Como Los Picapiedra,
vivimos en el pasado viejo y lejano, pero no lo sabemos.
Y sobre el
futuro tenemos alguna pista: o desaparecemos o, como apuntan algunos
científicos, sobrevivimos desestimando el uso de la violencia —de
cualquier tipo— por su radical ineficacia.
Así, nuestros días transcurren en tiempos antiguos, entre el ser y estar —o no—, donde todavía se hace caso a tipos como Thomas Hobbes.
Con su Leviatán,
su «el hombre es un lobo para el hombre», Hobbes es un símbolo de un
mundo arcaico.
Por ejemplo, en la vieja Europa, entre 1350 y 1950, no
hubo apenas década en la que no estallara una guerra importante, se
luchara en el continente o fuera de él.
Por tanto, solo a un autor
europeo se le habría ocurrido concluir que el estado natural del hombre
es de violencia constante.
Una conclusión lúgubre, esta presunta
brutalidad inherente a las personas de la que habla Hobbes.
Y corta de
miras. Una prisión de la que es preciso escapar.
Annemarie Schwarzenbach y Ella Maillart
detestaban la violencia y nunca les convenció su presunta
omnipresencia.
A estas dos no les gustaban las afirmaciones categóricas,
los callejones sin salida.
Les atraían más los caminos. En un pasado
cercano, en 1939, casi ochenta años atrás, cuando Europa estaba a punto
de enloquecer arrastrada por la violencia que la llevaría a la Segunda
Guerra Mundial, cuando faltaban pocos meses para que estallara un
conflicto que dejaría millones de muertos y millones de víctimas en
vida, Annemarie y Ella optaron por la huida, lo que es una salida o una
solución tan decente como cualquier otra.
Querían dejar atrás un
continente donde todo el mundo parecía extraviado.
Estaba
decidido: su destino sería Oriente, irían en coche, la ruta empezaría en
Suiza y acabaría en Afganistán.
Después, cada una escribió —en
diferentes momentos, en distintos formatos— su propio libro sobre el
mismo viaje: Todos los caminos están abiertos, por parte de Annemarie Schwarzenbach, y El camino cruel, por parte de Ella Maillart.
Nadie sabe qué pensar
Viajeras
empedernidas las dos, conocedoras de mil sitios, deciden que dirigirán
rumbo a Oriente en busca de perdurabilidad.
«En Occidente, donde todo
son cambios, nadie sabe qué pensar, nadie ve su porvenir seguro, los
ricos menos que nadie, y esto, ni siquiera en los periodos de paz», dice
Maillart.
Van al encuentro de personas de otras culturas, más viejas,
algunas legendarias, a la caza de posibles respuestas a la cuestión de
«la soledad ineluctable —como un atolladero— a la que lleva la cultura
occidental».
Buscan respuesta a una pregunta que, viviendo en Europa,
atruena en su cabeza: ¿de qué sirve toda esta fiebre?
El mito
de Oriente, tan occidental, agitaba su imaginación.
Maillart quiere
creer que en esas viejas tierras encontrarán personas que les ayudarán a
combatir «la depresión moral que es la estela de nuestra cultura
materialista».
Annemarie, además, tiene otra razón de peso: quiere dejar
atrás, de una vez por todas, su adicción a la morfina, y su amiga está
firmemente convencida de que, con su ayuda, lo logrará.
Siendo
tan distintas, se unieron en esta aventura común, convencidas de que el
viaje es siempre una salvación.
Ella recuerda que cuando era pequeña,
camino de la escuela, paraba a los extranjeros que se encontraba por la
calle para preguntarles de dónde venían.
A su vez, la niña Annemarie
exploraba los mapas del mundo en la escuela, y al leer nombres de
ciudades lejanas —Samarkanda, Isfahan, Herat— la idea de simultaneidad
entre la cercanía y la distancia la confundía.
En su mente infantil,
«que la vida existiera en el mismo momento, aquí y allá, a cada lado de
los mares y las montañas me merecía serias dudas».
En la
escritura, también, Annemarie y Ella eran como la noche y el día.
La
primera escribía para conocerse, para ella misma.
