Qué maravilla que existan individuos que nos enseñan que aliviar aunque
sea una mínima porción de dolor es lo único que conseguirá salvarnos a
todos.
NO SOY una persona religiosa y no creo en los dioses, pero sí creo
en la existencia de los ángeles. Por desgracia también creo en la
existencia de los demonios, pero eso lo dejaremos para otro día. Hoy
quería hablar de esos seres de luz que viven con nosotros y a los que
casi nunca prestamos demasiada atención, porque suelen ser gente
discreta. Son por ejemplo esas mujeres que, después de trabajar todo el día como galeotas
de administrativas, o limpiando oficinas, o en la caja de un súper,
llegan a sus casas tras una hora de autobús y, antes de preparar la cena
a sus hijos, van a ver al vecino anciano y desvalido para darle de
comer y adecentarlo. O son esas personas que, mientras los Gobiernos se
enrocan en una pasividad criminal y la mayoría de los ciudadanos no
hacemos nada por los refugiados, salvo reconcomernos y sentir una
impotencia enorme, ellas dan un paso hacia delante y actúan, simplemente
actúan, demostrándonos que hay formas de reaccionar y de ayudar.
Por ejemplo, hay un puñado de voluntarios independientes, todos de
Barcelona, que se conocieron hace menos de un año en los campos de
refugiados de Grecia. Allí se dieron cuenta de que los niños que vivían
en ese entorno descoyuntado y extremo no tenían acceso a ningún tipo de
educación. Entonces estos locos geniales se constituyeron como asociación (se llaman Open Cultural Center, OCC)
para poder acceder a los campos militarizados y montar allí dos centros
culturales, uno en Cherso y otro en Sounio. Dan clases de matemáticas,
de árabe y de inglés con ayuda de los propios refugiados, que algunos
son profesores. Y también enseñan inglés a los adultos. Los centros
proporcionan a los niños un entorno seguro, una rutina que normaliza el
caos y el acceso a actividades lúdicas: música, dibujo, deporte. “La
primera vez que fui al campo de Cherso el centro cultural era como un
pequeño oasis lleno de vida dentro de la desolación”, dice una de las
integrantes del equipo. Fue precisamente en Cherso donde surgió un precioso proyecto. A dos
voluntarios se les ocurrió la genial idea de hacer que los niños
dibujaran y contaran sus experiencias en un cuento y publicarlo luego. Así nació Amic meu! (¡amigo mío!),
un librito hermosísimo con dibujos y testimonios de los chicos. La
historia resulta de una elocuencia sobrecogedora, porque rezuma esa
naturalidad con la que los niños hablan del horror, la tenacidad y la
esperanza con la que se aferran a la vida, su alegría al hacer amigos o
soñar con un futuro mejor. Este bello libro vale 10 euros, que van a
parar íntegramente a la asociación. La edición catalana se está
vendiendo muy bien y ahora están haciendo la versión en castellano, que
aparecerá en breve. Si googleas openculturalcenter.org encontrarás la página web de OCC y la manera de adquirir el libro. Con el invierno, el campo de Cherso se cerró y los refugiados
fueron reubicados temporalmente en casas, de manera que los voluntarios
decidieron abrir un centro cultural en zona urbana, concretamente en
Policastro, para que los niños pudieran seguir con su educación, porque
algunos llevan más de cuatro años sin escolarizar. Allí hay ahora mismo
seis personas trabajando. Los demás integrantes de OCC, unos treinta,
están en Barcelona. Estos ángeles cotidianos tienen entre 20 y 42 años; hay un ingeniero
naval, estudiantes, trabajadoras sociales, informáticos, maestros,
parados… No disponen apenas de fondos y para poder mantener los centros
culturales en constante funcionamiento han de irse turnando; esto es,
los voluntarios suelen pasar allí más o menos un mes y luego regresan a
España a ganarse la vida (por cierto, tienen un grupo de Teaming, esa
plataforma solidaria por la que puedes aportarles un euro al mes: yo me
he apuntado). En Grecia alquilan “pisos patera”, en donde el voluntario
paga cinco euros por noche por dormir. Es una vida exigente y austera,
es un gran esfuerzo y unos logros modestos. Pero qué maravilla que
existan individuos así, estos voluntarios de OCC y muchos otros, gente
eficaz, serena, de cabeza clara y corazón sólido, que saben que el mar
no se puede vaciar con una taza pero un charquito sí, y que eso, ponernos en marcha, no cerrar los ojos,
aliviar aunque sólo sea una mínima porción del dolor del mundo, secar
un charco de lágrimas, es lo único que conseguirá salvarnos a todos.
