Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

18 abr 2017

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17 abr 2017

Los caminos salvajes de Ella y Annemarie...............Publicado por Mar Padilla...

Detalle de la portada de The Cruel Way: Switzerland to Afghanistan in a Ford, 1939; de Ella K. Maillart, publicado por University of Chicago Press, 2013.
Como Los Picapiedra, vivimos en el pasado viejo y lejano, pero no lo sabemos.
 Y sobre el futuro tenemos alguna pista: o desaparecemos o, como apuntan algunos científicos, sobrevivimos desestimando el uso de la violencia —de cualquier tipo— por su radical ineficacia.
Así, nuestros días transcurren en tiempos antiguos, entre el ser y estar —o no—, donde todavía se hace caso a tipos como Thomas Hobbes.
 Con su Leviatán, su «el hombre es un lobo para el hombre», Hobbes es un símbolo de un mundo arcaico.
 Por ejemplo, en la vieja Europa, entre 1350 y 1950, no hubo apenas década en la que no estallara una guerra importante, se luchara en el continente o fuera de él. 
Por tanto, solo a un autor europeo se le habría ocurrido concluir que el estado natural del hombre es de violencia constante. 
Una conclusión lúgubre, esta presunta brutalidad inherente a las personas de la que habla Hobbes.
 Y corta de miras. Una prisión de la que es preciso escapar.
Annemarie Schwarzenbach y Ella Maillart detestaban la violencia y nunca les convenció su presunta omnipresencia.
 A estas dos no les gustaban las afirmaciones categóricas, los callejones sin salida.
 Les atraían más los caminos. En un pasado cercano, en 1939, casi ochenta años atrás, cuando Europa estaba a punto de enloquecer arrastrada por la violencia que la llevaría a la Segunda Guerra Mundial, cuando faltaban pocos meses para que estallara un conflicto que dejaría millones de muertos y millones de víctimas en vida, Annemarie y Ella optaron por la huida, lo que es una salida o una solución tan decente como cualquier otra. 
Querían dejar atrás un continente donde todo el mundo parecía extraviado. 

Estaba decidido: su destino sería Oriente, irían en coche, la ruta empezaría en Suiza y acabaría en Afganistán. 
Después, cada una escribió —en diferentes momentos, en distintos formatos— su propio libro sobre el mismo viaje: Todos los caminos están abiertos, por parte de Annemarie Schwarzenbach, y El camino cruel, por parte de Ella Maillart. 
 
Nadie sabe qué pensar
Viajeras empedernidas las dos, conocedoras de mil sitios, deciden que dirigirán rumbo a Oriente en busca de perdurabilidad.
 «En Occidente, donde todo son cambios, nadie sabe qué pensar, nadie ve su porvenir seguro, los ricos menos que nadie, y esto, ni siquiera en los periodos de paz», dice Maillart. 
Van al encuentro de personas de otras culturas, más viejas, algunas legendarias, a la caza de posibles respuestas a la cuestión de «la soledad ineluctable —como un atolladero— a la que lleva la cultura occidental».
 Buscan respuesta a una pregunta que, viviendo en Europa, atruena en su cabeza: ¿de qué sirve toda esta fiebre?
El mito de Oriente, tan occidental, agitaba su imaginación.
 Maillart quiere creer que en esas viejas tierras encontrarán personas que les ayudarán a combatir «la depresión moral que es la estela de nuestra cultura materialista».
 Annemarie, además, tiene otra razón de peso: quiere dejar atrás, de una vez por todas, su adicción a la morfina, y su amiga está firmemente convencida de que, con su ayuda, lo logrará.  

