Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

20 may 2017

“Cedo mi cuerpo libremente para que lo usen los demás. Pueden hacer conmigo lo que quieran”

Isabel Valdés

'El cuento de la criada', el libro de Margaret Atwood llevado a la pantalla por HBO, pone de relieve la percepción emocional de aquellas personas que ven pisoteada su dignidad.

“Cedo mi cuerpo libremente para que lo usen los demás. Pueden hacer conmigo lo que quieran. Soy un objeto. Por primera vez siento el poder que ellos tienen”
El cuento de la criada, de Margaret Atwood.
Tras leer el artículo sobre la gestación por sustitución publicado hace unos días por el profesor Manuel Atienza, mucho me temo que no ha leído el espléndido libro El cuento de la criada de Margaret Atwood ni tampoco ha visto ningún episodio de la adaptación televisiva que hace unas semanas ha estrenado HBO. Me atrevo a recomendarle ambas porque en materia de derechos humanos es muy importante tener la percepción emocional de aquellas situaciones que viven las personas que ven pisoteada su dignidad.
 Solo desde esa “empatía imaginada”, que tan bien explica la historiadora de los derechos Lynn Hunt, es posible construir argumentaciones jurídicas que no pierdan de vista el aliento ético que debe inspirar las reglas de una convivencia democrática.
 No cabe duda de que la literatura y sobre todo el cine son instrumentos básicos para generar esa capacidad de ponernos en la piel de otro (e incluso de otra).
En el tema que nos ocupa, bastaría analizar un fotograma de la magnífica serie para entender qué estructura de poder es la que sustenta lo que algunos de manera eufemística denominan maternidad subrogada.
 En él vemos en un primer plano, ocupando prácticamente toda la pantalla, al comandante, al pater familias que desea reproducir su linaje teniendo un hijo con sus genes, al patriarca que detenta el poder y la autoridad tanto en lo público como en lo privado, al señor de la casa cuyo pene parece valer más que el útero de su criada.
 Al fondo, muy desdibujada, sentada el filo de la cama, vemos a su esposa infértil, a la madre frustrada, a la que coloca en una ceremonia brutal entre sus piernas a la que parirá para ella.
 Y apenas intuimos, tras el hombre, tumbada con las piernas abiertas, a Defred, la criada que es penetrada por el patriarca, a la que apenas vemos porque como “buena” gestante es invisible: ha dejado de ser sujeto para ser un objeto al servicio de los deseos de otros.
La novela de Atwood, que ahora la serie ha convertido en un relato si cabe todavía más terrorífico que el libro, tiene la gran virtud de plantearnos algunos de los interrogantes que están sacudiendo a las mujeres en el siglo XXI, justo cuando la alianza entre patriarcado y capitalismo está provocando que, bajo pretexto de la libertad, se justifiquen prácticas que no hacen sino prorrogar el estatus subordinado de la mitad femenina del planeta.
Esa alianza bien podría llevar, si no logramos ponerle frenos, al régimen teocrático y dictatorial imaginado en la novela, y en el que vemos cómo las mujeres han perdido todos los derechos que tardaron siglos en conquistar
El angustioso relato, que incluso ahora duele más al sentirlo tan cercano a través de la impagable mirada de la enorme Elisabeth Moss, nos aporta las claves no solo éticas sino también jurídicas desde las que, como mínimo, deberíamos cuestionar una práctica que en estos meses algunos incuso han llegado a defender como subversiva y que para otros obviamente es simplemente una vía más de enriquecimiento, es decir, una de las expresiones más brutales de cómo el dinero se convierte en medida de los deseos y de cómo a su vez el paradigma neoliberal permite convertirlos en derechos.

La serie narra la distopía de Gilead, una sociedad totalitaria que antiguamente pertenecía a los Estados Unidos. Los desastres medioambientales y una baja tasa de natalidad provocan que en Gilead gobierne un régimen fundamentalista perverso que considera a las mujeres propiedad del estado. rn  
La serie narra la distopía de Gilead, una sociedad totalitaria que antiguamente pertenecía a los Estados Unidos.
 Los desastres medioambientales y una baja tasa de natalidad provocan que en Gilead gobierne un régimen fundamentalista perverso que considera a las mujeres propiedad del estado.

