CUANDO VEMOS la cabeza de un pájaro asomar por detrás de una rama,
nuestro cerebro reconstruye el resto del animal. Sería horroroso que
solo percibiéramos, mentalmente hablando, la cabeza. Ocurre lo mismo
cuando un funcionario nos atiende tras su ventanilla: que le suponemos
la mitad del cuerpo invisible. Gracias a esa habilidad neuronal, no experimentamos el mundo como un
conjunto de fragmentos o como las piezas de un puzle sin articular. Si
falta algo, lo ponemos por nuestra cuenta, como cuando alguien te invita
a comer y a la hora de pagar resulta que le faltan 10 euros. –No te apures, ahí van. Y lo mismo que ocurre con los cuerpos o con las facturas del
restaurante, ocurre con las frases, al menos con las frases hechas. Si
alguien nos dice “A mal tiempo” y se queda ahí, por lo que sea, no sé,
porque le ha dado un ictus, por ejemplo, nosotros añadimos “buena cara”. A mal tiempo, buena cara. Nadie diría “A mal tiempo, las cartas
bocarriba”. Sería lo mismo que poner un cuerpo de reptil a la cabeza del
pájaro que asomaba por detrás de una rama en la primera línea.
Jaime Villanueva
Significa que venimos al mundo a completar algo; por lo general, un
deseo: el de papá y mamá. Quizá no hacemos otra cosa a lo largo de la
vida que rellenar ausencias. Ahora bien, hay casos, reconozcámoslo, en
los que resulta muy difícil añadir lo que falta. Observen, si no, esa
mano flotante que acaba de aparecérsele a un Rajoy perplejo. Está casada, sí, por el anillo. ¿Pero es de hombre o de mujer? ¿Del PP o del PSOE? ¿Es catalana o madrileña? ¿Solicita ayuda o la ofrece? Todo son preguntas.
Como los icebergs, los humanos solo enseñamos la puntita del hielo. Ser
conscientes de la enorme masa que queda debajo nos hace poderosos.
MI EDITORIA francesa, Anne Marie Metailie, baila muy bien el tango. Le dio por aprenderlo hace ya tiempo, aunque luego se le pasó el arrebato. En su época bailona Anne Marie solía acudir a las milongas, que son los
lugares clásicos para danzar tango en Buenos Aires. Una amiga argentina
me llevó una vez; antes de salir de casa, mi amiga se pasó media hora
untando de mantequilla sus zapatos de charol, para que resbalaran al
pegarse a los zapatos de los hombres. Una vez allí, la cosa consistía en
que las mujeres nos sentábamos por un lado y los hombres por otro. Las
mujeres hacían ojitos a los varones y estos las sacaban a bailar una
serie entera, tres o cuatro tangos. Después las devolvían a su mesa y ya
no se podía repetir con la misma pareja en toda la velada. Todo muy
ritualizado, muy serio y muy tradicional.
Al parecer Anne Marie tenía un gran éxito en las milongas, lo cual
nunca me extrañó porque es muy atractiva. Pero hace poco me confesó su
truco: “Oh, no, al principio me iba más bien mal. Hasta que un día mi
profesora de tango me dijo: ‘Anne Marie, tú tienes que entrar en la
milonga repitiéndote a ti misma: soy la mujer más irresistible del mundo
y además tengo un secreto’. Y eso, sentarme allí pensando que tenía un
secreto, fue definitivo”.
Detesto los manuales de autoayuda, que reducen la tumultuosa complejidad
del ser a una suerte de simplona gimnasia psicológica, haga usted tres
abdominales de autoestima seguidos y verá cómo se encuentra fenomenal. Pero lo del secreto de Anne Marie me pareció gracioso y atinado. Ese
secreto es el reconocimiento de todo lo que somos. Al igual que los
icebergs, los humanos tan sólo enseñamos la puntita del hielo. Ser
conscientes de la enorme masa cristalina que queda bajo el agua nos hace
poderosos.
