Un domingo de 2010 una compañera de despacho propuso a la actual jefa de la oposición del gobierno de Cataluña, acudir a un mitin de Albert Rivera. Y se enganchó.
Sucede a veces que una aspirante a actriz se presenta en el casting
de una película en compañía de una amiga.
Ya puesto, el director les realiza una prueba a las dos y al final decide darle el papel a la amiga, que sin haber pensado para nada en el cine acaba siendo una estrella.
Inés Arrimadas era una joven andaluza de Jerez, licenciada en Derecho, en Administración y Dirección de Empresas por la Universidad de Sevilla, que trabajaba en Barcelona en la consultoría D'Aleph sin más aspiraciones que la de ser una buena profesional e integrarse en la sociedad catalana, uno de los sueños de su niñez.
Un domingo de 2010 una compañera de despacho le propuso acudir a un mitin de Albert Rivera en el teatro Romea.
Apenas tenía noticia de ese político.
Tal vez era aquel que años atrás se había presentado ante la opinión pública desnudo en un cartel tapándose con las manos lo único que la gente quiere ver cuando alguien se exhibe en pelotas.
En el escenario apareció el joven líder de Ciudadanos, el partido que había fundado junto con alguna gente atrabiliaria, cómicos, periodistas e intelectuales cabreados, políticos antinacionalistas y otros ejemplares sueltos y sin collar.
Tenía un aspecto agradable y hablaba sin parar como si el discurso le brotara de forma automática solo de la garganta, no de más arriba, pero sus palabras eran claras, limpias, olían a lavanda, y a Inés Arrimadas le sonaban bien al oído; de hecho le removieron algunos posos de la memoria a los que esta nueva catalana no sabía dar nombre.
Días después, llevada de cierta intriga, acudió a una reunión en la que el líder de Ciudadanos intercambiaba con un pequeño grupo de seguidores la forma en que había que comunicar el ideario del partido.
Inés Arrimadas tuvo que dar su opinión y se vio por primera vez hablando de política.
Lo hizo de una forma brillante y espontánea, soltando a borbotones ideas azules y faldicortas sobre la unidad de España, la lucha contra la corrupción, la convivencia en una Cataluña solidaria, aspiraciones que sirven para todo y que acaban por disolverse en el aire.
A Albert Rivera le llamó la atención que aquella joven desconocida hablara de su ideario político con una labia tan fogosa e improvisada.
No acertaba a saber si la seducción se derivaba de sus palabras o del atractivo de aquel rostro de novicia que las pronunciaba.
“A partir de hoy, te quiero a mi lado", le dijo, y después de un tiempo de iniciación, la novicia Inés Arrimadas consiguió el papel principal e inició su carrera política, primero diputada al Parlament y hoy jefa de la oposición del gobierno de Cataluña.
Tiene antepasados rojos y nacionales.
Sus padres, Rufino e Inés, nacieron y se casaron en Salmoral, un pueblo de 155 habitantes de la provincia de Salamanca, emigraron a Andalucía, luego se trasladaron a Barcelona donde en la década de los sesenta el padre ejerció de policía científico y abogado, regresaron a Jerez de la Frontera en 1970 y allí en julio de 1981 nació Inés, la última de cinco hermanos.
Desde el sur muy pronto la niña Inés comenzó a idealizar aquella Cataluña abierta y europeísta, el espíritu emprendedor, serio, fiable y acogedor de los catalanes, que tiraba del resto de España, solo por la nostalgia con que sus padres le hablaban en las sobremesas.
Ya entonces era seguidora del Barça, admiraba a Guardiola y Serrat y mientras estudiaba en el colegio de monjas en Jerez, se licenciaba luego en la facultad de Sevilla, hacía un Erasmus en Niza y viajaba por el mundo con su pareja de entonces con la que convivió siete años, todo su anhelo consistía conquistar el sueño de aquella Barcelona de sus padres.
Lo consiguió.
No era ni inmigrante ni charnega sino una profesional moderna, que amaba la lengua y la cultura catalana sin perder el gen castellano, replantado en Andalucía, pero aún sin sentirse discriminada se encontró muy pronto con una frontera interior.
No tenía capacidad para entender la razón emocional del nacionalismo, ni podía imaginar que ese sentimiento tan noble fuera capaz de llegar hasta la locura política.
La independencia podía ser ese horizonte azul que se aleja a medida que se avanza hacia él, como los sueños felices o esa nube negra cargada de odio que viene hacia ti sin poder evitarla.
Pero en mitad de su lucha frontal contra el separatismo, he aquí que Inés Arrimadas se enamoró y se casó con un independentista, el diputado de la antigua Convergencia, Xavi Cima, cuya boda civil, ella de blanco manteca, él sometido al chaqué, se celebró en la bodega jerezana de Luis Pérez, con el cotilleo consabido ante la ausencia de los jefes del partido, casi una parodia de la película Ocho apellidos catalanes.
Este laberinto de pasiones es un símbolo de la sociedad catalana. “Yo me llevo bien con todos”, dice la novicia Inés.
