El discreto declive del exmarido de la infanta Elena, cada vez más apartado de la vida empresarial y más cerca de la moda.
Cuando Jaime de Marichalar llegó a la vida de la infanta Elena hace 20 años, en la llamada jet set
española se habló de los pros y los contras de ese matrimonio. A favor
el nuevo integrante de la familia real tenía su particular sentido de la
estética que seguro iba a suponer, como así ocurrió, un cambio radical
en su esposa. En contra, su escaso expediente académico y un trabajo
discreto en banca para poder mantener a la hija de un rey. La herencia
de una tía y las gestiones que se hicieron desde el palacio de La
Zarzuela resolvieron el problema del recién casado.
Marichalar, de 54 años,
trabajó durante años como asesor del director de operaciones de Credit
Suisse y presidió la Fundación Winterthur pero en 2008, cuando la
empresa cambió su nombre a Fundación AXA, fue cesado. También estuvo
sentado en el consejo del grupo Portland Valderrivas, de Esther
Koplowitz, hasta que le destituyeron para enviarle a una filial
británica de la compañía Waste Recycling Group. Formó parte del Consejo de Administración de la Sociedad General
Inmobiliaria de España, fundada por Robert de Balkany, conocido como "El
rey de los centros comerciales" y amigo de don Juan Carlos, pero fue
despedido tras el fallecimiento del empresario. Levantaban a Marichalar
de las sillas con la misma rapidez con la que dejaba de estar protegido
por la Familia Real.
El divorcio de la infanta Elena fue discreto pero no
cordial. La hija mayor de don Juan Carlos y doña Sofía estaba totalmente
convencida de romper su matrimonio incluso cuando la Casa del Rey se
inventó aquel rimbombante “cese temporal de convivencia” en 2007, que
dos años después se convertía en un divorcio sin paliativos.
Jaime de Marichalar, por una calle de Madrid.GTRES
Fueron
don Juan Carlos y doña Sofía de acuerdo con su hija Elena quienes le
convencieron de que era mejor que su hijo se marchara fuera de España a
estudiar para preservar su intimidad y para que no se distrajera de los
libros. Marichalar siempre ha sido más permisivo con sus hijos y ha
disculpado en público y en privado las travesuras de su hijo Felipe.
Incluso ha llegado a asegurar que muchas de las noticias que se han dado
sobre él son inventos de la prensa.
La infanta Elena y Marichalar, al fondo de la foto, en el colegio Blue Ridge, de Virginia.
Quien un día fue duque de Lugo mantiene desde siempre una
tensa relación con los medios de comunicación, a quienes culpa de muchos
de sus problemas. Sin embargo, conserva una discreta pero regular
actividad social de la que da cuenta la prensa. Es habitual verle en los
toros, en la ópera, navegando en algún barco por Ibiza o en el polo de
Sotogrande. Pero donde no falla es en la primera fila de los desfiles de
París que organiza su gran amigo Bernard Arnault, presidente del
conglomerado del lujo LVMH que integra entre otras firmas a Louis
Vuitton, Kenzo, Dior, Christian Lacroix, Fendi, Donna Karan, Marc
Jacobs, así como las fragancias de Guerlain, Givenchy y otras marcas
como Moët & Chandon y Hennessy. Marichalar es su asesor para España. Este empleo le lleva a relacionarse con muchos personajes de la
industria de la moda y la farándula. Gracias a este nuevo perfil
profesional al exduque de Lugo se le llama coloquialmente el duque del
lujo. No es LVMH su único vínculo con este mundo. Además, trabaja
desde hace años en Art+Auction, una revista de subastas de arte que se
publica en Estados Unidos y Reino Unido. Fuera de los focos, sus conocidos cuentan que Marichalar es
un hombre triste al que se le ve vagabundear solo por la Milla de Oro de
Madrid.
