Los que vamos cumpliendo años recordamos el tiempo en que fueron novedades lo que hoy son antiguallas.
EN CONTRA de lo que suele afirmarse, ir cumpliendo años tiene
ventajas, aunque sean secundarias. Una es saber que nada es nuevo
durante mucho rato. Hoy el rato es cada vez más breve, y,
paradójicamente, el afán por “estar a la última” o ser el primero en
ver, leer o poseer algo, se acentúa sin el menor sentido. En más de una ocasión he hablado de la agobiante característica de
nuestro tiempo: en cuanto algo se hace presente, en cuanto existe y está
disponible, sus meras disponibilidad y existencia lo convierten en
pasado, de manera que lo único que excita a la gente es lo aún no
aparecido, sea una novela, una película o una serie televisiva de éxito. En el momento en que aparece, ya es viejo y no interesa. Las colas nocturnas para adquirir el más reciente artilugio tecnológico o
la flamante obra de un autor famoso, entradas para un concierto o un
partido, carecen de razón de ser, habida cuenta de que todo será
“antiguo” en cuestión de días, si no de horas. Si se fijan, cualquier
rótulo con la palabra “nuevo” o similares acompaña siempre a algo
anciano. Un ejemplo clásico es el llamado Pont-Neuf de París, desde hace
décadas el más vetusto de cuantos atraviesan el Sena. Los que vamos cumpliendo años recordamos el tiempo en que en verdad
fueron novedades obras que hoy, según su suerte, son clásicos o
antiguallas. Con gran excitación saqué entradas para el estreno, en el
Cine Avenida, de Grupo salvaje (1969), de Peckinpah. Recuerdo cuando se estrenó El hombre que mató a Liberty Valance
(1962), tan citada como si fuera un drama de Shakespeare, sobre todo en
épocas como la actual, cuando la libertad de prensa está amenazada otra
vez en tantos sitios. Por fortuna era “tolerada” y la vi en el Cine
Roxy B, me parece. Pero si hubo una película que aguardé, y que para mí
fue nueva durante demasiados años, fue West Side Story
(1961), de Robert Wise y Jerome Robbins. La primera noticia me la trajo
mi padre, que no sólo la había visto en uno de sus viajes a América,
sino que –algo insólito, ya que era poco aficionado a la música– compró o
le regalaron el disco con la banda sonora de Bernstein. La doble funda
incluía fotos y un resumen de la historia, y, con mi precario inglés de
entonces, pasé horas tratando de descifrar aquel texto, lo mismo que las
letras de las canciones. Como sucedía en la dictadura, la película
tardó en estrenarse aquí, no sé cuánto, pero a mí me parecieron siglos. Y, como era de temer, fue calificada “para mayores de 16 años”, y se
exhibía en una sola sala de Madrid, el Cine Paz, “en rigurosa
exclusiva”, como proclamaban los anuncios de entonces. Una película de
tan enorme éxito como aquella se podía tirar en su cine de estreno,
inamovible, un año entero, antes de iniciar su recorrido por los locales
“de reestreno” y después por los programas dobles . O iba uno al Paz o
no había manera. Distaba yo mucho de aparentar 16, ni siquiera 14, pero las ansias me
pudieron y probé fortuna en dos ocasiones. Lo hacíamos los chicos y
chicas en aquellos años; a veces la osadía obtenía premio y a veces se
nos impedía el paso. Volvíamos apresurados a la taquilla a ver si nos
devolvían el dinero (un tesoro lentamente ahorrado), y, si no,
intentábamos que nos comprara la entrada algún espectador adulto que
llegara con prisas. El instante de avanzar hacia la puerta, poniendo
cara de 16 o más años (no me pregunten en qué consistía, es un arcano),
imitando los andares de los hermanos mayores, era de gran nerviosismo.
¿Pasaré, no pasaré? ¿Me dejará entrar el portero benévolo o será uno
estricto y despiadado? El del Paz era de estos últimos, y las dos veces
que me arriesgué con West Side Storyantes
de tiempo, me topé con la frase temida en aquellos lances: “¿Carnet? A
ver carnet”. La pregunta era en sí misma una sentencia condenatoria. O aún no lo teníamos (no nos daban el propio hasta cumplir los 14) o
allí figuraba la fecha completa de nuestro nacimiento. Nuestra
respuesta, tras fingir rebuscar en todos los bolsillos, era invariable:
“Vaya, me lo he dejado en casa”. “Pues vuelve a casa por él”, era lo más
benigno que a continuación oíamos, y a menudo escarnios con mala baba. Fuera como fuese, recuerdo el ardor instantáneo en la cara (debía de
ponérsenos de un rojo encendido), la vergüenza de ser descubierto y
echado atrás sin contemplaciones, la sensación de que los crecidos
espectadores que entraban nos miraban con una mezcla de irrisión y
conmiseración (qué jeta o pobre chico, las dos reacciones imaginadas nos
resultaban humillantes).