Hay que imaginarla en la escena del sofá en brazos de su galán, que le dice:”¿No es verdad, ángel de amor, que en esta apartada orilla de Cataluña, entre el fanatismo independentista de Junqueras y el desprecio de Rajoy no hay forma de encontrar solución?”.
Ya puesto, el director les realiza una prueba a las dos y al final decide darle el papel a la amiga, que sin haber pensado para nada en el cine acaba siendo una estrella.
Inés Arrimadas era una joven andaluza de Jerez, licenciada en Derecho, en Administración y Dirección de Empresas por la Universidad de Sevilla, que trabajaba en Barcelona en la consultoría D'Aleph sin más aspiraciones que la de ser una buena profesional e integrarse en la sociedad catalana, uno de los sueños de su niñez.
Un domingo de 2010 una compañera de despacho le propuso acudir a un mitin de Albert Rivera en el teatro Romea.
Apenas tenía noticia de ese político.
Tal vez era aquel que años atrás se había presentado ante la opinión pública desnudo en un cartel tapándose con las manos lo único que la gente quiere ver cuando alguien se exhibe en pelotas.
En el escenario apareció el joven líder de Ciudadanos, el partido que había fundado junto con alguna gente atrabiliaria, cómicos, periodistas e intelectuales cabreados, políticos antinacionalistas y otros ejemplares sueltos y sin collar.
Tenía un aspecto agradable y hablaba sin parar como si el discurso le brotara de forma automática solo de la garganta, no de más arriba, pero sus palabras eran claras, limpias, olían a lavanda, y a Inés Arrimadas le sonaban bien al oído; de hecho le removieron algunos posos de la memoria a los que esta nueva catalana no sabía dar nombre.
Días después, llevada de cierta intriga, acudió a una reunión en la que el líder de Ciudadanos intercambiaba con un pequeño grupo de seguidores la forma en que había que comunicar el ideario del partido.
Inés Arrimadas tuvo que dar su opinión y se vio por primera vez hablando de política.
Lo hizo de una forma brillante y espontánea, soltando a borbotones ideas azules y faldicortas sobre la unidad de España, la lucha contra la corrupción, la convivencia en una Cataluña solidaria, aspiraciones que sirven para todo y que acaban por disolverse en el aire.
A Albert Rivera le llamó la atención que aquella joven desconocida hablara de su ideario político con una labia tan fogosa e improvisada.
No acertaba a saber si la seducción se derivaba de sus palabras o del atractivo de aquel rostro de novicia que las pronunciaba.
“A partir de hoy, te quiero a mi lado", le dijo, y después de un tiempo de iniciación, la novicia Inés Arrimadas consiguió el papel principal e inició su carrera política, primero diputada al Parlament y hoy jefa de la oposición del gobierno de Cataluña.
Tiene antepasados rojos y nacionales.
Sus padres, Rufino e Inés, nacieron y se casaron en Salmoral, un pueblo de 155 habitantes de la provincia de Salamanca, emigraron a Andalucía, luego se trasladaron a Barcelona donde en la década de los sesenta el padre ejerció de policía científico y abogado, regresaron a Jerez de la Frontera en 1970 y allí en julio de 1981 nació Inés, la última de cinco hermanos.
Desde el sur muy pronto la niña Inés comenzó a idealizar aquella Cataluña abierta y europeísta, el espíritu emprendedor, serio, fiable y acogedor de los catalanes, que tiraba del resto de España, solo por la nostalgia con que sus padres le hablaban en las sobremesas.
Ya entonces era seguidora del Barça, admiraba a Guardiola y Serrat y mientras estudiaba en el colegio de monjas en Jerez, se licenciaba luego en la facultad de Sevilla, hacía un Erasmus en Niza y viajaba por el mundo con su pareja de entonces con la que convivió siete años, todo su anhelo consistía conquistar el sueño de aquella Barcelona de sus padres.
Lo consiguió.
No era ni inmigrante ni charnega sino una profesional moderna, que amaba la lengua y la cultura catalana sin perder el gen castellano, replantado en Andalucía, pero aún sin sentirse discriminada se encontró muy pronto con una frontera interior.
No tenía capacidad para entender la razón emocional del nacionalismo, ni podía imaginar que ese sentimiento tan noble fuera capaz de llegar hasta la locura política.
La independencia podía ser ese horizonte azul que se aleja a medida que se avanza hacia él, como los sueños felices o esa nube negra cargada de odio que viene hacia ti sin poder evitarla.
Pero en mitad de su lucha frontal contra el separatismo, he aquí que Inés Arrimadas se enamoró y se casó con un independentista, el diputado de la antigua Convergencia, Xavi Cima, cuya boda civil, ella de blanco manteca, él sometido al chaqué, se celebró en la bodega jerezana de Luis Pérez, con el cotilleo consabido ante la ausencia de los jefes del partido, casi una parodia de la película Ocho apellidos catalanes.
Este laberinto de pasiones es un símbolo de la sociedad catalana. “Yo me llevo bien con todos”, dice la novicia Inés.
Hay que imaginarla en la escena del sofá en brazos de su galán, que le dice:”¿No es verdad, ángel de amor, que en esta apartada orilla de Cataluña, entre el fanatismo independentista de Junqueras y el desprecio de Rajoy no hay forma de encontrar solución?”.