Elisabeth Bishop, fotografiada a los 43 años
en la hacienda Samambaia.
Tímida e introspectiva, la poeta estadounidense encontró su universo en
Brasil.
Allí construyó parte de su obra, observadora y minuciosa, y allí
recibió el Pulitzer en 1956. Una biografía y una obra de teatro
recuperan su figura.
EN 1951, a la edad de 40 años, la poeta norteamericana Elizabeth Bishop
parte desde Nueva York en un carguero con el deseo de dar la vuelta al
mundo.
No es una simple turista en busca de placeres e inspiración.
Al
expatriarse, anhela soltar lastre, zafarse de un pesado fardo lleno de
episodios de depresión y alcoholismo, alternados con fuertes ataques de
asma y brotes de eccemas, que amenaza con truncar su carrera como
escritora.
La competitiva escena literaria neoyorquina, sumada a la
soledad que allí la invade, choca con su extremada timidez y fragilidad
emocional marcadas por la ausencia de un padre que, muerto
prematuramente, no alcanzó a presenciar su primer cumpleaños y de una
madre que, hundida por el dolor, no tardó en ser internada en un
manicomio y desaparecer por completo de su vida.
A partir de entonces, Elizabeth se quedará a veces a cargo de la familia
paterna y otras de la materna, sin llegar a encontrar el calor de un
verdadero hogar.
De hecho, cuando vive con las hermanas de su madre, su
“sádico” tío la somete a unos abusos que solo confesará décadas más
tarde a su psiquiatra, como se desvela en A Miracle for Breakfast, la reciente biografía de Megan Marshall.
No es de extrañar que, en una entrevista a The Paris Review,
Bishop confesara que de niña se sentía como una invitada.
“Creo que
siempre me he sentido así”, decía.
Marshall, aspirante a joven poeta y
exalumna suya en Harvard en 1976, cuenta por correo electrónico que
Bishop “no creía que se pueda enseñar a escribir y decía que los poemas,
en su caso, empezaban como un misterio y una sorpresa y que los llevaba
a término a base de gran esfuerzo y arduo trabajo”.
El buque SS Bowplate, cuyo destino era Tierra de Fuego, hace su primera escala en el puerto brasileño de Santos, y la escritora la aprovecha para visitar en Río de Janeiro a una compatriota y a su pareja, Maria Carlota Costallat de Macedo Soares, con quienes había coincidido cuatro años antes en Manhattan.
El viaje toma entonces una
dirección imprevista: obligada a guardar cama durante semanas por una
intoxicación virulenta, acabará por quedarse más de quince años en Brasil.
Su anfitriona, a quien todos llaman Lota, había nacido en París y era
hija de un magnate de la prensa carioca.
Cosmopolita e implicada en la
vida cultural y política de su país, le abre de par en par las puertas
de su impresionante hacienda Samambaia (helecho gigante) en Petrópolis,
70 kilómetros al norte de Río de Janeiro.
Cuando se estrecha la relación
entre ambas, Costallat, arquitecta y paisajista autodidacta, manda
edificar expresamente un estudio para la poeta.
Suspendido en el aire
como un mirador de cristal, se alza de espaldas a la casa, ajeno al
trajín doméstico y arrullado por las aguas de un riachuelo.
El escritor Michael Sledge reconstruye en Cuanto más te debo
(Vaso Roto, 2016) la relación sentimental entre las dos mujeres. Una
historia vivida con intensidad y con desenlace trágico: Lota murió por
una sobredosis –no se sabe si accidental– en una visita a su ya examante
en Nueva York, en 1967.
Durante los 14 años de vida en común, la
escritora crea piezas memorables en prosa en las que recupera, por
ejemplo, los ecos de su difícil infancia en Nueva Escocia (Canadá) y
Massachusetts; publica su segundo poemario, Una fría primavera, premio Pulitzer en 1956, y concibe un tercero, Cuestiones de viaje
(1965), en el que lanza esta pregunta:
“¿Es falta de imaginación lo que
nos obliga a venir / a lugares imaginados, en vez de quedarnos en
casa?”.
La paisajista carioca, por su parte, trabaja, infatigable,
durante los últimos años de su relación, para dar a su ciudad el
imponente Parque del Flamenco: un proyecto agotador que se cobrará un
alto precio personal.
Todo lo que Costallat tiene de expansiva y segura lo tiene Bishop de
tímida e introspectiva, pero en la combinación de esos polos opuestos
surge un vínculo que transformará la vida y la obra de ambas.
Para
Bishop supuso echar raíces por primera vez en un lugar y permitirse ser
merecedora del amor de alguien: “A veces parece que solo las personas
inteligentes son lo suficientemente estúpidas para enamorarse y que solo
las estúpidas son lo suficientemente inteligentes para dejarse amar”,
escribió en un cuaderno.
Cuando sus caminos se cruzan definitivamente,
Bishop ya había publicado un primer poemario, Norte y sur. Sledge apunta que su “escritura era una labor tan rigurosa que llevar un poema a un punto aceptable podía llevarle años”.
Imagen tomada en Brasil, donde vivió 15 años y dibujo de la casa de la
hacienda Samambaia, en Petrópolis, obra de Sérgio Bernardes, donde vivió
con Costallat.
Más que crear un mundo, como hacen muchos poetas, Bishop describe con
sobriedad el que ve, sin ceder nunca al sentimentalismo, que detestaba, y
parece animar sosegadamente al lector a observarlo más de cerca.
La
suya es una poesía de la percepción en la que las palabras transmiten
una verdad transitoria, nunca absoluta, sin explayarse en confesiones ni
verter sentencias categóricas.
En su obra confluyen extrañamente lo
impersonal con lo íntimo. Bishop rehuía las etiquetas, cualesquiera que
fueran: mujer, lesbiana, modernista o norteamericana.
Su docena de
relatos y sus cuatro poemarios, uno por década desde que debutara, dan
buena cuenta de la exigencia con la que afrontaba cada composición.
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