'Mi casa
es la tuya' aún despierta el interés de parte de la audiencia. Un
misterio que ni su último invitado, Iker Jiménez, podría resolver.
Desde que dejó TVE para hacer lo mismo en Telecinco, Bertín Osborne ha visto reducida la audiencia de su programa de entrevistas, pero Mi casa es la tuya
despierta aún el interés de, como mínimo, dos millones de personas por
entrega, un 15% de audiencia. Un misterio que ni su último invitado, el
periodista Iker Jiménez, vendedor de humo de psicofonías, podría
resolver. En Telecinco, Bertín cambió el nombre del programa, que ahora
se identifica con un logo que parece sacado de una tienda de muebles de
barrio, y ha estirado la función hasta hacerla aburrida. Quizás el éxito de Mi casa es la tuya
proceda de una suma de factores: la fascinación / envidia que despierta
ver lo bien que viven en sus enormes residencias aquellos que pueden, las versiones ñoñas de canciones populares y esa campechanía que, a veces, consigue sacar de sus invitados momentos divertidos porque se sienten como en casa.
Como está más a gusto Bertín es entre chascarrillos, como
sucedió con el futbolista Joaquín imitando al expresidente del Betis
Manuel Ruiz de Lopera. O con la berlanguiana madre del jugador, que
contó cómo el niño vino al mundo con un problema testicular, "un huevo
poco cocido", que precisaba de baños de sol diarios. Pero cuando los
asuntos son más serios, como con el exministro José Bono, Bertín empieza
a poner caras inexpresivas. En esas ocasiones parece desear que llegue
el momento de la cocina, para tomarse un vino y chupar cabezas de
gambas. Todos sabemos cómo es este presentador después de años en televisión, él
se define como "la derecha amable" y, con frecuencia, le delatan ramalazos de machismo:
"Regálale el delantal a tu madre o a tu novia o a tu hermana...", le
dijo al cantaor Miguel Poveda, que ha hablado de su homosexualidad. Cuando a Bertín le recuerdan ese deje rancio ya no es tan cordial, y la
palabra "gilipollas" no se le cae de la boca. Con una fórmula que ya
cansa por repetitiva, el programa depende cada vez más del salero del
invitado. Sobre todo si pone una psicofonía de un cura fallecido en la
que se escucha: "Tengo una lengua...".
La actriz ha publicado en su Instagram tres fotos con su nueva imagen.
Marion Cotillard
siempre se ha mostrado contraria a la cirugía estética por eso ha
sorprendido su cambio radical del que ella misma ha presumido en la
redes sociales. La actriz francesa aparece con unos labios carnosos que
no tienen nada que ver con los suyos naturales. Las tres fotos que
Cotillard ha publicado en menos de 24 horas por las que cualquiera diría
que ha sido mal intervenida de cirugía plástica corresponden en
realidad a una obligada caracterización para su próximo papel en el cine
en la película Rock'n Roll.
El denostado comandante del Sexto Ejército nazi es noticia por la reedición de ‘Stalingrado y yo’.
Pocos personajes hay en la II Guerra Mundial que caigan tan
antipáticos como el mariscal Paulus, el hombre que rindió el Sexto
Ejército alemán en Stalingrado y fue la cabeza visible de la derrota más
simbólica (en realidad la más decisiva fue la de Kursk) de los nazis en
la contienda . Los hay peores, claro, verdaderamente malvados y atroces
–de Heydrich, por ejemplo, no dices que fuera antipático, y menos se lo
hubieras soltado en su cara-, pero Friedrich Paulus destaca en la
categoría de los desagradables. Paulus , del que ahora se redita Stalingrado y yo (La Esfera de
los Libros), un libro fundamental y descatalogado desde hace años –en
realidad no unas memorias sino un conjunto heterogéneo de textos y
documentos compilados por Walter Goerlitz y prologados por Ernst
Alexander Paulus, el hijo del mariscal (tuvo otro que murió en Anzio)-,
fue siempre un tipo estirado, agrio, adusto, de nula empatía, indeciso,
pretencioso y cargante, que además se creía la repanocha. Era de
aquellos que en plena guerra mundial van por ahí medrando y preguntando
qué hay de lo mío. Es verdad que era alto, guapo y elegante y eso
engañaba. Pero no tenía para nada el carisma de Rommel, al que se parece
en otras cosas como lo de perder batallas famosas y que Hitler le
animara (en su caso sin éxito) a suicidarse.