A lo largo de mi vida he comprobado una y otra vez hasta qué punto
nuestros propios miedos suelen convertir en realidad lo que más tememos. Cuando, siendo muy joven, me aterraba hablar en público porque pensaba
que la gente se iba a aburrir conmigo, daba mis charlas intentando
acabar cuanto antes, tan deprisa, tan sin convicción, tan farfullador,
que, en efecto, la audiencia se hartaba de mí a los dos minutos. También me recuerdo en mitad de algún tratamiento dental con algún
puente provisional y haciendo tales muecas para evitar que la gente lo
viera (aunque era algo prácticamente invisible) que, nada más
encontrarse conmigo, todas las personas me preguntaban qué me pasaba. Un
estrepitoso fracaso de camuflaje. En cambio, un accidente a los 21 años
me voló aparatosamente media rodilla, pero como eso nunca me importó
(tengo una extraña afinidad con las cicatrices) pasé toda mi juventud
llevando unas minifaldas vertiginosas sin que nadie pareciera darse
cuenta del costurón. Incluso alguna pareja estable tardó meses en
descubrir el agujero y preguntar sorprendido: “¿Y esa herida?”. Resulta casi mágica esa capacidad de influir, para mal o para bien, en
lo que los otros ven de ti, pero en realidad tiene su base científica. El cerebro economiza energía y atiende sólo a aquello que prioriza y
esto hace que nuestra percepción sea tremendamente engañosa. Circula por Internet el vídeo de
un genial experimento científico: dos equipos de jugadores, el verde y
el naranja, se pasan una pelota, y los investigadores te piden que veas
el vídeo con mucha atención y cuentes cuántas veces tocan los verdes la
bola. Al terminar tú dices muy ufana: en 43 ocasiones. Muy bien,
contestan, pero ¿has visto el gorila? Y entonces te piden que vuelvas a
mirar la película y, para tu pasmo, en mitad del juego aparece un hombre
disfrazado de gorila que atraviesa la escena, se para entre los
jugadores, saluda a cámara. No lo percibiste porque no era relevante
para ti y porque concentrabas la atención en otro lado. De eso se
aprovechan los prestidigitadores, justamente, y esa es la clave del
secreto de Anne Marie. Todos enviamos mensajes sobre nosotros mismos,
resaltamos aquello que los demás mirarán primero. Puede que no sepas
quererte lo suficiente a ti mismo (eso ya es más difícil de lograr),
pero por lo menos puedes jugar a tener un bello secreto. Es divertido y
funciona.
Todos somos capaces de instalarnos en el léxico grueso. Pero elegirlo con pretextos ideológicos es de una puerilidad sonrojante.
CUANDO DABA cursos de Teoría de la Traducción en Inglaterra o
España, hace ya muchísimos años, dedicaba un par de clases a lo que George Steiner y otros han llamado “intratraducción”, es decir, la traducción que sin cesar llevamos a cabo dentro de la propia lengua. Ninguno hablamos de una sola manera, ni poseemos un léxico tan limitado
(pese a que hoy se tienda a reducir al máximo el de todo el mundo) que
no podamos recurrir a diferentes vocablos y registros según nuestros
interlocutores y las circunstancias. A menudo nos adaptamos al habla de
los otros, en la medida de nuestras posibilidades. Desde luego, para ser
mejor entendidos, pero también para protegernos y conseguir nuestros
propósitos; para caer bien y resultar simpáticos, ahuyentar la
desconfianza, llamar la atención o no llamarla. A veces lo hacemos para
quitarnos a alguien de encima y blindarnos, para excluir y subrayar las
diferencias, incluso para humillar y decirle a un individuo: “No eres de
los míos”. La lengua sirve para unir y para separar, para acercar y
alejar, atraer y repeler, engañar y fingir, para la verdad y la mentira. Lo que es seguro es que nadie la usa siempre de la misma y
única forma, que nadie es monocorde en su empleo, ni siquiera las
personas menos cultivadas y más brutas que imaginarse pueda. En cada
ocasión sabemos lo que conviene, y solemos saberlo instantánea e
intuitivamente, ni siquiera hemos de premeditar cómo vamos a dirigirnos a
alguien.