Siendo tan distintas, se unieron en esta aventura común, convencidas de que el viaje es siempre una salvación.
 Ella recuerda que cuando era pequeña, camino de la escuela, paraba a los extranjeros que se encontraba por la calle para preguntarles de dónde venían.
 A su vez, la niña Annemarie exploraba los mapas del mundo en la escuela, y al leer nombres de ciudades lejanas —Samarkanda, Isfahan, Herat— la idea de simultaneidad entre la cercanía y la distancia la confundía.
 En su mente infantil, «que la vida existiera en el mismo momento, aquí y allá, a cada lado de los mares y las montañas me merecía serias dudas».
En la escritura, también, Annemarie y Ella eran como la noche y el día.
 La primera escribía para conocerse, para ella misma. 
La segunda, para conocer el mundo y las personas. En todo caso, el nexo común es la sed de movimiento y el riesgo, dos ingredientes imprescindibles para darle un valor áspero a la existencia.
 A lo largo de todo el camino, que duró meses, las dos se felicitaban sobre su libertad, «tan difícil de soportar pero más necesaria que la vida», según apuntó Ella. 
Un cochazo con matrícula de Graubünden
Para todo ello, para ponerse en marcha, acondicionaron concienzudamente el coche de Annemarie en un garaje de Zúrich. Era un Ford Roadster Deluxe de dieciocho caballos, matrícula de Graubünden. 
Hablaron con embajadas, periodistas y viajeros, leyeron lo que no está escrito sobre los países que iban a visitar, prepararon mapas, licencias, permisos, salvoconductos.
 Llenaron el vehículo de material de trabajo: máquinas de escribir, papel, cámaras de fotos, rollos, cámaras de filmar. 
Por fin, salieron de Ginebra el 6 de junio de 1939. 
Annemarie conducía y hacía fotos, y Maillart filmaba. Iba a ser un periplo largo, duro, inolvidable.
 Atravesaron Italia, los Balcanes, Bulgaria, Turquía, Armenia, Azerbaiyán, Irán, hasta adentrarse en Afganistán.
 A lo largo del camino les advirtieron una y otra vez que era peligroso que dos mujeres viajaran solas, sin hombres para protegerlas.
 Los ingleses que se tropezaban por las carreteras les decían que cualquier dama debe ir acompañada, por lo menos, de un gentleman para viajar, y no podían entender que optaran por ir «sin chofer, criados, cervezas heladas o armas de fuego», como hacían ellos.
 En ruta, les insistieron además en que el Ford no podría ir por las carreteras del norte de Afganistán, que no superaría las inclinaciones del 30% de los senderos para bestias de carga, que no podría vadear ríos ni enfrentarse a las dunas de los desiertos.