Lo elevaron por encima de sus méritos y capacidades y ejerciendo el
mando se mostró estricto, puntilloso, ordenancista pero a la vez
vacilante, e incapaz de comprender y no digamos de compartir las
penurias de sus soldados. Por supuesto jamás mostró -mientras luchaba-
la más mínima compasión por el enemigo ni remordimientos por la guerra
de aniquilación que Hitler libraba y de la que él era parte privilegiada
del engranaje con sus pantalones de montar con raya roja, sus mapas y
sus guantes de cabritilla. Le indignaban más los malos modales de Jodl
que las Leyes de Nurenberg. Era un snob como una casa. Es cierto que el detalle parece añadir poco
al perfil negativo de alguien que comandaba un devastador ejército
mecanizado de Hitler pero es que Paulus era verdaderamente repulsivo en
ese aspecto y hasta coqueteaba con ese “von” de su apellido que no era
para nada de recibo y con el que sin embargo se le conoce popularmente. En realidad la aristócrata era su mujer, la rumana Elena-Constance
Rosetti Solescu, llamada Coca por su familia, descendiente de la más
rancia nobleza de Moldavia y Valaquia y que eran amigos de los
Cantacuceno (no me extrañaría que Elena hubiera conocido a Patrick Leigh
Fermor durante las andanzas moldavas de este con la princesa Balasha). Su esposa (que soñaba con verlo en el puesto de Keitel) le allanó el
camino al entonces joven alférez Paulus, de familia pequeñoburguesa de
Hessen (y rechazado por ello en la Marina imperial) para ingresar en el
gran mundo de la vieja Europa, pero también le puso el listón alto: ya
que no tenía pedigrí propio debía labrarse una reputación y esas cosas
suelen salir mal: igual que te lías en Nóos la lías en Stalingrado.
Allí demostró que ponerlo al frente del Sexto Ejército –sin haber
tenido antes ni siquiera el mando de un regimiento- había sido una
pifia, lo que, si bien se piensa fue una suerte para el mundo
civilizado. En el momento crucial, cuando desobedeciendo las órdenes de
Hitler pudo quizá haber salvado al menos una parte de sus fuerzas
rompiendo el cerco y huyendo de aquel infierno a la derecha del Volga,
se jiñó literalmente (sufría de colerina, “el mal ruso”) y permaneció
dudando, como acostumbraba. Hitler le nombró mariscal en los últimos
momentos (el 30 de enero de 1943) confiando en que se suicidaría; sin
embargo, Paulus prefirió entregarse a los soviéticos y quedar como un
cobarde, pero un cobarde vivo. Esto, que sorprendió a los propios rusos,
hasta nos podría inspirar simpatía –todo lo que sea hacer rabiar a
Hitler...-, pero el flamante mariscal se desentendió de la espantosa
suerte de sus hombres y pasó un cautiverio mucho más amable en el que
hasta tuvo oportunidad de aprender a jugar al bridge (le enseñó el padre
del dramaturgo catalán Pablo Ley, también prisionero). Mientras tanto,
accedió a dejarse manipular por la propaganda soviética e hizo profesión
de anti nazismo, lo que desde luego era más seguro en Moscú que en
Berlín. Tras la guerra participó en los Juicios de Nurenberg como testigo contra
sus pares, los jefes de la Wehrmacht, se instaló en la Alemania del
Este y allí murió en 1957, rodeado de los fantasmas mudos de todo su
ejército.