OBSERVEN EL GESTO de picardía de Arenas, no sabemos dirigido a
quién, quizá a sí mismo. Sale de una comparecencia en la que ha venido a
decir que fue un secretario general inane, que Luis Bárcenas era el chico de los recados de Génova, y que su señora (la del extesorero) es un encanto. Dice que coincidió
con ella en una cena en la que también se encontraban el propio Bárcenas
y Mariano Rajoy, una cena humana, añade, para confirmar a Bárcenas que
estaba despedido. Llama la atención que para despedir al chico de los
recados acuda el propio presidente del partido, pero es que en el PP son
muy sentimentales. Muy sentimentales por un lado y muy crueles por
otro. Aprueban una reforma laboral que ha pulverizado los derechos
históricos de los trabajadores y luego no se atreven a darle el
finiquito a un ordenanza. Al final ha de resolver la cuestión el
mismísimo consejero delegado. Manda huevos, que diría Trillo, otro
pepero muy humano también (recuerden su exquisito trato a las víctimas del Yak-42). Durante la declaración de Arenas, vimos cómo Bárcenas, a cuatro o cinco
metros de él, le dictaba telepáticamente lo que tenía que decir sin
dejar de arrojarle su aliento de presunto gánster en la nuca. El ex
secretario general se comportó y ahí lo tienen ahora, con un pie en el
estribo del coche y el otro todavía en tierra, como un cowboy
de peli en blanco y negro, imitando a Clark Gable, o Victor Mature, que
deben de ser sus referencias cinematográficas, aparte, suponemos, de El Padrino y Los Soprano. En cualquier caso, su historial es de película. ¡Qué horror!
Hay algo en las redes que nos emborracha de falsa impunidad, porque, si
no, no se entiende que haya tantos cretinos que cuelgan sus crímenes.
LLEVO MESES RECOGIENDO noticias estremecedoras sobre las
consecuencias que las redes pueden tener en nuestra sociedad. Soy una
ferviente partidaria de las nuevas tecnologías,
pero cada día me sobrecogen más los extremos a los que estamos
llegando. Por ejemplo, la posibilidad de subir un vídeo en vivo parece
haber achicharrado la cabeza de más de uno. En enero, tres hombres de
18, 20 y 24 años violaron a una mujer en directo en Suecia. En marzo, una rusa de 23 años que iba conduciendo su coche y mandando al
mismo tiempo un bobo saludo al mundo se saltó un stop, fue arrollada
por un camión y murió en el acto. En abril, un tailandés ahorcó en
directo a su hijita de 11 meses: el atroz vídeo anduvo 24 horas dando
vueltas por Facebook y fue visto por centenares de miles de personas
antes de que lo retiraran. En ese mismo abril, un niño de 13 años se
mató de un disparo accidental en Estados Unidos mientras se grababa en
vivo en Instagram. Hay muchos casos más, horrores en directo o en
diferido, pero sólo citaré a ese padre norteamericano que en mayo perdió la custodia de sus hijos de 9 y 11 años por humillarlos en YouTube. Junto con su esposa, que era la madrastra (áspera palabra que aquí
parece salida de un cuento de brujas), grababan vídeos con títulos como
“Niño se traga la comida más asquerosa del mundo” o “Papá destruye la
videoconsola de su hijo” y los colgaban. Tenían 750.000 seguidores. Ah,
los seguidores. La gente es capaz de matar, apalear, violar y torturar
por tener seguidores. Literalmente. Se diría que las redes fomentan cierto nivel de necedad y frenesí
hasta en el cerebro del más templado, de la misma manera que ponernos al
volante de un coche suele volvernos algo más furibundos de lo que
solemos ser. Es como si la inmediatez y la falsa intimidad de Internet
nos confundiera sobre la repercusión y la responsabilidad de nuestras
palabras. Yo misma, al principio de mi uso de las redes, retuiteé un par
de veces contenidos a los que apenas había echado una ojeada, un error
garrafal del que aprendí. Pero hay gente que se instala en ese terreno
gris y persevera en comportamientos inmorales que quizá jamás tendría en
su vida normal. Hace tres meses, el juez británico Jason Dunn-Shaw, de
51 años, fue destituido por tuitear comentarios rabiosos (y anónimos)
sobre sus propios casos. El anonimato sacó lo peor de él. Sacó al
energúmeno.