Durante el viaje escribieron artículos para la agencia Reuters y para periódicos como el Neue Zürcher Zeitung, Le Petit Parisien, o Der Bund, hicieron fotos y grabaron con las novísimas cámaras Kodak de tres minutos. 
La misión de Ella incluía, además, elaborar un tratado de etnografía sobre la gente del Nuristán. 
No en vano consideraba que «recorrer tierras y mares solo sirve para matar el tiempo.
 Uno se vuelve tan insatisfecho como cuando partió. Hay que hacer algo más».
Las dos tipas eran muy diferentes. 
Annemarie, viajera inconsolable, escritora prodigiosa, doctora en Historia, antes quiso ser general, pianista y bailarina.
 Maillart, periodista, fotógrafa y etnógrafa, viajera imbatible, fue esquiadora profesional y regatista en las Olimpiadas de 1924. Annemarie era tortuosa, frágil, excesiva, una irresistible seductora de tendencias suicidas que, víctima de un accidente de bicicleta, no alcanzó los cuarenta años. 
Maillart, en cambio, era vitalista, incansable, una estrella deportiva que quería vivir mil años y se quedó en algo más de noventa.
Pero las dos suizas siguieron su destino.
 A lo largo de todo el viaje se cruzan constantemente con ingenieros de caminos, de puertos, de puentes, con camioneros y con policías.
 Y a lo largo del periplo, las dos alaban la vida en la carretera. «¿Qué poeta cantará a los camiones de Asia?, ¿a la epopeya moderna de cruzar el desierto del Gobi, los precipicios de Birmania, las montañas de Chensi?», escribe Ella.
 Habla de los ayudantes de los conductores de camión, y describe a uno: «parece muerto de cansancio, pero sus ojos brillan aún del orgullo de vivir como un hombre.
 Todo el día permanece de pie en la parte trasera del camión, donde a veces no tiene sitio más que para un pie.
 Un pesado mazo al hombro y realizando milagros de equilibrio, sin otra recompensa que verse maltratado en las paradas».
Mapa extraído de Fluechtige Idylle, por Ella Maillart.
Niños risueños que gritan «Heil Hitler!»
En las llanuras de Treviso, en Italia, compraron una hogaza de pan cuya corteza llevaba estampada la figura de un escorpión. 
Rebanada a rebanada, la pieza les duró hasta la frontera de Bulgaria con Turquía. 
En Kloster —hoy Eslovenia—, una clase entera de preciosos niños guiados por el maestro las había saludado al grito de «Heil Hitler!». De la frontera búlgara en adelante, todo cambia: «De Occidente a Oriente, van de la tierra roja, los pastizales verdes y las vacas blancas a las laderas negras, el camino pedregoso y los pesados búfalos de pelaje brillante como el aceite», describe Schwarzenbach. 
En un restaurante en Gumushane, en Turquía, Annemarie deja escrito que Maillart come un plato de hígado frito a base de petróleo.
En un pueblo de Armenia, un chiquillo se dirige a Ella y le dice: «Tienen que descansar más del viaje.
 Su hijo está aún fatigado». Se refería a Annemarie. Al entrar en Irán su coche era el segundo inscrito en el libro fronterizo.
 Y por el camino, la delicada belleza de tantas mezquitas les hace recordar un precepto persa: el gran arte nos vuelve fuertes, jóvenes y alegres. 
Su destino, Afganistán, ya está a la vuelta de la esquina. 
Eligieron este país porque nunca fue subyugado: de Alejandro Magno a Tamerlán hace siglos, de los rusos a los americanos en estos tiempos, unos y otros lo intentaron siempre en vano.
 A un paso de la frontera afgana se descubren emocionadas: les atrapa la disparatada alegría del triunfo.
 Miran el horizonte y se sienten ansiosas por entrar en Afganistán y ver «sus enormes montañas, sus tribus magníficas, sus ríos helados, sus ruinas viejas como el mundo».
 Por un instante creen estar a las puertas del paraíso, un lugar donde las personas se mueven «holgadamente en el seno de una vida hecha a su medida». 
 Al poco de cruzar el paso, tres tipos vestidos de blanco de la cabeza a los pies las encañonan con pistolas. 
Al final del encontronazo no ocurre nada: los hombres solo les piden cigarrillos.
 Una vez entran en el país, conocen la hospitalidad de los pueblos nómadas y el desprecio de muchos otros.
 Por el camino despiertan escepticismo, admiración, indulgencia. Y algo sucede.
 Como Sancho y Quijote a golpe de volante, el paisaje infinito y yermo de Afganistán trastoca papeles y confunde identidades. Maillart, la etnógrafa realista y terrenal, habla del resplandor en la mirada de una adolescente cuando descubre que «el amor habita en ella, un amor que siente tan inextinguible, que sería capaz de transformar todo el mundo».
 En cambio, el corazón de poeta de Annemarie sentencia que ambas tenían la sensación de estar en un país sin mujeres, donde las niñas despiertas, de ojos radiantes estarán «pronto confinadas a las sombras, tras los muros del harén, al lóbrego cautiverio del chador».
Al trabajo, como a la guerra
Por el grandioso valle de Hindú Kush, en Haibak, bajo un calor asfixiante, vivieron un instante extraordinario: un estrecho camino de montaña les regaló una radiante escena campestre en la que un grupo de mujeres sopesaban la compra de unos melones cuando, al llegar al siguiente recodo, se toparon con una gigantesca presa de cemento armado, un monstruo enorme sin terminar. 
«Muchos hombres trabajaban en la presa, en unos inmensos telares y en una refinería de azúcar.
 De vez en cuando gritaban la palabra: yaj chariah! Para darse ánimos. Era también su grito de guerra, nos dijeron.
 Atacar el trabajo con el mismo grito con que se ataca al enemigo ¿no era acaso acometerlo de igual modo?», apunta Ella.
Annemarie, en cambio, explica la misma escena en parcas palabras: en un saliente de la colina, divisaron «una enorme presa en construcción. 
Fábricas, hornos para cocer ladrillos, chabolas, tenderetes y letreros en persa, ruso, alemán.
 Refugiados rusos, ingenieros alemanes, trabajadores uzbecos, tayicos, turcomanos, afganos. 
El nuevo proletariado de un país que camina hacia la civilización», apunta irónica.
 
