Si no podemos evitar los desastres venideros, preferimos vivir de espaldas a la bola de cristal. Los expertos lo llaman 'ignorancia deliberada'.
¿Le gustaría saber cuándo va a morir? Si la respuesta es
‘no’, coincide con el 87,7% de los participantes en un estudio titulado El arrepentimiento de Casandra: la psicología de no querer saber, publicado en Psycological Review.
Según esta entente germano-española (léase, que el estudio es un mano a mano entre el Instituto Max Planck y la Universidad de Granada), entre el 85% y el 90% de los ciudadanos no tienen ni el más remoto interés en conocer qué calamidades están por sucederles.
Más aún, casi el 70% prefiere no saber nada de los sucesos buenos que están por llegar.
Por si las moscas. Los expertos lo llaman "ignorancia deliberada".
Y no se trata solo de mandar al paro a los videntes de toda la vida, desde Rappel, Paco Porras, Aramís Fuster, a echadores de cartas y oteadores de bolas.
Tampoco estamos por la labor de ponernos en manos de la ciencia para saber qué nos depara el futuro en cuanto a la salud o el amor.
Los autores del estudio apuntan varias razones para esta falta de curiosidad.
La primera es que conocer el futuro no siempre ayuda a evitar el desastre. Si aún no hay cura para una enfermedad genética, ¿sirve de algo saber que tenemos tal o cual gen? O, peor aún, ¿querría saber qué le regalarán en Navidad cuando no puede hacer nada por cambiarlo?
Una es obvia: mantener la emoción hasta el final.
Es la razón por la que algunos padres rehúsan conocer el sexo de sus bebés hasta el nacimiento.
Otras causas pueden ser que, al no estar condicionados por el futuro, tomamos decisiones más espontáneas.
Incluso más justas. Esto podría explicar por qué pocos quieren oír hablar de los psicólogos Robert Levenson y John Gottman, que desarrollaron un modelo para predecir, con bastante acierto, el porvenir de una pareja.
¿Acabaría con su noviazgo solo porque un par de investigadores aventuren que lo suyo está abocado al fracaso? La mayoría, no.
Y de paso se evitan el arrepentimiento por haberse confundido, sabiendo que iba por el mal camino.
En otras palabras: lo que realmente pasa es que nadie quiere escuchar a ese Pepito Grillo interno que nos susurra con tono de madre cabreada “te lo dije”.
Según esta entente germano-española (léase, que el estudio es un mano a mano entre el Instituto Max Planck y la Universidad de Granada), entre el 85% y el 90% de los ciudadanos no tienen ni el más remoto interés en conocer qué calamidades están por sucederles.
Más aún, casi el 70% prefiere no saber nada de los sucesos buenos que están por llegar.
Por si las moscas. Los expertos lo llaman "ignorancia deliberada".
Y no se trata solo de mandar al paro a los videntes de toda la vida, desde Rappel, Paco Porras, Aramís Fuster, a echadores de cartas y oteadores de bolas.
Tampoco estamos por la labor de ponernos en manos de la ciencia para saber qué nos depara el futuro en cuanto a la salud o el amor.
Los autores del estudio apuntan varias razones para esta falta de curiosidad.
La primera es que conocer el futuro no siempre ayuda a evitar el desastre. Si aún no hay cura para una enfermedad genética, ¿sirve de algo saber que tenemos tal o cual gen? O, peor aún, ¿querría saber qué le regalarán en Navidad cuando no puede hacer nada por cambiarlo?
Y Pepito Grillo, también
Hay otras razones para vivir de espaldas a la bola de cristal (aparte la principal: son mentira).Una es obvia: mantener la emoción hasta el final.
Es la razón por la que algunos padres rehúsan conocer el sexo de sus bebés hasta el nacimiento.
Otras causas pueden ser que, al no estar condicionados por el futuro, tomamos decisiones más espontáneas.
Incluso más justas. Esto podría explicar por qué pocos quieren oír hablar de los psicólogos Robert Levenson y John Gottman, que desarrollaron un modelo para predecir, con bastante acierto, el porvenir de una pareja.
¿Acabaría con su noviazgo solo porque un par de investigadores aventuren que lo suyo está abocado al fracaso? La mayoría, no.
Y de paso se evitan el arrepentimiento por haberse confundido, sabiendo que iba por el mal camino.
En otras palabras: lo que realmente pasa es que nadie quiere escuchar a ese Pepito Grillo interno que nos susurra con tono de madre cabreada “te lo dije”.