"Mira que cosa bonita/ Que boca más redondita/ Me gusta esa barbita", dice el tema compuesto por la cantante para su pareja
Shakira ha lanzado un nuevo tema al mercado musical. Se trata de una canción titulada Me enamoré y está dedicada a su pareja y padres de sus dos hijos, Gerard Piqué. La letra de la canción dice, entre otras cosas: La vida me empezó a cambiar / La noche que te conocí (...)/Pensé:
"Este todavía es un niño"/ Pero, ¿qué le voy a hacer? (...)/ Me
enamoré, me ena-na-namoré/ Lo vi solito y me lancé/ Me ena-na-namoré/ Me
ena-na-namo.../ Mira que cosa bonita/ Que boca más redondita/ Me gusta
esa barbita (...)/ Contigo yo tendría 10 hijos/ Empecemos por un par
(...)/ Y bailé hasta que me cansé/ Hasta que me cansé bailé Me
ena-na-namoré/ Nos enamoramos (...)
Desde La Bicicleta, Shakira no ha hecho más que acumular éxitos en los últimos tiempos. Con el lanzamiento de Me enamoré,
una canción propia, ha recurrido a anunciarla de una forma muy
especial: enviando postales a sus fans. La artista les pidió que
subieran una foto a sus redes sociales una vez la tuvieran en sus manos.
La semana pasada durante el anuncio de la creación de una nueva escuela en Barranquilla,
levantada en colaboración con el Barcelona y LaCaixa, la cantante habló
de su pareja: "No sé si es que estoy muy enamorada, pero yo lo veo
alegre, activo y sensato", dijo entre risas ante las preguntas sobre el
defensa azulgrana, provocador en las redes sociales y muy sincero con
sus ambiciones.
La artista ha explicado que cuenta con Piqué en todos los
aspectos de su carrera, tanto en la artística como en sus intereses
sociales y de cooperación. "Gerard me apoya en todo el trabajo que hago,
y en este sentido también lo hace con Pies Descalzos, igual que yo le
apoyo en su carrera, para que consiga los resultados en el campo".
En la penumbra de una sala de cine, reluce la mirada brillante de un hombre bajito que fuma en pipa electrónica. Se llama Philippe Lioret, es cineasta,
y aguarda expectante las caras de los periodistas que, en la sala
contigua, acaban de salir del pase de prensa de su última película, El hijo de Jean, que se estrena en España. La emoción callada que transmiten sus ojos parece situarle al borde de
las lágrimas, pero los sentimientos nunca llegan a desbordar. En eso se
parece a sus personajes masculinos: “Es más fuerte así, por el pudor,
por la vergüenza de los hombres. En el cine tenemos tendencia a no
tenerlos, pero es mejor suscitar en el espectador las ganas de abrazarse
a que vea cómo los personajes se abrazan. Es mucho más bonito ver cómo
se aguantan las ganas de llorar a que lo hagan”, reflexiona en voz baja
el cineasta. Después de mucho buscar, Lioret (París, 1955) encontró en Pierre
Deladonchamps —joven promesa del cine francés— al treintañero con mirada
de niño que necesitaba para el protagonista de El hijo de Jean, un drama íntimo sobre la influencia de la relaciones paternofiliales en la búsqueda de la identidad. “Tenía ganas de contar un thriller
familiar, porque la familia es la base de todo: donde uno se construye,
también donde uno se puede deconstruir”, cuenta sobre la historia de
Mathieu Capelier, un parisiense de 33 años que un día recibe una
misteriosa carta de Canadá: su padre, a quien nunca conoció, ha muerto y
le ha dejado un cuadro en herencia. Movido por el anhelo de conocer a
sus hermanos paternos, este insatisfecho comercial de croquetas para
perro viaja al funeral, donde encuentra una gélida bienvenida de una
supuesta familia que no es en absoluto lo que esperaba. Los
sentimientos, y con ellos las verdades ocultas, no tardan, sin embargo,
en abrirse paso.