Para pasmo de amigos y conocidos, a lo largo de la ruta afgana no sufrieron apenas ningún incidente con la gente que encontraron a su paso: solo les robaron una Leica, pero finalmente se la devolvieron. Otra cosa es el paisaje. 
Bordeando carreteras a más de dos mil metros de altura, mano a mano, lucharon contra el frío, contra su propia fragilidad y contra las dudas.
 No sabemos si por el camino se enamoraron la una de la otra, o si se odiaron a ratos, si se quisieron una noche, o todas, o ninguna.
 Lo que vislumbramos en sus escritos es que, por encima de todo, Ella intenta ayudar a su amiga a conformarse y disfrutar de la aventura, a desintoxicarse de la morfina, mientras Annemarie aprecia el viaje en todo su esplendor y, a su vez, sufre arrebatos de hastío, de hartazgo de todo y nada.
En los encuentros en la montaña, en trayectos tan largos, el saludo usual es «no se canse» y «que usted viva».
 Parte de la ruta que hacen es la de la seda, la de los soldados de Alejandro Magno, la de Marco Polo.
 En Herat, un ingeniero polaco —el único europeo en la ciudad— le regala a Annemarie una cajetilla de auténtico tabaco inglés, y ella se confiesa incapaz de describir la emoción de recibir regalo así en los confines de la tierra.
 En Bagram, una familia de arqueólogos les probó que allí, en el reino de Kabrisa, y no en el Gandhara, en la cuenca del río Kabul, fue donde se encontraron el arte griego y el indio.

Ojos de pescado triste
Cuando alcanzaron Kabul, estalló la guerra en Europa.
 Ante ella, sus posturas fueron distintas: Maillart quería olvidar el conflicto, aislarse, mientras Annemarie se mostró más combativa y vislumbró la magnitud de la tragedia al instante.
 Y es en Kabul donde acaba su aventura común.
La causa de la separación de las dos amigas no está del todo clara. Parece que, tras tantos meses de vida nómada, la llegada a la ciudad acabó con la paciencia de Ella:
 Annemarie corrió a perderse por las calles de Kabul y volvió, irreductible, a su papel de toxicómana.
 Harta de las crisis y de las recaídas de su amiga, en un arrebato, Maillart le enseñó una foto de su rostro demacrado y le gritó a la cara.
 Le dijo que lo único que parecía importarle era que todo el mundo la quisiera, pero con esos ojos de pescado que le dejaba el uso continuado de la morfina eso no iba a ser posible.
Después de la aventura, Maillart apunta los prejuicios ilustrados de muchos respecto a Afganistán:
 ¿Era la comida de verdad comestible?, ¿no habían tenido miedo de dormir sin protección alguna entre esa gente? Le dolía la cortedad de miras, la arrogante ignorancia de los que desconocían todo y todo lo ajeno despreciaban, los que nada saben de la sincera cordialidad afgana.
 Annemarie, en cambio, confiesa cierto alivio al dejar Afganistán. El camino se le hizo demasiado largo, agreste, y el clima demasiado duro.
 Quizás se convenció de que las cimas del Hindú Kush, sumergidas en una luz metálica, casi aterradora, eran el exacto rostro del abismo. 
Y trató de huir de él. «¡Todo olvidado, todo superado!», sentenció.
Maillart entiende después, al cabo del tiempo, que su amiga ha escogido el camino cruel: el dolor, el conflicto y la conmoción interior eran la vida misma para Annemarie.
 En una conversación, esta le confiesa que no sabe qué hacer para vivir.
 Que el miedo nunca la deja en paz. 
Después de la separación en Kabul, Annemarie se dirigió al norte de Afganistán, mientras Maillart siguió hacia el sur de la India.
 A principios de 1940 se volvieron a encontrar en Bombay. Fue la última vez que se vieron. 
De camino al encuentro con su amiga, en el paso de Khaybar, la puerta a la India, unos funcionarios de aduana ingleses le pidieron la documentación a Annemarie. «¿De dónde te trae el camino, forastera?», le preguntaron. 
Y esta contesta: «De Persia, del Turquestán, de donde todos los caminos están abiertos y no llevan a ninguna parte».