La segunda, para
conocer el mundo y las personas. En todo caso, el nexo común es la sed
de movimiento y el riesgo, dos ingredientes imprescindibles para darle
un valor áspero a la existencia.
A lo largo de todo el camino, que duró
meses, las dos se felicitaban sobre su libertad, «tan difícil de
soportar pero más necesaria que la vida», según apuntó Ella.
Un cochazo con matrícula de Graubünden
Para
todo ello, para ponerse en marcha, acondicionaron concienzudamente el
coche de Annemarie en un garaje de Zúrich. Era un Ford Roadster Deluxe
de dieciocho caballos, matrícula de Graubünden.
Hablaron con embajadas,
periodistas y viajeros, leyeron lo que no está escrito sobre los países
que iban a visitar, prepararon mapas, licencias, permisos,
salvoconductos.
Llenaron el vehículo de material de trabajo: máquinas de
escribir, papel, cámaras de fotos, rollos, cámaras de filmar.
Por fin,
salieron de Ginebra el 6 de junio de 1939.
Annemarie conducía y hacía
fotos, y Maillart filmaba. Iba a ser un periplo largo, duro,
inolvidable.
Atravesaron Italia, los Balcanes, Bulgaria, Turquía,
Armenia, Azerbaiyán, Irán, hasta adentrarse en Afganistán.
A
lo largo del camino les advirtieron una y otra vez que era peligroso
que dos mujeres viajaran solas, sin hombres para protegerlas.
Los
ingleses que se tropezaban por las carreteras les decían que cualquier
dama debe ir acompañada, por lo menos, de un gentleman para
viajar, y no podían entender que optaran por ir «sin chofer, criados,
cervezas heladas o armas de fuego», como hacían ellos.
En ruta, les
insistieron además en que el Ford no podría ir por las carreteras del
norte de Afganistán, que no superaría las inclinaciones del 30% de los
senderos para bestias de carga, que no podría vadear ríos ni enfrentarse
a las dunas de los desiertos.
Durante el viaje escribieron artículos para la agencia Reuters y para periódicos como el Neue Zürcher Zeitung, Le Petit Parisien, o Der Bund,
hicieron fotos y grabaron con las novísimas cámaras Kodak de tres
minutos.
La misión de Ella incluía, además, elaborar un tratado de
etnografía sobre la gente del Nuristán.
No en vano consideraba que
«recorrer tierras y mares solo sirve para matar el tiempo.
Uno se vuelve
tan insatisfecho como cuando partió. Hay que hacer algo más».
Las dos
tipas eran muy diferentes.
Annemarie, viajera inconsolable, escritora
prodigiosa, doctora en Historia, antes quiso ser general, pianista y
bailarina.
Maillart, periodista, fotógrafa y etnógrafa, viajera
imbatible, fue esquiadora profesional y regatista en las Olimpiadas de
1924. Annemarie era tortuosa, frágil, excesiva, una irresistible
seductora de tendencias suicidas que, víctima de un accidente de
bicicleta, no alcanzó los cuarenta años.
Maillart, en cambio, era
vitalista, incansable, una estrella deportiva que quería vivir mil años y
se quedó en algo más de noventa.
Pero las dos suizas siguieron su
destino.
A lo largo de todo el viaje se cruzan constantemente con
ingenieros de caminos, de puertos, de puentes, con camioneros y con
policías.
Y a lo largo del periplo, las dos alaban la vida en la
carretera. «¿Qué poeta cantará a los camiones de Asia?, ¿a la epopeya
moderna de cruzar el desierto del Gobi, los precipicios de Birmania, las
montañas de Chensi?», escribe Ella.
Habla de los ayudantes de los
conductores de camión, y describe a uno: «parece muerto de cansancio,
pero sus ojos brillan aún del orgullo de vivir como un hombre.
Todo el
día permanece de pie en la parte trasera del camión, donde a veces no
tiene sitio más que para un pie.
Un pesado mazo al hombro y realizando
milagros de equilibrio, sin otra recompensa que verse maltratado en las
paradas».
Niños risueños que gritan «Heil Hitler!»
En las
llanuras de Treviso, en Italia, compraron una hogaza de pan cuya corteza
llevaba estampada la figura de un escorpión.