Cuando somos adolescentes o jóvenes, no barajamos el mismo
vocabulario con nuestros padres o abuelos que con nuestros compañeros. El que elegimos en cada caso es seguramente falso: reprimimos con los
mayores las expresiones “malsonantes”, y en cambio con los de nuestra
edad las exageramos machaconamente, por temor a ser rechazados si nos
apartamos del lenguaje tribal “acordado”. No hablamos igual con un
desconocido en el ascensor que con un amigo de toda la vida, y antes
–quizá ya no ahora– nuestra gama de términos variaba si la conversación
era con mujeres o con varones. A un niño no le decimos lo que a un
adulto, ni a un anciano lo que a un coetáneo, ni a un taxista lo que al
juez o al médico. Dentro de nuestro idioma pasamos sin transición de un
habla a otra, traducimos continuamente, nuestra flexibilidad es
asombrosa.
Tras unos años desde su nacimiento, sabemos que si algo distingue a
Unidos Podemos es que sus dirigentes simpatizan con buena parte de las
vilezas del mundo (el chavismo, el putinismo, el entorno proetarra, los tuits venenosos), y se apuntan a casi todas las imbecilidades vetustas. Una de las más recientes ha sido proponer en el Congreso un léxico “de la calle” (“Me la suda, me la trae floja, me la bufa, me la refanfinfla”,
ya saben), o, como también han aducido, “un lenguaje que entienda la
gente”. Con esas argumentaciones han demostrado su señoritismo y su
enorme desprecio por lo que ellos llaman así, “la gente”, que viene a
ser una variante del antiguo “pueblo”. ¿Acaso piensan que la gente
carece de la capacidad antes descrita, de cambiar de registro según el
lugar, la oportunidad y los interlocutores? Tampoco “el pueblo llano”
habla de una sola manera, ni es tan lerdo como para no entender
expresiones como “me trae sin cuidado” o “me resulta indiferente”, que
son las que probablemente habría pronunciado la gran mayoría, de haberse
encontrado en el Congreso. Las personas desfavorecidas o sin estudios
son tan educadas o más que las pudientes e instruidas (como se comprueba
cada vez que salen a la luz grabaciones o emails de estas
últimas), no digamos que los aristócratas españoles, malhablados
tradicionalmente muchos de ellos, en absoluta correspondencia con su
frecuente burricie congénita. Esos miembros de “la gente” no dicen en toda ocasión “me la suda”, como
si fueran prisioneros de un único registro. Es más fácil que recurran a
“me da lo mismo”, sobre todo si están entre personas con las que no
tienen confianza. Quienes hablan así todo el rato (con deliberación,
esforzadamente) no son los trabajadores ni “las clases populares”, sino
los imitadores que se quieren hacer pasar por ellos y así creen
adularlos. La insistencia en ese léxico resulta siempre artificial,
impostada, una farsa. Lo propio de todo hablante es oscilar, pasar de un
estilo a otro, adecuarse a cada situación y a cada interlocutor. A
veces por deferencia hacia éste, a veces por conveniencia. Todos somos
capaces de instalarnos en lo grueso, nada más fácil, está al alcance de
cualquiera, lo mismo que mostrarse cortés y respetuoso. Ninguna de las
dos opciones tiene mérito alguno . Ahora bien, elegir la primera con
pretextos “ideológicos”, con ánimo de “provocar”, en una época en que en
todas las televisiones se oyen zafiedades sin pausa –se han convertido
en la norma–, es, en el mejor de los casos, de una puerilidad
sonrojante. En el peor, de una estupidez supina, y además clasista. Son jóvenes Señor Marias y sepa que llega más a los chicos estudiantes, que hablan así con soltura sobre algún profesor o profesora , "Me la suda el exámen de Historia, por ejemplo, o me la suda en que batalla perdió Napoleón "Algo". Y su amigo del Alma el Sr. Reverte vaya que las dice . Me importa un Bledo, lo que sea, él se lo puede permitir, y ambos son miembros de la anticuada y rancia Real Academia de la Lengua. Póngasen de acuerdo entonces.