El olor que seduce a los grandes del lujo.................. Estel Vilaseca

La efervescencia del sector de las fragancias empuja a las firmas a interesarse por productos únicos alejados del ‘marketing’.

El diseñador Alber Elbaz y, a la derecha, el perfumista Dominique Ropion, quienes han creado el perfume Superstitious.
El diseñador Alber Elbaz y, a la derecha, el perfumista Dominique Ropion, quienes han creado el perfume Superstitious.

 Ahora que el conglomerado de lujo LVMH se ha hecho con la participación mayoritaria de la maison Francis Kurkdjian, se confirma el interés de los grandes grupos por las firmas de perfumería nicho.

 Manzanita capital, propietarios de Diptyque y SpaceNk, se hicieron en 2013 con la golosa Byredo, la refinada marca de perfumes y velas creada por Ben Gorham.

 En 2014, la compañía Esteé Lauder compró Le Labo y la respetada y creativa Editions de Parfums Frédéric Malle, y, a principios de 2015, el grupo Puig incorporó a su cartera de clientes la inglesa Penhaligon’s y L’Artisan Parfumeur.

 Y es que según los analistas, este tipo de fragancias —que a pesar de su discreción tienen grandes volúmenes de ventas— están experimentando un crecimiento anual del 50%, motivo principal por el que se ha producido esta cadena de adquisiciones.

Prototipo de Superstitious, perfume creador por el diseñador Alber Elbaz y el perfumista Dominique Ropion.
Prototipo de Superstitious, perfume creador por el diseñador Alber Elbaz y el perfumista Dominique Ropion.
¿Qué diferencia exactamente un perfume nicho de una fragancia comercial? “Este tipo de perfumería funciona a partir de una serie de reglas no escritas. 
Para empezar, donde hay que poner énfasis es en la creación, en los ingredientes y en la calidad y no en el marketing
 Además, no puedes hacer publicidad: nunca verás un anuncio de Byredo, Frédéric Malle o Nasomatto, porque precisamente se supone que la idea es huir de las guerras comerciales que se dan en la perfumería convencional”, explica Abel Díaz, director de Studio Smith, empresa que distribuye hasta 11 marcas de perfumería nicho en España.
 Mientras los perfumes convencionales se diseñan en los despachos de marketing de las firmas, este sector vende aromas de autor y el romanticismo propio de esas épocas en las que las cosas se hacían a otros ritmos.
 De hecho, en la mayoría de casos, los responsables de estas nuevas marcas son narices con ganas de ejercicios olfativos más creativos que en el pasado ya han firmado algunos de los perfumes más populares.
 El mismo Francis Kurkdjian es el creador de esencias super-ventas como Le Male de Jean Paul Gaultier, Narciso For Her de Narciso Rodriguez o Jeans Couture Glam de Versace.
 Rizando el rizo, el proyecto del francés Frédéric Malle, una de las marcas más respetadas, se concibió como un editorial, invitando a las narices más exquisitas para que dieran rienda suelta a su creatividad lejos de las directrices del mercado. 
Malle, cuya madre participó en la creación del famoso Eau du Savage de Dior, empezó su propia aventura buscando un antídoto al desencanto que sentía por una industria de la perfumería en la que solo parecían importar las ventas.
 “Al final, todas esas fragancias tenían nombres, pero la sustancia en ellas era la misma. 
De alguna manera se trataba de hacer fragancias del mismo modo que hacías aromas para el desodorante, el tipo de birria que satisface a todo el mundo”, explicaba el verano pasado Frédéric Malle en una entrevista a la web Fragrantica.
 El mes pasado, Malle lanzó su colaboración más mediática, el perfume Superstitious realizado por el perfumista Dominique Ropion junto al diseñador de moda Alber Elbaz. 
 Elaborado como en los viejos tiempos, trabajaron durante un año para dar con la fragancia precisa.