Rebanada a rebanada, la
pieza les duró hasta la frontera de Bulgaria con Turquía.
En Kloster
—hoy Eslovenia—, una clase entera de preciosos niños guiados por el
maestro las había saludado al grito de «Heil Hitler!».
De la frontera búlgara en adelante, todo cambia: «De Occidente a
Oriente, van de la tierra roja, los pastizales verdes y las vacas
blancas a las laderas negras, el camino pedregoso y los pesados búfalos
de pelaje brillante como el aceite», describe Schwarzenbach.
En un
restaurante en Gumushane, en Turquía, Annemarie deja escrito que
Maillart come un plato de hígado frito a base de petróleo.
En un
pueblo de Armenia, un chiquillo se dirige a Ella y le dice: «Tienen que
descansar más del viaje.
Su hijo está aún fatigado». Se refería a
Annemarie. Al entrar en Irán su coche era el segundo inscrito en el
libro fronterizo.
Y por el camino, la delicada belleza de tantas
mezquitas les hace recordar un precepto persa: el gran arte nos vuelve
fuertes, jóvenes y alegres.
Su destino, Afganistán, ya está a la vuelta de la esquina.
Eligieron este país porque nunca fue subyugado: de Alejandro Magno a Tamerlán hace
siglos, de los rusos a los americanos en estos tiempos, unos y otros lo
intentaron siempre en vano.
A un paso de la frontera afgana se
descubren emocionadas: les atrapa la disparatada alegría del triunfo.
Miran el horizonte y se sienten ansiosas por entrar en Afganistán y ver
«sus enormes montañas, sus tribus magníficas, sus ríos helados, sus
ruinas viejas como el mundo».
Por un instante creen estar a las puertas
del paraíso, un lugar donde las personas se mueven «holgadamente en el
seno de una vida hecha a su medida».
Al poco de cruzar el paso, tres
tipos vestidos de blanco de la cabeza a los pies las encañonan con
pistolas.
Al final del encontronazo no ocurre
nada: los hombres solo les piden cigarrillos.
Una vez entran en el país,
conocen la hospitalidad de los pueblos nómadas y el desprecio de muchos
otros.
Por el camino despiertan escepticismo, admiración, indulgencia. Y
algo sucede.
Como Sancho y Quijote a golpe de volante, el paisaje
infinito y yermo de Afganistán trastoca papeles y confunde identidades.
Maillart, la etnógrafa realista y terrenal, habla del resplandor en la
mirada de una adolescente cuando descubre que «el amor habita en ella,
un amor que siente tan inextinguible, que sería capaz de transformar
todo el mundo».
En cambio, el corazón de poeta de Annemarie sentencia
que ambas tenían la sensación de estar en un país sin mujeres, donde las
niñas despiertas, de ojos radiantes estarán «pronto confinadas a las
sombras, tras los muros del harén, al lóbrego cautiverio del chador».
Al trabajo, como a la guerra
Por el
grandioso valle de Hindú Kush, en Haibak, bajo un calor asfixiante,
vivieron un instante extraordinario: un estrecho camino de montaña les
regaló una radiante escena campestre en la que un grupo de mujeres
sopesaban la compra de unos melones cuando, al llegar al siguiente
recodo, se toparon con una gigantesca presa de cemento armado, un
monstruo enorme sin terminar.
«Muchos hombres trabajaban en la presa, en
unos inmensos telares y en una refinería de azúcar.
De vez en cuando
gritaban la palabra: yaj chariah!
Para darse ánimos. Era también su grito de guerra, nos dijeron.
Atacar
el trabajo con el mismo grito con que se ataca al enemigo ¿no era acaso
acometerlo de igual modo?», apunta Ella.
Annemarie,
en cambio, explica la misma escena en parcas palabras: en un saliente
de la colina, divisaron «una enorme presa en construcción.
Fábricas,
hornos para cocer ladrillos, chabolas, tenderetes y letreros en persa,
ruso, alemán.
Refugiados rusos, ingenieros alemanes, trabajadores
uzbecos, tayicos, turcomanos, afganos.
El nuevo proletariado de un país
que camina hacia la civilización», apunta irónica.
