Resulta urgente que nos mostremos dispuestos a compartir el espacio con una generación que ya debió asumir responsabilidades hace tiempo.
Quizá porque uno no recuerda cómo se produjo el recambio generacional cuando era joven resulta más traumático de lo que debiera ceder el testigo a otros.
Quizá porque uno no se para a pensar, por ejemplo, que las radios fueron tomadas, literalmente, a finales de los 70 y los 80, por una turba juvenil que en mucho menos tiempo de lo que entonces parecía invadieron el espacio radial con sus músicas, su universo cultural y su tendencia al naturalismo, si es que así se puede llamar a quien trata de expresarse como una persona normal y no impostando la voz para dar la temperatura en el exterior de nuestros estudios.
Éramos nosotros, la generación que hoy sobrepasa los sesenta y los que andamos en la cincuentena.
Teníamos prisa por hacernos con el micrófono y darle el sonido que correspondía a un país que estaba cambiando.
Miro mi caso, pero había muchos como el mío: me senté balbuceante en un estudio a los 19 años y a los 24 ya estaba presentando programas.
Cuando logré mi anhelado sueño, el que más he deseado en la vida, presentar un programa en Radio 3, tenía 27 años. 27 y un contrato, un equipo y una responsabilidad. Me pagaban, no sé si acertadamente, para que llenara dos horas con un estilo que no se pareciera al de otro.
La voluntad de ser singular era un desafío y una obligación.
Todos éramos muy jóvenes.
Más jóvenes de lo que creíamos.
Con un grado considerable de insensatez que se reflejaba en los resultados.
Nos hacíamos adultos mientras trabajábamos o como consecuencia de la responsabilidad que se nos había encomendado.
Igual en la prensa, en el arte o en la literatura.
Habría que certificar la edad en la que en aquellos años comenzaban los aspirantes a hacerse con un oficio y en qué momento pasaban a gozar de una responsabilidad.
Esta Feria del Libro de Madrid que acabamos de celebrar permitía reflexionar sobre ello.
Firmaban los habituales, pero también nuevos nombres que se van haciendo con un público; poco a poco, porque no cuentan con el respaldo de un potente grupo editorial, pero responden a la necesidad que cada generación tiene de ser contada.
Hay quien siente su poltrona amenazada por esta presencia y no entiendo a qué viene esa incomodidad, esa desconfianza, en quienes con tanto desparpajo desbancaron a sus mayores.
Es como no haber entendido que nosotros también necesitamos que entre en nuestras mentes el aire fresco.
Las nuevas editoriales, las que paso a paso se han ido haciendo con un sitio en las mesas de novedades y han logrado en poco tiempo un sello que los lectores reconocen, están introduciendo títulos que conectan con un cambio de mentalidad: su atención al pensamiento ecologista, a las distintas voces del feminismo o a la desatada transformación de las ciudades responden a la necesidad de un activismo cívico: ¿lo captan los políticos?
Han recuperado nombres que dormían en el purgatorio de los descatalogados: Thoreau, Dwight Macdonald, Emma Goldman, Henry Lefebvre, Lewis Mumford, Jane Jacobs o Grace Paley, y que nos hermanan con ese pasado en el que se inauguró un tipo de conciencia.
La celebración del juvenilismo por sistema me espanta, pero es que no es eso, no es eso.
En el fondo, el entusiasmo por lo juvenil es una manera de certificar tu conocimiento intergeneracional, pero sin hacer concesiones reales.
Lo que resulta urgente es que nos mostremos de una vez dispuestos a compartir el espacio con una generación que ya debió asumir responsabilidades hace tiempo.
¿Con qué cuajo los llamamos banales e ingenuos si mantenemos un tapón profesional que les impide entrar con todo derecho en el mundo de los instalados?
Les condenamos al alternativismo de por vida con trabajos precarios, mala conciliación, alquileres prohibitivos, poca responsabilidad y una economía asfixiante que les hace dependientes de los padres, lo cual es humillante para unos y trabajoso para los otros.
Es irónico: los colocamos en una posición secundaria sin indicios de progreso para luego reprocharles que tienen poco arrojo. ¿Nos tienen manía?
Algo de eso hay.
Está la ironía natural que el joven ejerce contra sus mayores, añadida a una perspectiva mezquina de futuro.
¿Fue nuestra juventud más fácil? No, pero la posibilidad real de mejora es un elemento fundamental para la satisfacción personal. ¿Qué quieren las madres, los padres?
Que sus hijos progresen, también necesitan sentirse liberados por completo de esa carga. Mientras no se tomen medidas para incentivar el trabajo no abusivo, el sueldo digno, la casa asequible y se les conceda un lugar destacado, ¿cómo impedir que nos tengan recelo?
Jamás pronunciaré esa frase discutible de "es la generación más preparada de la historia".
La realidad es que es el desarrollo pleno de un oficio, no la universidad, lo que te convierte en alguien solvente, enfrentado de verdad al desafío de la vida.
Algunos hemos aprendido ya mucho de la irrupción de “los nuevos” en el universo cultural.
Más que sentir amenaza o desprecio hay que ceder un espacio que no es de nuestra exclusiva propiedad.
Tratarlos como adultos y no como niños eternos.