Intentando dar respuesta a esta creciente demanda, la última edición del Pitti Uomo incluyó la nueva sección Hi Beauty, ligada a la feria especializada de fragancias nicho Pitti Fraganzze, que ofrece una selección de firmas de perfumería y cosmética en busca de mayor exposición.
La efervescencia de este sector ha empujado también a repensar los perfumes de marcas de moda que en los últimos años se han lanzado a la creación de lo que se conoce como alta perfumería. Ediciones de coleccionista, con series limitadas y a la venta en selectos puntos intentan trasladar la exclusividad de la alta costura al mundo de los olores.
 Armani y Chanel abrieron el camino hace 10 años con la línea Privé y Les Exclusifs, respectivamente.
 En 2010 Dior sacó su Collection Privée, y en 2014, Givenchy lanzó L’Atelier.

 

Del ‘boom’ y otros demonios.................. Christopher Domínguez Michael

Se cumple medio siglo de la publicación de tres títulos capitales en español: 'Cien años de soledad', 'Cambio de piel' y 'Tres tristes tigres'. 

Hoy, además, hace tres años que murió García Márquez.

 

Guillermo Cabrera Infante, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, vistos por Fernando Vicente. Guillermo Cabrera Infante, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, vistos por Fernando Vicente

Al conmemorar el medio siglo cumplido de la aparición de Cien años de soledad, Cambio de piel y Tres tristes tigres, obras de Gabriel García Márquez (1927-2014), Carlos Fuentes (1928-2012) y Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), festejamos (o ponderamos, si cabe) los años que nos separan del esplendor del boom latinoamericano de novelistas que cambió el destino de la lengua española como sólo había ocurrido previamente durante el Siglo de Oro, durante la aparición de Rubén Darío culminando la penúltima década del XIX y con los poetas peninsulares de la generación del 27.