Hace décadas que West Side Story se pone en televisión de vez en cuando; existe en DVD y existió en vídeo, y su protagonista, Natalie Wood, lleva muerta desde 1981. La película me sigue gustando mucho con excepción de dos o tres escenas
cursis. No puedo dejar de sentir, sin embargo, cada vez que la veo o
pillo un fragmento, que por fin la alcanzo. Casi como si no la hubiera
visto nunca y enfilara la prohibida puerta del maldito Cine Paz. Sí,
para mí fue muy nueva, y lo fue durante mucho más tiempo del que hoy
puede imaginarse nadie que no haya cumplido suficientes años.
Ante la avalancha de críticas, chistes y memes
paródicos que se han burlado de la modelo en la campaña de Pepsi, su
entorno teme las consecuencias sobre el futuro de su carrera.
Según destacan algunas publicaciones en EEUU, la matriarca del clan Kardashian está “asustada” porque su hija Kendall Jenner “está quedando como una idiota” y se la está “culpabilizando” de toda la indignación que ha despertado el controvertido anuncio que Pepsiretiró esta semana,
el mismo que ella protagonizaba y que ha sido acusado de intentar
apropiarse del movimiento de los derechos civiles para comercializar una
bebida.
Después de que hasta la hija de Martin Luther King, Bernice King, tuitease una foto
de su padre enfrentándose a la policía bajo la frase “Si papá hubiese
sabido entonces el poder de una #Pepsi”, la madre de la modelo considera
que toda la mala prensa y chistes
contra su hija afectarán irremediablemente a su carrera y que
posiblemente otras marcas no quieran contar con su imagen, salpicada –o
más bien empapada–, por el escándalo.
La carrera de Jenner, la modelo
con más seguidores en Instagram (77,9 millones), era hasta ahora poco más que meteórica.
En 2016 aumentó un 150%
sus ingresos respecto al año anterior, alcancanzando unas ganancias de 10 millones de dólares
gracias, en parte, a sus contratos como imagen de Esteé Lauder, Fendi o
Calvin Klein.
Pero, ¿puede una campaña desfortunada que acaba devorada
por los memes paródicos acabar con la carrera de una modelo? Si creen
que la respuesta es no, pregunten a Heidi Yeh.
Los temores de Kris Jenner frente a un agriado futuro profesional de su
hija no van desencaminados.
Cuando Pepsi anunció que retiraba la campaña
de la discordia, reservó la última frase del comunicado para
disculparse con la millonaria modelo por “haberla puesto en esta situación”
(no lo hicieron específicamente con el movimiento #BlackLivesMatter).
La joven lleva sin pronunciarse en las redes sociales desde entonces.
Borró el anuncio de su cuenta de Instagram, aunque sí permance el tuit
de la semana anterior con el texto #Goals
(meta) y una imagen de Cindy Crawford en el rodaje de su anuncio de
Pepsi de los 90.
Tres décadas después, Jenner esperaba convertirse en
igual de icónica que Crawford.
Lo ha sido, pero no con la connotación
que probablemente esperaba.
Su entorno defiende que está “devastada” porque “aunque
no ha tenido nada que ver con la producción y el mensaje de la campaña,
ella siempre será culpada por haber sido el rostro del anuncio”.
“En qué horrenda posición ha quedado Kendall después de aceptar
embolsarse unos cuantos millones de dólares (sin especificar) para
participar en un anuncio de Pepsi cuyo concepto inicial ella misma
aprobó”, escribía sarcástimante al respecto la columnista de The Guardian, Marina Hyde.
Hyde resume así la teoría que muchos internautas han desplegado contra los defensores del #FreeKendall:
que la modelo es un ser humano adulto consciente de los mensajes que
publicita en su trabajo, evaluado y analizado por el séquito que asesora
su carrera antes de participar en cualquier campaña publicitaria.
La
Imprenta Municipal expone, hasta el 30 de octubre, ‘Letras clandestinas
(1939-1976)’ una compilación de publicaciones políticas, que a pesar de
estar perseguidas por la dictadura conseguían ver la luz.