 

Por todo ello, me resultó tan sorprendente hace unos días leer como Atienza ponía en duda que pudiese alegarse la dignidad de las mujeres para cuestionar la legitimidad de unos contratos que las convierten en siervas, incluso cuando se amparan en un pretendido carácter altruista.
 Nuestro Tribunal Constitucional ha reiterado, basándose en la célebre máxima kantiana de que el individuo no debe ser considerado como un medio, que la garantía de la dignidad de la persona implica el valor absoluto de sí misma como sujeto, la negación de su instrumentalización y la exigencia de las condiciones necesarias para que el libre desarrollo de su personalidad sea una realidad.
Pero es que, además, un contrato que supone el alquiler no solo del útero, sino de todo un proceso fisiológico como es un embarazo, el cual se desarrolla, incide y se proyecta en todo el ser de la mujer, supone contravenir todas las disposiciones normativas que, tanto a nivel estatal como internacional, excluyen al cuerpo humano del comercio de los hombres. 
A todo ello habría que añadir que evidentemente, como en muchas ocasiones se subraya por quienes defienden los vientres de alquiler como una especie de prestación de servicios reproductivos, en todos los trabajos el ser humano despliega sus potencialidades a veces en condiciones indignas, pero ninguno de ellos implica todo un proceso físico y emocional como es la gestación de un ser humano.
 Algo sobre lo que, por cierto, y siguiendo los consejos de Rebecca Solnit, los hombres deberíamos callar y dar la voz a las mujeres que son las únicas que pueden vivirlo.
Incluso cuando se alega la posibilidad de estos contratos siempre que respondan a un carácter altruista, y por lo tanto apoyándose en la generosidad de las mujeres, tendríamos que cuestionarnos si ello no está suponiendo la funcionalización de la maternidad y la consolidación del ser de nuestras compañeras como individuos que viven por y para otros. 
 Es decir, como seres que ponen a disposición del poder masculino, y del mercado en el que se satisfacen los deseos de quienes mandan, su cuerpo, sus capacidades y, por supuesto, su sexualidad.
 Ahí está la prostitución como institución patriarcal por excelencia que no demuestra esa relación jerárquica.
 No olvidemos, además, que en este caso no se trataría de ser generoso para salvar vidas, como sucede en la siempre gratuita donación de órganos, sino para hacer más plena la vida privada o familiar de otros. 

Es decir, justo lo que falta en el razonamiento del catedrático de Filosofía del Derecho es la perspectiva de género sin la cual cualquier aproximación a un tema jurídica y éticamente tan complejo acaba convertida en una simple justificación de la posición de quienes tienen el poder, el dinero y la autoridad.
 Alegar la autonomía de las mujeres para justificar la renuncia a sus derechos fundamentales es desconocer que, como bien ha explicado Laura Nuño, “el consentimiento requiere de un yo autónomo no mediado por la supervivencia.”
 O, lo que es lo mismo, implica no tener en cuenta las relaciones de poder que continúan marcando las subjetividades masculina y femenina, así como la relación entre ambas.
La serie se estrenó en España el pasado 26 de abril y emite un nuevo capítulo cada miércoles. 
La serie se estrenó en España el pasado 26 de abril y emite un nuevo capítulo cada miércoles.
 Por todo ello, el dilema clave que nos plantea la gestación por sustitución es si dicho tipo de contratos garantizan la capacidad de las mujeres para decidir sobre sí mismas o si, por el contrario, inciden en su sometimiento a condiciones heterónomas. 
Tendríamos que preguntarnos si sería posible una regulación de la misma que potenciara al máximo lo primero y evitara lo segundo. Una pregunta que finalmente nos lleva a otra mucho más ambiciosa que es la relacionada con el mundo que nos gustaría construir y bajo qué precio.
 En este sentido, leer, y ver ahora, El cuento de la criada, es un buen ejercicio para ir encontrando respuestas y para, espero, confirmar que el horizonte debería ser el reconocimiento del valor de cada ser humano por su valor intrínseco y nunca por su sometimiento a fines instrumentales que lo convierten en vehículo para satisfacer los intereses y deseos de otros.

Alemania reabre el caso de los asesinados por la ciencia nazi

La austeridad ética de Raimon Pelegero....................... Juan Cruz

El artista ofrece un recital de despedida en el Palau de la Música de Barcelona.

Raimon, en el Palau de la Música.
Raimon, en el Palau de la Música.

 

La última vez de Raimon Pelegero.
 Se dice pronto. 1963, Al vent. 19 de Mayo de 2017, Palau de la Música, todo Raimon, el penúltimo concierto de su vida.
 Un gentío. Bravos. La emoción como memoria condensada en la garganta de los que aplauden. 
Nos sabemos sus letras, las cantábamos para sentirnos libres en aquel país de Franco. 
Una canción suya sustituía la palabra Revolución.
 Tarareábamos la libertad. Raimon era nuestro hermano mayor, y se atrevía.