Para
pasmo de amigos y conocidos, a lo largo de la ruta afgana no sufrieron
apenas ningún incidente con la gente que encontraron a su paso: solo les
robaron una Leica, pero finalmente se la devolvieron. Otra cosa es el
paisaje.
Bordeando carreteras a más de dos mil metros de altura, mano a
mano, lucharon contra el frío, contra su propia fragilidad y contra las
dudas.
No sabemos si por el camino se enamoraron la una de la otra, o si
se odiaron a ratos, si se quisieron una noche, o todas, o ninguna.
Lo
que vislumbramos en sus escritos es que, por encima de todo, Ella
intenta ayudar a su amiga a conformarse y disfrutar de la aventura, a
desintoxicarse de la morfina, mientras Annemarie aprecia el viaje en
todo su esplendor y, a su vez, sufre arrebatos de hastío, de hartazgo de
todo y nada.
En los
encuentros en la montaña, en trayectos tan largos, el saludo usual es
«no se canse» y «que usted viva».
Parte de la ruta que hacen es la de la
seda, la de los soldados de Alejandro Magno, la de Marco Polo.
En Herat, un ingeniero polaco —el único europeo en la ciudad— le regala
a Annemarie una cajetilla de auténtico tabaco inglés, y ella se
confiesa incapaz de describir la emoción de recibir regalo así en los
confines de la tierra.
En Bagram, una familia de arqueólogos les probó
que allí, en el reino de Kabrisa, y no en el Gandhara, en la cuenca del
río Kabul, fue donde se encontraron el arte griego y el indio.
Ojos de pescado triste
Cuando
alcanzaron Kabul, estalló la guerra en Europa.
Ante ella, sus posturas
fueron distintas: Maillart quería olvidar el conflicto, aislarse,
mientras Annemarie se mostró más combativa y vislumbró la magnitud de la
tragedia al instante.
Y es en Kabul donde acaba su aventura común.
La causa
de la separación de las dos amigas no está del todo clara. Parece que,
tras tantos meses de vida nómada, la llegada a la ciudad acabó con la
paciencia de Ella:
Annemarie corrió a perderse por las calles de Kabul y
volvió, irreductible, a su papel de toxicómana.
Harta de las crisis y
de las recaídas de su amiga, en un arrebato, Maillart le enseñó una foto
de su rostro demacrado y le gritó a la cara.
Le dijo que lo único que
parecía importarle era que todo el mundo la quisiera, pero con esos ojos
de pescado que le dejaba el uso continuado de la morfina eso no iba a
ser posible.
Después de la aventura, Maillart apunta los prejuicios ilustrados de muchos respecto a Afganistán:
¿Era la comida de verdad comestible?, ¿no habían tenido miedo de dormir sin protección alguna entre esa gente?
Le dolía la cortedad de miras, la arrogante ignorancia de los que
desconocían todo y todo lo ajeno despreciaban, los que nada saben de la
sincera cordialidad afgana.
Annemarie, en cambio, confiesa cierto alivio
al dejar Afganistán. El camino se le hizo demasiado largo, agreste, y
el clima demasiado duro.
Quizás se convenció de que las cimas del Hindú
Kush, sumergidas en una luz metálica, casi aterradora, eran el exacto
rostro del abismo.
Y trató de huir de él. «¡Todo olvidado, todo
superado!», sentenció.
Maillart
entiende después, al cabo del tiempo, que su amiga ha escogido el
camino cruel: el dolor, el conflicto y la conmoción interior eran la
vida misma para Annemarie.
En una conversación, esta le confiesa que no
sabe qué hacer para vivir.
Que el miedo nunca la deja en paz.
Después de la separación en Kabul,
Annemarie se dirigió al norte de Afganistán, mientras Maillart siguió
hacia el sur de la India.
A principios de 1940 se volvieron a encontrar
en Bombay. Fue la última vez que se vieron.
De camino al encuentro con
su amiga, en el paso de Khaybar, la puerta a la India, unos funcionarios
de aduana ingleses le pidieron la documentación a Annemarie. «¿De dónde
te trae el camino, forastera?», le preguntaron.
Y esta contesta: «De
Persia, del Turquestán, de donde todos los caminos están abiertos y no
llevan a ninguna parte».
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