Los que vamos cumpliendo años recordamos el tiempo en que fueron novedades lo que hoy son antiguallas.
EN CONTRA de lo que suele afirmarse, ir cumpliendo años tiene
ventajas, aunque sean secundarias. Una es saber que nada es nuevo
durante mucho rato. Hoy el rato es cada vez más breve, y,
paradójicamente, el afán por “estar a la última” o ser el primero en
ver, leer o poseer algo, se acentúa sin el menor sentido. En más de una ocasión he hablado de la agobiante característica de
nuestro tiempo: en cuanto algo se hace presente, en cuanto existe y está
disponible, sus meras disponibilidad y existencia lo convierten en
pasado, de manera que lo único que excita a la gente es lo aún no
aparecido, sea una novela, una película o una serie televisiva de éxito. En el momento en que aparece, ya es viejo y no interesa. Las colas nocturnas para adquirir el más reciente artilugio tecnológico o
la flamante obra de un autor famoso, entradas para un concierto o un
partido, carecen de razón de ser, habida cuenta de que todo será
“antiguo” en cuestión de días, si no de horas. Si se fijan, cualquier
rótulo con la palabra “nuevo” o similares acompaña siempre a algo
anciano. Un ejemplo clásico es el llamado Pont-Neuf de París, desde hace
décadas el más vetusto de cuantos atraviesan el Sena. Los que vamos cumpliendo años recordamos el tiempo en que en verdad
fueron novedades obras que hoy, según su suerte, son clásicos o
antiguallas. Con gran excitación saqué entradas para el estreno, en el
Cine Avenida, de Grupo salvaje (1969), de Peckinpah. Recuerdo cuando se estrenó El hombre que mató a Liberty Valance
(1962), tan citada como si fuera un drama de Shakespeare, sobre todo en
épocas como la actual, cuando la libertad de prensa está amenazada otra
vez en tantos sitios. Por fortuna era “tolerada” y la vi en el Cine
Roxy B, me parece. Pero si hubo una película que aguardé, y que para mí
fue nueva durante demasiados años, fue West Side Story
(1961), de Robert Wise y Jerome Robbins. La primera noticia me la trajo
mi padre, que no sólo la había visto en uno de sus viajes a América,
sino que –algo insólito, ya que era poco aficionado a la música– compró o
le regalaron el disco con la banda sonora de Bernstein. La doble funda
incluía fotos y un resumen de la historia, y, con mi precario inglés de
entonces, pasé horas tratando de descifrar aquel texto, lo mismo que las
letras de las canciones. Como sucedía en la dictadura, la película
tardó en estrenarse aquí, no sé cuánto, pero a mí me parecieron siglos. Y, como era de temer, fue calificada “para mayores de 16 años”, y se
exhibía en una sola sala de Madrid, el Cine Paz, “en rigurosa
exclusiva”, como proclamaban los anuncios de entonces. Una película de
tan enorme éxito como aquella se podía tirar en su cine de estreno,
inamovible, un año entero, antes de iniciar su recorrido por los locales
“de reestreno” y después por los programas dobles . O iba uno al Paz o
no había manera. Distaba yo mucho de aparentar 16, ni siquiera 14, pero las ansias me
pudieron y probé fortuna en dos ocasiones. Lo hacíamos los chicos y
chicas en aquellos años; a veces la osadía obtenía premio y a veces se
nos impedía el paso. Volvíamos apresurados a la taquilla a ver si nos
devolvían el dinero (un tesoro lentamente ahorrado), y, si no,
intentábamos que nos comprara la entrada algún espectador adulto que
llegara con prisas. El instante de avanzar hacia la puerta, poniendo
cara de 16 o más años (no me pregunten en qué consistía, es un arcano),
imitando los andares de los hermanos mayores, era de gran nerviosismo.
¿Pasaré, no pasaré? ¿Me dejará entrar el portero benévolo o será uno
estricto y despiadado? El del Paz era de estos últimos, y las dos veces
que me arriesgué con West Side Storyantes
de tiempo, me topé con la frase temida en aquellos lances: “¿Carnet? A
ver carnet”. La pregunta era en sí misma una sentencia condenatoria. O aún no lo teníamos (no nos daban el propio hasta cumplir los 14) o
allí figuraba la fecha completa de nuestro nacimiento. Nuestra
respuesta, tras fingir rebuscar en todos los bolsillos, era invariable:
“Vaya, me lo he dejado en casa”. “Pues vuelve a casa por él”, era lo más
benigno que a continuación oíamos, y a menudo escarnios con mala baba. Fuera como fuese, recuerdo el ardor instantáneo en la cara (debía de
ponérsenos de un rojo encendido), la vergüenza de ser descubierto y
echado atrás sin contemplaciones, la sensación de que los crecidos
espectadores que entraban nos miraban con una mezcla de irrisión y
conmiseración (qué jeta o pobre chico, las dos reacciones imaginadas nos
resultaban humillantes).