Así pues, 1963-2017. En medio, Espriu, Ausiàs March, el amor, Annalisa, Italia, contraFranco, Diguem no, el amor, el miedo y la vida.
 España cerrada, España entreabierta, España y la desmemoria.
  La guitarra y el flequillo, y la moto, y la mare, y el carrer Blanc, y este hombre de rojo y de negro ahora, sinfónico, grandioso, en el Palau de la Música Catalana.
 Los aplausos, los bravos, el catalán limpio del xativí enamorado, su risa en el escenario, el aplauso al público. 
Tantos años de historia.
Con su voz, coreándolo, dijimos No a lo que suponía el fascismo de los puños y las pistolas. 
Ahora Diguem no suena como si estuviera otra vez de actualidad. La circunstancia no es la misma, naturalmente, pero el público del Palau corea el himno natural de la protesta como si ahora hubiera otro Franco más acá de la canción, aun en el Pardo.
Esa sensación produce el grito, como si fuera pertinente imaginarlo en la misma dirección.
 La austeridad ética de Raimon ha hecho a la vez historia y poesía, y ahora es también poesía lo que fue historia.
 Es un poeta Raimon, estudió Historia.
Al vent suena, como su sencillo poema a Joan Miró, como el color de los sueños de un tiempo que iba a ser nostre.
 A Vivaldi le pasó con el adagio y Beethoven vivió, sin saberlo ya, las consecuencias que tuvo su más famoso himno alegre, que sirvió para los rotos y los descosidos de Europa.
 Imposible, pues, no escuchar al poeta Raimon sin atraerlo a nuestro molino: es natural que suceda con la poesía y con la música, con la letra y con el ritmo.
 Y con las personas. 
A Blas de Otero, a Gabriel Celaya, e incluso a Gloria Fuertes, los podemos escuchar ahora como si cantaran en este mismo momento, y para este mismo momento.
 El ser humano necesita, en cada tiempo, desde la infancia a la vejez, y los pueblos también lo necesitan, desde la infancia a la vejez: que sus ansiedades sean representadas por la canción, por la letra de sus himnos o de sus poetas, y cada uno escucha lo que quiere.
Pero ahí está Raimon: no se ha variado del sitio en que estuvo, desde que empezó, en medio de la ciénaga fascista, cantándole a la libertad, al amor, a la belleza y a la muerte. 
Y contra el miedo
. De vegas la pau no ès mès que por. 
 Sus canciones no son de ahora mismo, pero están en nosotros como queramos que estén.
 De modo que el público aplaude lo que quiere oír, incluso aquello que no se canta.
No se puede apropiar nadie ahora de los himnos de Raimon; fueron letras, a favor de la libertad, viento contra el miedo, luz contra la oscuridad, el gran fum de la terra. 
 Abrieron nuestro tiempo a la posibilidad de la canción. He mirat aquesta terra, Yo vinc d´un silenci… Hace tanto que lo cantamos. El tiempo ha pasado, pero no por la voz de Raimon sino por la esencia de la Historia.
 Ahora el cantar que nos sublevó es ética y poesía, la esencia de un cantante que fue nuestro y lo sigue siendo.
 Se despide. Eso cree él. Su eco es demasiado verdadero como para diluirse en los dedos de la actualidad. 
Ajena a toda manipulación circunstancial, pues, la poesía cantada de Raimon conserva su ejemplar independencia ética, el eco sobrio de la raíz xativí de su libertad.

Abandonar el grupo.................................... Elvira Lindo

Nuestros mayores se sienten como chiquillos con su nueva vida virtual.

Una turista hace una fotografía con su móvil en Barcelona. 
Una turista hace una fotografía con su móvil en Barcelona.
Es primavera.
 Un amigo va a la comunión de un sobrino.
 La cita es a las 10 de la mañana. 
Entre la ceremonia, los aperitivos, la comida, el corte de la tarta con espada como en las bodas, los gin-tonics, la merienda y la vuelta a los gin-tonics previos a la cena se hacen las 10 de la noche. Exhausto, derrotado, cuesta abajo en su rodada, mi amigo decide abandonar el evento, no sin percibir que su adiós decepciona un poco a esos seres queridos que opinan (en bloque) que se está yendo cuando empieza lo mejor.
 Pero así somos los espíritus libres, de vez en cuando decimos, ¡no al yugo familiar! Ja. 
Eso es lo que el pobre iluso se cree: la comunión del sobrino no se va a acabar nunca, porque esa fiesta familiar ha entrado en el pesadillesco bucle del WhatsApp.
 Ríete tú de El día de la marmota: las nuevas tecnologías han convertido los eventos familiares en una versión si cabe más inquietante de El ángel exterminador. Buñuel, te lo has perdido.
 