Es como si la inmediatez y la falsa intimidad de Internet nos
confundiera sobre la repercusión y la responsabilidad de nuestras
palabras
Sí, hay algo en las redes que nos desconecta la cabeza, que nos
emborracha de falsa impunidad, porque, si no, no se entiende que haya
tantos cretinos que cuelgan sus crímenes, sin advertir que quizá gracias
a eso los detengan. Y ahora calculen lo que este efecto pernicioso
puede hacer en las entendederas de tanto arrebatado como pulula por ahí;
en la gente amargada, en los inmaduros, en los violentos; en los
fanáticos, los envidiosos o los incultos con saña, y con esto me refiero
a aquellas
personas que, pudiendo haber aprendido más, prefirieron no hacerlo. Esto hace que las redes estén como están, hirviendo de un odio
desquiciado y convirtiéndose día tras día en una máquina de difundir
mentiras. Miren a Trump: desde el 20 de enero, que asumió el cargo,
hasta el 20 de junio ha tuiteado 99 coléricas mentiras, dos cada tres
días, y jamás se disculpó (las ha documentado The New York Times). Es el perfecto trol.
Internet está aún en la época del Salvaje Oeste, es un lugar sin ley
con linchamientos y matones. Y si los abusos se cometen con adolescentes
u otra gente indefensa, pueden causar la muerte. Creo que ya va siendo
hora de que ese territorio brutal se ordene y civilice. Y mientras eso
llega, ignoremos a los brutos, como en la vieja fábula de las ranas a
las que una riada arrojó a un profundo pozo. Las aguas se secaron y
parecían condenadas a morir. Unas cuantas comenzaron a trepar por las
paredes. Las demás les gritaban: “¡Estáis locas! ¿Os creéis mejores que
nosotras? ¡No lo vais a lograr, os agotaréis y os caeréis!”. Y, en
efecto, una tras otra las ranas fueron cayendo o claudicando. Pero había
una que siguió adelante con enorme esfuerzo pese a los aullidos de las
demás y que al final consiguió salir. Ya en el exterior, el sol la
iluminó.
Entonces las demás pudieron reconocerla: era la rana sorda.
En España siempre comete sacrilegio quien disiente de la Guardia de las
Esencias y los Lugares Comunes de cada época; quien lleva la contraria.
NO, CASI NADA es nuevo. Hace treinta años, en noviembre de 1987, publiqué en Diario 16 un artículo (“Monoteísmo literario”, recogido en mi libro Literatura y fantasma) en el que me atrevía a cuestionar que Cela fuera el mejor escritor español vivo y el único merecedor del Nobel. Era una pieza educada, y lo más “ofensivo” que decía en ella era que
hacía décadas que Cela no entregaba una “obra maestra”, por mucho que
cada novela suya fuera saludada por la prensa y la crítica,
obligadamente, como tal. Por entonces nadie osaba ponerle el menor pero a
Cela, y aunque no existían las redes, un buen puñado de escritores y
estudiosos afines (espontáneamente o instigados por él) me dedicaron
respuestas airadas en la prensa, cuando no insultantes. (Ahora algunos
me tienen por un cascarrabias, pero me temo que siempre fui un
impertinente y un aguafiestas.) Ese artículo me ganó enemistades que aún
perduran, vetos en suplementos y en programas de TVE, antipatías
inamovibles. Pero bueno. De haber existido en 1987 la Guardia
Revolucionaria de las Buenas Costumbres y los Dogmas Correctos que hoy
patrulla las redes incansablemente, no sé qué habría sido de mí.