Tres momentos suficientes para garantizar lo que, de manera increíble y antes de aquel 1967, todavía se ponía en duda: el sitio capital de la lengua española, en los principios de la modernidad (Shakespeare, según Roger Chartier, leyendo a Cervantes) y durante sus largos y nebulosos años finales con un Borges como uno de los escritores más influyentes del planeta.
 Quienes lamentaron nuestra ruina, siempre prestos, fueron los profesores anglosajones (anótense las excepciones), los mismos quienes igualmente han drenado, presurosos, el presupuesto universitario para festejar nuestros renacimientos tras las décadas de inopia que toda gran literatura puede y debe permitirse. Pregúntenles a los franceses, los únicos sabedores de cómo hacer de la decadencia, gloria.
El libro insignia es, desde luego, la novela de García Márquez, de cuya muerte se cumplen tres años precisamente este lunes. 
Dirán que tengo poco mundo, pero aún no conozco a nadie que, habiendo leído Cien años de soledad durante la adolescencia, reniegue de ella porque —lo sé— a esa edad el libro y el lector se confunden o casi nadie quiere renunciar, desde las amarguras de la relectura lamentadas no hace mucho por Javier Marías, a ese paraíso perdido.
 Al menos en mi caso, me he decepcionado, tras volver, casi siempre obligado por el oficio, a Rayuela, de Cortázar, o a las primeras novelas de Fuentes.
 En otros casos —para qué mentir— llegué tarde a obras capitales de aquella generación, como la del primer Vargas Llosa o de José Donoso, cuando ya no me era dado leer sin la sombra amenazante del historicismo. 
Superado el galimatías del “realismo mágico” que identifica a esa imprecisa etiqueta con el boom, hay una magia en aquel García Márquez de 1967 sin la cual yo, como lector novato que fui, no puedo concebirme.
 Relectura tras relectura, Cien años de soledad me parece un jardín privado hecho a mi medida, como sólo lo han sido en mi vida de lector, con ella, las novelas de Proust y Mann.
Fue del orden político-económico, la condena del boom, jurada en nombre de cierto izquierdismo envidioso e ignaro muy propio de los años setenta.
 Causaba escozor que aquel grupo hubiera sido apadrinado en Barcelona por Carmen Balcells, a quienes no pudiendo tragar lo de “agente literaria” calificaban peyorativamente de codiciosa “vendedora de libros”.
 Ella se habría echado al hombro el boom como si de una Enciclopedia Británica se tratará, suscribiendo al vecindario, casa por casa.
 Fue también una reacción defensiva, natural en aquellos escritores a quien les tocó debutar a principios de los años setenta, a la vez imantados por los flasazos ganados por la “nueva” literatura latinoamericana y condenados a la marginalidad por la fama y fortuna del boom.
 