Una turista hace una fotografía con su móvil en Barcelona. Ampliar foto
Una turista hace una fotografía con su móvil en Barcelona.

Antes de que abandone el recinto celebratorio mi amigo ha sido incluido por una de sus tías en un grupo llamado Comunión y mientras, un poco borracho, espera un taxi percibe la vibración en el bolsillo de la americana de las muchas fotos que el núcleo duro familiar, tías, abuelos, abuelas y esas amigas de las madres que son como casi tías, van compartiendo.
 Fotos que provocan entusiasmo, vídeos que se cuelgan al instante de ser grabados, comentarios que comienzan siendo graciosillos pero que a estas horas de la noche ya se tornan guarros; ya se sabe lo que hace el alcohol en la mente de nuestros mayores.
 A las doce de la noche ya han hecho su aparición los emoticonos de la berenjena y la gitana.
 Así comenzó la caída del Imperio Romano.


Luego hablamos de los estragos que está causando en la mente de los más jóvenes la vida hiperconectada, pero ¿y en la de nuestros mayores? 
Nuestros mayores.
 Cuántos chistes se habrán hecho sobre su analfabetismo informático.
 Pues bien, ha llegado la hora de la venganza de toda una generación.
 Han abrazado sus teléfonos inteligentes y se sienten como chiquillos con su nueva vida virtual. 
Es el paraíso de los jubilados, el edén de las madres que se sienten conectadas con sus hijos permanentemente, el hábitat ideal de los primos, de los cuñados, de los excompañeros unidos por los Expedientes de Regulación de Empleo. 
Yo había aventurado algunas teorías al respecto, dado el número inaudito de vídeos que a diario me inundan el WhatsApp, enviados en abrumadora mayoría por personas de los 60 en adelante. Sospechaba que esta afición descontrolada de los que se han incorporado al universo cibernético a última hora tenía que responder a algún impulso psicológico, y cuál no ha sido mi sorpresa cuando veo que The New York Times abordó este crucial asunto la semana pasada.
 Al primero que señalaban como un abuelete que no sabía qué uso debía hacer de Twitter era a Donald Trump.
 De acuerdo, él es el presidente de los Estados Unidos y eso marca la diferencia; de acuerdo, es un ser incontinente, chulesco, con tendencia a la ira y al desprecio, pero incluso contando con esos rasgos patológicos está claro que hay un componente generacional de inadecuación a este sistema de redes que, por sus propias características de superficialidad, resultan apropiadas para un espíritu juvenil y forzadas para la gente de edad. 
Pensamos equivocadamente que la virtualidad encubre nuestra fecha de nacimiento pero se está viendo que no, que hay una especie de gagaísmo digital que se dispara a partir de una franja de edad y que lleva a los individuos a enviar a todos sus contactos vídeos chistosos (presentándolos como descacharrantes, un aviso de que no te lo parecerán), sobre la conmovedora maternidad de las hienas o las inusitadas habilidades de una niña prodigio.
 Eso sin dejar a un lado los selfis o el lenguaje hipersentimentalizado del Facebook, con el que se dice te quiero más de lo que cualquier corazón pueda resistir.
Incluso los que no somos aficionados a los libros de autoayuda hemos dedicado algunos minutos de lectura a esos artículos ahora tan abundantes en la prensa en los que te enseñan a decir que NO en 10 pasos a fin de que los compromisos no te roben la vida. Muchos llevamos entrenándonos en esa disciplina muchos años: hemos conseguido con gran esfuerzo decir que no a cenas, a viajes, a trabajos sin remunerar, nos hemos aplicado en distinguir lo fundamental de lo prescindible, pero, ay, han desembarcado la familia y los mayores en la escena virtual y no somos capaces de salirnos de sus grupos de WhatsApp.
Mi amigo lleva una semana recibiendo material gráfico de la comunión y no se atreve a abandonarlo.
 Le da miedo que su familia piense que tiene algo en contra del chiquillo.