cultivados, y los hombres cultivados son poco deportistas. Yo soy una excepción”.
Pero no la única, también lo fue el Nobel Albert Camus (1913-1960), que lucía saleroso su gorrilla de portero de fútbol, una afición frustrada porque su abuela estaba harta de zapatos rotos. “Lo que finalmente sé con mayor certeza respecto a la moral y a las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”, dejó dicho.
El subgénero negro y el ciclismo
En el ciclismo, la realidad acaba siendo siempre más increíble que la
ficción.
Los escritores de novelas policiacas (Eugenio Fuentes, en Contrarreloj, Tusquets; el mexicano Jorge Zepeda, en Maillot Negro, título provisional de la novela que publicará próximamente Planeta) usan el pelotón y el Tour de Francia y su vida interior, sus leyes poco conocidas, como trama para sus asesinatos y las investigaciones de sus detectives.
Y cuando se documentan y hablan con ciclistas, mecánicos o directores, se dan cuenta de que su imaginación se queda corta ante lo que descubren que el pelotón esconde.
Y no se trata solo del dopaje, cuyo relato podría constituir un subgénero dentro del subgénero policiaco.
El relato del ascenso y caída de Lance Armstrong, por ejemplo, ha generado decenas de libros en todo el mundo.
El último, La mentira Armstrong, de la periodista del New York Times Juliet Macur, lo ha publicado Libros de Ruta.
Su revelación, sin embargo, palidece al lado de los clásicos, habitualmente autobiografías de los años oscuros, como el Pedaleando en la oscuridad, de David Millar (Editorial Contra) o el Ganar a cualquier precio, de Tyler Hamilton (Plantea).
Y quienes quieran una investigación seria y sesuda sobre todas las implicaciones de la historia que acabó con el danés Michael Rasmussen, que debería haber ganado el primer Tour de Contador, deben leer El chivo expiatorio, de Verner Møller (Cultura Ciclista).
Los escritores de novelas policiacas (Eugenio Fuentes, en Contrarreloj, Tusquets; el mexicano Jorge Zepeda, en Maillot Negro, título provisional de la novela que publicará próximamente Planeta) usan el pelotón y el Tour de Francia y su vida interior, sus leyes poco conocidas, como trama para sus asesinatos y las investigaciones de sus detectives.
Y cuando se documentan y hablan con ciclistas, mecánicos o directores, se dan cuenta de que su imaginación se queda corta ante lo que descubren que el pelotón esconde.
Y no se trata solo del dopaje, cuyo relato podría constituir un subgénero dentro del subgénero policiaco.
El relato del ascenso y caída de Lance Armstrong, por ejemplo, ha generado decenas de libros en todo el mundo.
El último, La mentira Armstrong, de la periodista del New York Times Juliet Macur, lo ha publicado Libros de Ruta.
Su revelación, sin embargo, palidece al lado de los clásicos, habitualmente autobiografías de los años oscuros, como el Pedaleando en la oscuridad, de David Millar (Editorial Contra) o el Ganar a cualquier precio, de Tyler Hamilton (Plantea).
Y quienes quieran una investigación seria y sesuda sobre todas las implicaciones de la historia que acabó con el danés Michael Rasmussen, que debería haber ganado el primer Tour de Contador, deben leer El chivo expiatorio, de Verner Møller (Cultura Ciclista).
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