Varias
asociaciones por la protección del patrimonio italiano denuncian las
condiciones críticas del edificio que inspiró la novela de Tomasi di
Lampedusa.
Como en la ficción, pero al revés. Uno de los legados más célebres de El Gatopardo, novela cumbre de Tomasi di Lampedusa, llevada al cine con una celebrada adaptación por Luchino Visconti,
es aquel lema que hizo célebre el joven Tancredi: “Si queremos que todo
siga igual, hace falta que todo cambie” . Pues bien, a la villa del
siglo XVIII que fue residencia de la familia del escritor, y que inspiró
su obra, parece haberle pasado justo lo contrario: durante años casi
nada ha cambiado, pero todo se está modificando. Porque el tiempo real
no es tan mágico como el de cine y literatura: avanza imparable y trae
consigo el deterioro. Y el edificio de San Lorenzo ai Colli (cerca de
Palermo), construido en la época de Fernando I de las Dos Sicilias, lo
está descubriendo sobre su piel. “Tras una atenta exploración emerge, de manera trágica e innegable,
que Villa Lampedusa languidece en un estado grave de abandono y
dejadez”, denunció ayer viernes Italia Nostra,
organismo parecido a Hispania Nostra, es decir, una organización sin
ánimo de lucro volcada en la salvaguarda y protección del patrimonio. Y
justo pocos días antes otras asociaciones locales –el comité por el
centro histórico de Palermo, entre otras- también habían señalado, con
un documento conjunto, “el riesgo de derrumbes y el peligro para la
incolumidad pública”. He aquí una de las claves de la polémica. Ambas denuncias hacen
hincapié en que, por más que la villa haya recibido varios retoques en
algunos espacios secundarios –las llamadas “pertinenze rurali”,
nunca se llevó a cabo una “intervención de restauración para la
conservación” del edificio, según Italia Nostra. Justo lo que sus
dueños, los empresarios Giuseppe y Francesco Dragotto, prometieron desde
su compra, en 2002, y nunca realizaron, según critica el diario italiano Il Fatto Quotidiano . El periódico recuerda además que el edificio está protegido desde 1979 por el vínculo arquitectónico de la Región Sicilia.
Sea como fuere, ya en 2004 un informe del Núcleo de Tutela
del Patrimonio Artístico de la policía de Palermo aseguró: “La villa
presenta graves condiciones estático-conservativas. Se han encontrado
evidentes y extendidas lesiones en los muros externos; los balcones
muestran riesgos de derrumbes; y especialmente grave es la situación del
interior”. El documento añadía que los frescos estaban claramente
dañados y los techos precisaban de intervenciones “urgentísimas”. Ese mismo año, y tras un secuestro del edificio decretado
por las autoridades, arrancaron las obras de restauración propuestas por
los Dragotto, quienes preveían además un museo del Gatopardo y un
centro para congresos. Este último fue efectivamente realizado, en los
antiguos establos, así como algunos espacios alrededor del edificio
principal han sido convertidos en un resort turístico: el Villa Lampedusa Hotel & Residence. El museo, en cambio, nunca apareció así como, según las asociaciones, jamás se reforzó el “conjunto principal”. Además, denuncian estos colectivos,
algunas obras han sido realizadas con “materiales incompatibles con una
restauración correcta de estructuras histórico-monumentales”. Mientras,
nada cambia. Pero el tiempo pasa. Y lo cambia todo.