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Un Blues
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8 mar 2017
El regreso del mariscal Von Paulus.................... Jacinto Antón
El denostado comandante del Sexto Ejército nazi es noticia por la reedición de ‘Stalingrado y yo’.
El mariscal Friedrich Paulus, prisionero tras su rendición en la batalla de Stalingrado, en febrero de 1943.SVF2Getty Images
Pocos personajes hay en la II Guerra Mundial que caigan tan
antipáticos como el mariscal Paulus, el hombre que rindió el Sexto
Ejército alemán en Stalingrado y fue la cabeza visible de la derrota más
simbólica (en realidad la más decisiva fue la de Kursk) de los nazis en
la contienda . Los hay peores, claro, verdaderamente malvados y atroces
–de Heydrich, por ejemplo, no dices que fuera antipático, y menos se lo
hubieras soltado en su cara-, pero Friedrich Paulus destaca en la
categoría de los desagradables. Paulus , del que ahora se redita Stalingrado y yo (La Esfera de
los Libros), un libro fundamental y descatalogado desde hace años –en
realidad no unas memorias sino un conjunto heterogéneo de textos y
documentos compilados por Walter Goerlitz y prologados por Ernst
Alexander Paulus, el hijo del mariscal (tuvo otro que murió en Anzio)-,
fue siempre un tipo estirado, agrio, adusto, de nula empatía, indeciso,
pretencioso y cargante, que además se creía la repanocha. Era de
aquellos que en plena guerra mundial van por ahí medrando y preguntando
qué hay de lo mío. Es verdad que era alto, guapo y elegante y eso
engañaba. Pero no tenía para nada el carisma de Rommel, al que se parece
en otras cosas como lo de perder batallas famosas y que Hitler le
animara (en su caso sin éxito) a suicidarse.
Lo elevaron por encima de sus méritos y capacidades y ejerciendo el
mando se mostró estricto, puntilloso, ordenancista pero a la vez
vacilante, e incapaz de comprender y no digamos de compartir las
penurias de sus soldados. Por supuesto jamás mostró -mientras luchaba-
la más mínima compasión por el enemigo ni remordimientos por la guerra
de aniquilación que Hitler libraba y de la que él era parte privilegiada
del engranaje con sus pantalones de montar con raya roja, sus mapas y
sus guantes de cabritilla. Le indignaban más los malos modales de Jodl
que las Leyes de Nurenberg. Era un snob como una casa. Es cierto que el detalle parece añadir poco
al perfil negativo de alguien que comandaba un devastador ejército
mecanizado de Hitler pero es que Paulus era verdaderamente repulsivo en
ese aspecto y hasta coqueteaba con ese “von” de su apellido que no era
para nada de recibo y con el que sin embargo se le conoce popularmente. En realidad la aristócrata era su mujer, la rumana Elena-Constance
Rosetti Solescu, llamada Coca por su familia, descendiente de la más
rancia nobleza de Moldavia y Valaquia y que eran amigos de los
Cantacuceno (no me extrañaría que Elena hubiera conocido a Patrick Leigh
Fermor durante las andanzas moldavas de este con la princesa Balasha). Su esposa (que soñaba con verlo en el puesto de Keitel) le allanó el
camino al entonces joven alférez Paulus, de familia pequeñoburguesa de
Hessen (y rechazado por ello en la Marina imperial) para ingresar en el
gran mundo de la vieja Europa, pero también le puso el listón alto: ya
que no tenía pedigrí propio debía labrarse una reputación y esas cosas
suelen salir mal: igual que te lías en Nóos la lías en Stalingrado.
Allí demostró que ponerlo al frente del Sexto Ejército –sin haber
tenido antes ni siquiera el mando de un regimiento- había sido una
pifia, lo que, si bien se piensa fue una suerte para el mundo
civilizado. En el momento crucial, cuando desobedeciendo las órdenes de
Hitler pudo quizá haber salvado al menos una parte de sus fuerzas
rompiendo el cerco y huyendo de aquel infierno a la derecha del Volga,
se jiñó literalmente (sufría de colerina, “el mal ruso”) y permaneció
dudando, como acostumbraba. Hitler le nombró mariscal en los últimos
momentos (el 30 de enero de 1943) confiando en que se suicidaría; sin
embargo, Paulus prefirió entregarse a los soviéticos y quedar como un
cobarde, pero un cobarde vivo. Esto, que sorprendió a los propios rusos,
hasta nos podría inspirar simpatía –todo lo que sea hacer rabiar a
Hitler...-, pero el flamante mariscal se desentendió de la espantosa
suerte de sus hombres y pasó un cautiverio mucho más amable en el que
hasta tuvo oportunidad de aprender a jugar al bridge (le enseñó el padre
del dramaturgo catalán Pablo Ley, también prisionero). Mientras tanto,
accedió a dejarse manipular por la propaganda soviética e hizo profesión
de anti nazismo, lo que desde luego era más seguro en Moscú que en
Berlín. Tras la guerra participó en los Juicios de Nurenberg como testigo contra
sus pares, los jefes de la Wehrmacht, se instaló en la Alemania del
Este y allí murió en 1957, rodeado de los fantasmas mudos de todo su
ejército.
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