En 1989, cuando por fin le otorgaron el Nobel a Cela
(tras haber hecho lo indecible para conseguirlo, según ha contado con
honrada candidez su hijo), fui más faltón, y declaré que era la peor
noticia posible para la literatura española, al entronizar el folklórico
“tremendismo” contra el que veníamos luchando las generaciones
posteriores. También se animaron a ponerle reparos al Escritor Único
otros novelistas como Llamazares, Azúa y Muñoz Molina. Ante tanta
insubordinación, Cela se guardó de mencionar nuestros nombres, pero
lanzó y orquestó ataques contra los “jóvenes novelistas subvencionados”. Nunca entendí a qué se refería con esto último, pero en todo caso era
de gran cinismo que lanzara esa acusación quien: a) se había ofrecido
como delator, en plena Guerra, a la policía franquista; b) había
ejercido como censor; c) había hecho giras propagandísticas del régimen
por Latinoamérica; d) había procurado y logrado el encargo de escribir
una novela excelentemente pagada por el golpista y dictador venezolano
Pérez Jiménez; e) había sido sufragado por empresarios de la
construcción; f) más adelante pidió y obtuvo dinero público para su
Casa-Museo o como se llame eso que se cae a pedazos en su villa natal;
g) aceptó el estatal Premio Cervantes tras haberlo tildado de “lleno de
mierda” cuando aún no se le concedía a él. En España siempre comete sacrilegio quien disiente de la Guardia de
las Esencias y los Lugares Comunes de cada época; quien lleva la
contraria, quien expresa una opinión disonante del absolutismo
biempensante. Hoy cualquiera puede decir lo que le parezca de Cela sin
que pase nada; pero, si se cuestionan otras personalidades, “valores”,
costumbres, tótems, creencias, o se defiende lo anatematizado por la
Guardia actual (qué sé yo, los toros o el tabaco o la circulación de
coches), se levantan pelotones de fusilamiento verbal, por lo general en
forma de tuits. De la degradación intelectual de nuestro tiempo da
cuenta que, si en 1987 me enfilaban críticos y escritores, hoy mi más
obsesivo detractor sea el nuevo Paco Martínez Soria (tan gracioso como
el genuino, y de su escuela), y que el más voluntariosamente ofensivo
sea el líder de Podemos, quien al parecer me llamó “pollavieja” en un meditado y estiloso tuit, emulando con éxito a Trump. (Imagínenlo llamando “coñoviejo” a una columnista.) A la gente más o menos segura de sí misma y de sus opiniones no le
molesta en absoluto ser cuestionada. Es más, prefiere serlo, porque nada
más alarmante que gustar o caer bien a todo el mundo. Siempre pensé que
la reacción agraviada de Cela y de sus acólitos denotaba un fondo de
terrible inseguridad más allá de sus méritos, incluso de conciencia de
su exageración.
Sólo el exagerado teme la disidencia, como si una sola pusiera en tela
de juicio y pinchara el enorme globo inflado artificialmente a lo largo
de décadas. “Si alguien señala que no todo cuanto escribo son obras
maestras”, debe de decirse, “quién sabe en qué pararemos”. El que tiene
cierta seguridad en lo que hace puede equivocarse, sin duda, pero no se
solivianta porque lo pongan a caldo, ni uno ni muchos (sabe que eso va
en el oficio). No se le resquebraja el edificio entero porque no haya
unanimidad en la admiración y el aprecio. Me temo que Cela la
necesitaba; es más, a menudo su actitud transmitía una exigencia de
pleitesía, como si advirtiera a cualquier recién llegado: “Primero
reconozca que soy el mejor escritor español vivo; luego veremos”. Cada
vez que hoy se arma un gran y efímero revuelo por una tontería, me
acuerdo de aquello y lo achaco a la inseguridad y fragilidad últimas de
las posturas y opiniones aceptadas como intocables e indiscutibles. Si
en verdad estuvieran arraigadas, si quienes las sostienen estuvieran
seguros de llevar razón, no se descompondrían ni vociferarían tanto ante
la más mínima objeción.