Hace décadas que West Side Story se pone en televisión de vez en cuando; existe en DVD y existió en vídeo, y su protagonista, Natalie Wood, lleva muerta desde 1981. La película me sigue gustando mucho con excepción de dos o tres escenas
cursis. No puedo dejar de sentir, sin embargo, cada vez que la veo o
pillo un fragmento, que por fin la alcanzo. Casi como si no la hubiera
visto nunca y enfilara la prohibida puerta del maldito Cine Paz. Sí,
para mí fue muy nueva, y lo fue durante mucho más tiempo del que hoy
puede imaginarse nadie que no haya cumplido suficientes años.
Ante la avalancha de críticas, chistes y memes
paródicos que se han burlado de la modelo en la campaña de Pepsi, su
entorno teme las consecuencias sobre el futuro de su carrera.
Según destacan algunas publicaciones en EEUU, la matriarca del clan Kardashian está “asustada” porque su hija Kendall Jenner “está quedando como una idiota” y se la está “culpabilizando” de toda la indignación que ha despertado el controvertido anuncio que Pepsiretiró esta semana,
el mismo que ella protagonizaba y que ha sido acusado de intentar
apropiarse del movimiento de los derechos civiles para comercializar una
bebida.
Después de que hasta la hija de Martin Luther King, Bernice King, tuitease una foto
de su padre enfrentándose a la policía bajo la frase “Si papá hubiese
sabido entonces el poder de una #Pepsi”, la madre de la modelo considera
que toda la mala prensa y chistes
contra su hija afectarán irremediablemente a su carrera y que
posiblemente otras marcas no quieran contar con su imagen, salpicada –o
más bien empapada–, por el escándalo.
La carrera de Jenner, la modelo
con más seguidores en Instagram (77,9 millones), era hasta ahora poco más que meteórica.
En 2016 aumentó un 150%
sus ingresos respecto al año anterior, alcancanzando unas ganancias de 10 millones de dólares
gracias, en parte, a sus contratos como imagen de Esteé Lauder, Fendi o
Calvin Klein.
Pero, ¿puede una campaña desfortunada que acaba devorada
por los memes paródicos acabar con la carrera de una modelo? Si creen
que la respuesta es no, pregunten a Heidi Yeh.
Los temores de Kris Jenner frente a un agriado futuro profesional de su
hija no van desencaminados.
Cuando Pepsi anunció que retiraba la campaña
de la discordia, reservó la última frase del comunicado para
disculparse con la millonaria modelo por “haberla puesto en esta situación”
(no lo hicieron específicamente con el movimiento #BlackLivesMatter).
La joven lleva sin pronunciarse en las redes sociales desde entonces.
Borró el anuncio de su cuenta de Instagram, aunque sí permance el tuit
de la semana anterior con el texto #Goals
(meta) y una imagen de Cindy Crawford en el rodaje de su anuncio de
Pepsi de los 90.
Tres décadas después, Jenner esperaba convertirse en
igual de icónica que Crawford.
Lo ha sido, pero no con la connotación
que probablemente esperaba.
Su entorno defiende que está “devastada” porque “aunque
no ha tenido nada que ver con la producción y el mensaje de la campaña,
ella siempre será culpada por haber sido el rostro del anuncio”.
“En qué horrenda posición ha quedado Kendall después de aceptar
embolsarse unos cuantos millones de dólares (sin especificar) para
participar en un anuncio de Pepsi cuyo concepto inicial ella misma
aprobó”, escribía sarcástimante al respecto la columnista de The Guardian, Marina Hyde.
Hyde resume así la teoría que muchos internautas han desplegado contra los defensores del #FreeKendall:
que la modelo es un ser humano adulto consciente de los mensajes que
publicita en su trabajo, evaluado y analizado por el séquito que asesora
su carrera antes de participar en cualquier campaña publicitaria.
La
Imprenta Municipal expone, hasta el 30 de octubre, ‘Letras clandestinas
(1939-1976)’ una compilación de publicaciones políticas, que a pesar de
estar perseguidas por la dictadura conseguían ver la luz.