“El cine es el lugar en que podemos estar más cerca de un relato
íntimo, el mayor vector de emociones que existe. Más que la literatura,
más que el teatro, casi más más que la música”, reflexiona Lioret, que
quiso hacer un filme “puramente orgánico, sin nada de intelectualismo”. “Que le hable al corazón y no a la cabeza”, resume el cineasta, quien se
pasó ocho años intentando conseguir los derechos de la novela Si ce livre pouvait me rapprocher de toi (Si este libro pudiera acercarme a ti),
de Jean-Paul Dubois, para acabar creando una ficción personal que
apenas tiene que ver con ella. "Al final, casi lo único que queda es que
la historia es en Canadá", bromea. Los entornos adversos, fríos y deshumanizados son una constante en las películas de Lioret. En El hijo de Jean, lo es la Canadá que recibe a Mathieu. También lo es Calais, para el joven refugiado iraquí de Welcome (2009), o el aeropuerto Charles de Gaulle de París para el grupo de indocumentados atrapados allí en En tránsito (1993) —precedente de La Terminal (2004), de Spielberg—. Esas situaciones negativas son el ambiente en el que, a pesar de todo,
acaba surgiendo un vínculo empático entre los personajes. “El mundo es
hostil, pero solo hay que rascar un poquito para encontrar la
humanidad”, afirma Lioret, que de adolescente vio cientos de películas
que le hicieron comprender que “con el cine podemos contar la vida,
nuestra vida”. Por encima de todas, destaca una: El cazador (1978), de Michael Cimino. Esa hostilidad hacia el otro está ganando, sin embargo, la
batalla de la realidad en los últimos tiempos. “Es la historia que se
repite, hemos vuelto a los populismos. La respuesta básica y estúpida a
la historia. Y no nos acordamos de lo que pasó. Solo bastaría con
acordarse de la gran crisis del 29, y diez años después, en el 39:
Hitler, Mussolini, Franco”, reflexiona el cineasta, que últimamente anda
preocupado por una mujer: Marine Le Pen, la candidata del Frente
Nacional que el próximo 23 de abril medirá la fuerza de la extrema
derecha en Francia. Lo expresa fiel a su estilo, contenido, cargando de
emoción el silencio que sigue a la escueta frase: ¿Puede ganar las
elecciones? “Es algo que me quita el sueño”, susurra.
Siluetas minimalistas y deportivas. Apuestas en piel y nailon.
Accesorios con cadenas y collares. La década que encumbró a Björk, en su
versión más urbana y experimental.
Si no
podemos evitar los desastres venideros, preferimos vivir de espaldas a
la bola de cristal. Los expertos lo llaman 'ignorancia deliberada'.
¿Le gustaría saber cuándo va a morir? Si la respuesta es
‘no’, coincide con el 87,7% de los participantes en un estudio titulado El arrepentimiento de Casandra: la psicología de no querer saber, publicado en Psycological Review. Según esta entente germano-española (léase, que el estudio es un mano a
mano entre el Instituto Max Planck y la Universidad de Granada), entre
el 85% y el 90% de los ciudadanos no tienen ni el más remoto interés en
conocer qué calamidades están por sucederles. Más aún, casi el 70%
prefiere no saber nada de los sucesos buenos que están por llegar. Por
si las moscas. Los expertos lo llaman "ignorancia deliberada". Y no se trata solo de mandar al paro a los videntes de toda
la vida, desde Rappel, Paco Porras, Aramís Fuster, a echadores de cartas
y oteadores de bolas. Tampoco estamos por la labor de ponernos en manos
de la ciencia para saber qué nos depara el futuro en cuanto a la salud o
el amor. Los autores del estudio apuntan varias razones para esta
falta de curiosidad. La primera es que conocer el futuro no siempre
ayuda a evitar el desastre. Si aún no hay cura para una enfermedad genética,
¿sirve de algo saber que tenemos tal o cual gen? O, peor aún, ¿querría
saber qué le regalarán en Navidad cuando no puede hacer nada por
cambiarlo?
Y Pepito Grillo, también
Hay otras razones para vivir de espaldas a la bola de
cristal (aparte la principal: son mentira). Una es obvia: mantener la
emoción hasta el final. Es la razón por la que algunos padres rehúsan
conocer el sexo de sus bebés hasta el nacimiento. Otras causas pueden
ser que, al no estar condicionados por el futuro, tomamos decisiones más
espontáneas. Incluso más justas. Esto podría explicar por qué pocos
quieren oír hablar de los psicólogos Robert Levenson y John Gottman, que
desarrollaron un modelo para predecir,
con bastante acierto, el porvenir de una pareja. ¿Acabaría con su
noviazgo solo porque un par de investigadores aventuren que lo suyo está
abocado al fracaso? La mayoría, no. Y de paso se evitan el
arrepentimiento por haberse confundido, sabiendo que iba por el mal
camino. En otras palabras: lo que realmente pasa es que nadie quiere
escuchar a ese Pepito Grillo interno que nos susurra con tono de madre
cabreada “te lo dije”.