Quienes hallaban en el boom sólo comercio poco sabían del origen bastardo, hoy bien estudiado, de la novela, mercantilismo que no la abandonará nunca y está en su esencia: los Dickens, los Balzac y los Dumas montaron, con buenas y malas mañas, con negros y sin ellos, verdaderas empresas de edición que le dieron a la burguesía (y sobre todo a las mujeres lectoras) ese género que le faltaba al mundo: la novela.
 No en balde el portero de sir Walter ­Scott rechazaba visitas inoportunas a la sazón de “estamos muy ocupados con Ivanhoe”. Con ese mismo orgullo plural y vicario, seguramente respondía Carmen Balcells a quienes la acusaban de “inventar” lo que sólo puede lograr la combinación del genio literario y el tino comercial. Si el primero se ausenta, de nada sirven los millones de ejemplares vendidos.
Desde América Latina, el boom es sólo un capítulo muy vistoso de una tradición novelística no muy larga, pero que en los años anteriores a Cien años de soledad y a otras obras de esa generación, acumuló novelas geniales como las de Onetti, Rulfo o Lezama Lima, todas ellas relacionadas con la prosa de vanguardia que en nuestra orilla procreó narradores de una riqueza que 1967 (ese año La casa verde se lleva el Rómulo Gallegos, además), tan sólo, iluminó: el delta rioplatense que surge de Macedonio y llega a Cortázar, la familiaridad de Efrén Hernández con Arreola y Rulfo en México, el aislamiento de Juan Emar en Chile o de Pablo Palacios en Ecuador. 
Además, estaba Borges, el escritor latino­americano más importante de la historia, sin el cual el desenlace de Cien años de soledad, cuando Aureliano desparrama el libro de arena y desempolva los pergaminos de Melquíades, es inconcebible.
Si creo que Cien años de soledad es una de las grandes novelas de la lengua, junto al Quijote, La Regenta, Fortunata y Jacinta, Pedro Páramo y alguna otra, evaluar a Fuentes y sobre todo al de Cambio de piel, requeriría de un lector no mexicano o, al menos, el concurso de alguien más joven, quien, a diferencia mía, no haya participado de la fronda antifuentesiana iniciada en la literatura mexicana durante los años ochenta y sólo extinta con el novelista. Conservo el debido respeto historicista por La región más transparente (1958) y por La muerte de Artemio Cruz (1962), no desdeño Aura, pero sigo pensando que el gran oído de Fuentes desapareció tras Cristóbal Nonato (1987), su desmesurado (como todo en él) experimento lingüístico-apocalíptico sobre el destino de México, acompañado en ese fin de siglo por novelas similares como las de Hugo Hiriart, Homero Aridjis y Guillermo Sheridan. 
En aquel entonces, la novela mexicana, más que narrar, profetizaba. El futuro, como lo llegó a consignar el propio Fuentes en las novelas oportunistas (La voluntad y la fortuna, Adán en Edén) de su penosa etapa final, era aún más horrible de lo pronosticado, gracias al narcotráfico, invisible en 1987, en esa buena comedia menipea que es Cristóbal Nonato.
Confieso que no había releído Cambio de piel desde la adolescencia, y en esta ocasión me pareció menos que el depósito de la mitología de Fuentes (México es una nación-pirámide como la de Cholula, epicentro de esta novela y lección tomada pero nunca puesta en duda, infortunado, por el novelista en El laberinto de la soledad, de Paz), una buena novela, escrita con pulcritud, sobre las parejas, rotación muy socorrida en los años setenta y orlada de un cosmopolitismo eficaz que relaciona todo lo latinoamericano con la historia universal.
 Como debe de ser y como no lo era.
Siendo imposible e indeseable bajar del iconostasio a Cien años de soledad, de las tres novelas cincuentenarias la más viva es la de Cabrera Infante, quien, a diferencia de Fuentes (Terra nostra, su obra maestra, es de 1975), nunca superó, me parece, Tres tristes tigres.
 Más que escrita en cubano, como quería el ya entonces inexorablemente exiliado GCI, en su novela de 1967 se escucha —lo cito otra vez— el lenguaje secreto y sin embargo comprensible de la noche de toda gran ciudad. En su nostalgia musical de la fiesta habanera, gracias a un ingenio verbal del que el cubano abusó después sin dañar nunca Tres tristes tigres, es una novela profundamente política.
 Cabrera Infante, hijo de comunista, previó la tragedia ortodoxa del comunismo castrista, al colocar en el centro de Tres tristes tigres y al parecer sin venir a cuento los extraordinarios pastiches del asesinato de Trotski supuestamente escritos por Martí, Lezama Lima, Virgilio Piñera (entonces desconocido fuera de Cuba), Lydia Cabrera, Lino Novás, Carpentier y el poeta Guillén, el malo. 
Frente al símbolo primero glorioso y luego obsoleto de la América Latina identificada con el boom, la revolución cubana, García Márquez quiso que su privanza con Castro fuese un mal menor beneficioso para sus amigos isleños y Fuentes se deslindó con prudencia, pero sólo Cabrera Infante, en su oposición radical al castrismo, casa con un siglo XXI cuya filosofía moral son los derechos humanos.
 Eso cuenta y hay que decirlo.
La milagrería de Cien años de soledad me sigue pareciendo verosímil, y escucharla es pegar la oreja a un caracol rumbo a la infancia; Cambio de piel me invita a reconsiderar a Fuentes en su tragicomedia mexicana, que es la mía, me guste o no, y Tres tristes tigres me parece la cifra de aquella frase atribuida a Darío, la de un lenguaje cuyo rigor se asoma al delirio
. Quiso casar GCI a Proust con Isaac Newton, como después que él, Severo Sarduy.
 Y el boom cabe, me alegra, en el deseo del difunto bustrófedon, de quien se dijo que dice en Tres tristes tigres: “Éramos totalitarios: queríamos la sabiduría total, la felicidad, ser inmortales al unir el fin con el principio.
 Pero Cué se equivocaba (todos nos equivocamos menos, quizás, bustrófedon, que ahora podía ser inmortal), porque si el tiempo es irreversible, el espacio es irrecorrible y, además, infinito”.