Thierry Frémaux, director del certamen, relata en el libro 'Selección oficial' su amistad y sus problemas con las estrellas.
Thierry Frémaux fue nombrado delegado artístico del Festival de Cannes en 2001, año en el que Baz Luhrman abrió el fuego con Moulin Rouge y Nanni Moretti ganó la Palma de Oro con La habitación del hijo. Liv Ullmann presidió aquel año el jurado.
En 2007 fue nombrado delegado general del certamen, es decir, su máximo responsable ejecutivo.
Desde entonces, este cinéfilo impenitente y director también del Instituto Lumière de Lyon fue tomando notas y conformando este diario de un año que ahora ve la luz.
Selección oficial (publicado en Francia por Grasset) es, pues, el balance subjetivo de 15 años de amistades, enemistades, obsesiones, viajes, reuniones, logros y fracasos al frente de la mayor manifestación cultural del mundo: más de 40.000 personas acreditadas, de ellas 4.500 periodistas y, en total, más de 100.000 almas invaden Cannes cada mes de mayo.
En las más de 600 páginas del libro Frémaux alterna dos categorías o territorios: lo que podría llamarse la fenomenología de Cannes –detalle pormenorizado del proceso de selección de películas, puesta en marcha de la apabullante infraestructura humana y material necesaria para un mastodonte así…- y la fauna de Cannes: esa ilustre pléyade de estrellas que, de cerca o de lejos, con sus genialidades, ataques de ira, caprichos y ataques de amistad conforman la muy glamurosa cita anual en La Croisette.
Estamos ante un hombre en torno al cual, entre los meses de enero y mayo, convergen todas las miradas del cine mundial.
Productores, directores, distribuidores, actores… aunque no lo diga, todo el mundo quiere estar en Cannes, a poder ser en la sección oficial y a poder ser en la competición.
Pero Frémaux (que vive todo el año a caballo entre Lyon, París y el tren de alta velocidad) solo tiene sitio para una treintena de películas.
En cambio, y como explica en el libro, él y su equipo vieron para la edición de 2016 un total de 1.850.
El carnet de baile es demoledor.
Al cabo de los años, de las alegrías y de los disgustos, Thierry Frémaux se ha ido haciendo amigo de bastante gente y enemigo de unos pocos, asegura.
Entre los primeros están Harvey Weinstein, Clint Eastwood, Quentin Tarantino, Sean Penn (que le cuenta lo asustado que está porque la policía le ha dicho que cualquier sicario puede asesinarlo tras su entrevista con el narco El Chapo y la posterior detención de éste), Nicole Kidman, Isabelle Huppert, Julia Roberts (“cuando me agarró el brazo para atravesar la alfombra roja creí que iba empezar a sangrar por la nariz”, confiesa) Robert de Niro, Martin Scorsese… a quienes tutea y visita en sus casas y con quienes cena y habla de lo divino y lo humano.
Entre los segundos se encuentran algunos productores, como el portugués Paulo Branco ("me toca las narices sin parar cada vez que quiere que le seleccione una película"), algunos directores despechados como Miguel Gomes o Emir Kusturica, y algunos periodistas.
La relación de Thierry Frémaux con diarios franceses como Le Monde o Libération por sus valoraciones del Festival es tormentosa como poco.
Una guerra educada pero sin cuartel.
Alguien con una agenda de ese calibre puede contar un sinfín de anécdotas del mundo del cine.
Hay algunas impagables.
Como cuando Bernardo Bertolucci le explica cómo fue el día en que, estando en Los Ángeles, recibió de pronto la llamada de un Marlon Brando que quería “perdonarle” y volver a ser su amigo, después de haber roto relaciones tras el caótico y dramático rodaje de Último tango en París.
O cuando Sean Penn se quedó con cara de póquer un día al descolgar el teléfono y oír la voz de Dylan, que le llamaba para felicitarle por el papel pero –y esto era lo que de verdad perseguía- preguntarle qué dieta había seguido para protagonizar la película Mi nombre es Harvey Milk de Gus van Sant.
“Le dije que era sencillo: quemar más calorías que las que tragas. Le sonó raro y colgó sin decirme adiós”, le cuenta Penn a Frémaux.
O sus conversaciones surrealistas con Aki Kaurismäki, que le explica poco antes de subir al escenario del Gran Teatro Lumière para recoger su Gran Premio por El hombre sin pasado: “Mira, Thierry, en Finlandia, en invierno, es todo el rato de noche, y eso nos pone tristes, así que bebemos.
En verano, es todo el rato de día, y eso nos pone contentos, así que bebemos”. Acto seguido, el borracho más lúcido del cine moderno (Abel Ferrara es otro cantar) sube al escenario, se encuentra de bruces con David Lynch, que era el presidente del jurado, y le suelta: “¿Y usted quién es?”
. O aquella cena en el restaurante Chatou de Cannes en la que el actor y humorista francés Laurent Gerra insistía sin parar a Belmondo y Sofia Loren para que confesaran si se habían liado en el rodaje de La ciociara de Vittorio de Sica: “¡Ay, este hombre era irresistible!”, soltó Loren.
“¡Ay, este señora estaba casada!”, contestó Belmondo, quien zanjó: “Eso solo lo sabe la historia del cine”
Thierry Frémaux suelta otras perlas: a Mick Jagger le gusta entrar, sin que nadie le vea, en las proyecciones de Cannes y se sale antes de que enciendan las luces.
David Bowie y Ringo Starr hicieron saber que les encantaría formar parte del jurado oficial… pero no lo consiguieron.
Un jurado para cuya presidencia el director de Cannes sigue teniendo una espina clavada.
Spielberg, De Niro, Clint Eastwood (y su frase-fetiche: “Con el presupuesto de algunas películas, Estados Unidos podría invadir un país”), Almodóvar este mismo año… todos acabaron diciendo “sí”… todos, menos Jean-Luc Godard, la presa nunca cazada.
Estamos en 1977. Un tal George Lucas acaba de terminar su nueva película, una historia de ciencia-ficción que ha titulado Star Wars (cuyo contrato de producción firmó en el comedor del hotel Carlton de Cannes, y por eso sigue yendo a ese hotel, pese a que hay otros más lujosos, más exclusivos y más modernos en las proximidades). En una sala de proyección de Los Ángeles, Lucas enseña el montaje provisional de la película a sus amigos: Scorsese, Spielberg, De Palma y Coppola. Al final, De Palma se levanta y le suelta: “Oye, George, qué chorrada es esa de ‘que la fuerza te acompañe”?
El joven Steven Spielberg, que acaba de triunfar con Tiburón, le dice: “Mmm, bueno, creo que esta película puede funcionar, George”.