El partido, legalizado hace 40 años, fue temido primero, querido después y escasamente votado casi siempre.
“Nosotros también somos muy de izquierdas, pero todavía no”.
La memorable viñeta de Gila retrata la sinceridad de un matrimonio en
presencia de un entusiasta militante. Y define la ambigua simpatía de la
sociedad española hacia el Partido Comunista de España (PCE),
cuya legalización dejó sin resuello al periodista Alejo García en el
trance de anunciarla en Radio Nacional el 9 de abril de 1977, hace ahora
40 años. García necesitó serenarse, templarse, antes de que el
comunicado resultara inteligible. Fue una noticia conmovedora. “Se reconocía al partido de la resistencia y
de los fusilados”, evoca Raúl del Pozo . Pero también se exploraba la
incredulidad de los militares. Y las dudas que opusieron los
socialistas. “El PSOE era un partido débil entonces”, recuerda la
periodista Pilar Cernuda. “Le convenía que el PCE siguiera ilegalizado,
para asegurarse de esa manera la hegemonía de la izquierda”. “Suárez,
en cambio, tuvo claro que el proceso de democratización exigía la
inclusión de los comunistas desde las primeras elecciones”, añade.
Debió impresionar y sugestionar al jefe del Gobierno la manifestación de
100.000 personas que sucedió en Madrid a la matanza de Atocha (24 de
enero de 1977). Los terroristas de ultraderecha mataron a cinco personas
e hirieron a cuatro, pero también precipitaron el escenario contrario
al que pretendían: la legalización del PCE.
Simpatía sin adhesión
Hasta entonces, la sociedad recelaba del Partido Comunista. Y
lo hacía, recuerda el periodista Antonio Casado, porque “el PCE,
Santiago Carrillo, Pasionaria y la ideología comunista habían sido
expuestos a una tremenda campaña de propaganda negativa durante el
franquismo como elementos subversivos, peligrosos. Había pavor en muchos
ámbitos de la opinión pública, mucho ‘que vienen los rojos’, pero luego
se fue produciendo un proceso de simpatía, de asimilación. Y no
necesariamente de adhesión”. La normalización, la simpatía, se explican en las
concesiones inmediatas que hizo Santiago Carrillo cuando pudo despojarse
de su peluca. Asumiendo la bandera, el himno y la monarquía. Y
sumándose a la firma de la Constitución. “Los comunistas éramos demócratas”, puntualiza Raúl del Pozo. O Raúl Júcar, un seudónimo del que se valió en la publicación Mundo Obrero para compaginar su oficio reconocido y reconocible en el diario Pueblo. “Y no queríamos la revancha. Tenía el PCE un aura romántica. Suscitaba
entre los jóvenes un entusiasmo político, un sentido militante. No era
un partido soviético, sino el partido de las libertades. Y se produjo
una paradoja: el gran fervor de las plazas contrastaba con la escena de
las urnas vacías”. Vacías quiere decir que el PCE no sobrepasó el umbral del
10% en los comicios de 1977. Y que no logró rentabilizar en las primeras
elecciones los revulsivos que comportaron el regreso de Pasionaria, el
final del exilio de Rafael Alberti y la reputación del Partido Comunista
entre intelectuales, artistas y figuras de la protomovida,
entre ellos Ana Belén, Víctor Manuel, Concha Velasco, Juan Diego, Juan
Antonio Bardem o Antonio Gala. Aparecen sus nombres en una crónica
publicada en EL PAÍS el 14 de junio de 1977. Ya se había legalizado el
PCE. Y se había organizado la primera “fiesta” multitudinaria, hasta el
extremo de concitarse unas 300.000 personas en Torrelodones. Santiago Carrillo aterrizó en un helicóptero redundando en
su carisma y en su providencialismo. Y adquiriendo un papel icónico en
la Transición del que forma parte la decisión, el descaro, de mantenerse
impávido cuando prorrumpió Tejero en el hemiciclo del Congreso. ¿Por qué entonces no despegó el PCE? Una de las explicaciones apunta a
las precauciones hacia el comunismo mismo, especialmente en un país que
había estado expuesto a un régimen totalitario cuatro décadas, pero el
gran límite del PCE fue la irrupción de Felipe González. El PSOE
representaba una izquierda más moderada. Se adhería al patriarcado de
Willy Brandt. “Y había encontrado en González un líder carismático, de enorme personalidad, que supo atraer y seducir al proletariado. Que no daba miedo a nadie”, concluye Pilar Cernuda.