Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

5 mar 2017

¿Por qué hay gente que nos da ‘mala espina’ sin conocerla?

Mucho se ha hablado de los flechazos o del 'amor a primera vista', pero menos del fenómeno contrario. ¿Cómo se explica eso de conocer a alguien y no tragarlo de buenas a primeras?

Existen ciertas personas cuyos actos, ideología o aspecto provocan un rechazo unánime (o al menos mayoritario), aunque no las conozcamos. 
En estos casos, su sola imagen puede generar un sentimiento de repulsa que, de algún modo, somos capaces de entender. 
Pero hay ocasiones en las que alguien se nos atraviesa y no podemos encontrar las razones. 
No se trata de que sea repulsivo: seguramente caerá estupendamente a otras muchas personas; no a nosotros.
 En estos casos en los que el sentimiento propio no se corresponde con la tónica general, nos preguntamos ¿qué provoca que las personas nos caigan bien o mal a primera vista?

Según José Manuel Sánchez Sanz, director del Centro de Estudios del Coaching, este chispazo negativo funciona como “un mecanismo de supervivencia que nos pone en alerta ante circunstancias que nuestro cerebro tiene catalogadas como peligrosas o amenazadoras”.
 Aunque existen situaciones u objetos universales que generan repudio, cada uno de nosotros tiene su propio catálogo personal de aversiones más o menos conscientes: 
“El rechazo será nuestra respuesta corporal ante situaciones desagradables o inquietantes”. 
Con la sensación de mala espina sobre alguien, “procuraremos ahorrarnos un daño físico o psicológico posterior”.
A nivel fisiológico, aludiendo a la teoría del considerado el padre de la inteligencia emocional, Daniel Goleman, la reacción natural de alerta surgirá en la amígdala, “una región del cerebro responsable en gran medida de los juicios rápidos que emitimos acerca de las personas”, explica Sandra Burgos, de 30 k Coaching: “Cualquier emoción que nos lleve a comportamientos viscerales está siendo gestionada directamente por esta glándula, así que la respuesta automática no es racional, sino espontánea e instintiva”.

¿A quién me recuerda?

“Hay personas que sienten antipatía por los jefes; y hay quién tiene manía a las personas rubias o altas, a los jóvenes o a los que siempre sonríen.
 La lista es infinita”, según palabras de Sánchez Sanz.
 Pero, ¿por qué alguien sobre el que no tenemos la más mínima información nos parece una amenaza? 
“A menudo se tratará de señales que la otra persona emite y que evocan en nosotros recuerdos de experiencias pasadas o personas desagradables con las que nos hemos cruzado en otro momento de nuestras vidas”.
 Así, un rasgo facial, un olor, un timbre de voz, o incluso una coletilla al hablar, bastarían para hacer reaccionar a esta glándula y disparar esas alertas.
 El recorrido vital de cada uno determinaría, entonces, qué estereotipos leemos en una u otra dirección.

Uno de los detonantes más claros de la evocación es el olor.
 Este sentido, según Teresa Baró, experta en comunicación no verbal, es uno de los sentidos más desarrollados pero menos tenidos en cuenta a la hora de analizar su influencia en nuestro comportamiento:
 “Es una vía de comunicación por la que generamos sensaciones agradables o desagradables”.

Nos delata lo que rechazamos

Otro condicionante subjetivo es que las características visibles de esa persona que nos resulta hostil sean las que rechazamos de nosotros mismos:
 “Buena parte de lo que evitamos enérgicamente en el otro tiene que ver con aspectos de nosotros mismos que no nos gustan, aunque no lo queramos reconocer”, revela Sánchez Sanz, director del Centro de Estudios del coaching 
. Si esto pasa incluso sin estar muy seguros de que esos rasgos odiados están presentes o no en esa persona, podría explicarlo una investigación de la Universidad de Wake Forest (Estados Unidos), que asegura que el ser humano tiende a proyectar en los demás algunos de los rasgos de su personalidad.

Así que, quizá, la próxima vez que no soporte a alguien a primera vista, reflexione sobre qué parte de usted haría bien en cambiar. “Las personas con autocontrol no dejan que la amígdala les domine, ni ante la presencia de una persona cuyas señales corporales, verbales o estéticas les produzcan rechazo de forma automática”.

Lo que nos transmiten sin hablar

Pero más allá de los juicios iniciales ligados a la experiencia subjetiva, para algunos expertos existen características personales (algunas modificables y otras no), que pueden inclinar la balanza hacia el rechazo o la atracción de los desconocidos.
 Autores como Paul Ekman, psicólogo pionero en la investigación de las emociones y de su manifestación en el rostro, consideran determinante el lenguaje corporal: “Incluso cuando no decimos nada verbalmente, seguimos comunicando, y podemos emitir señales no verbales que generen rechazo en los demás”, recuerda Burgos. 
Los estudiosos encuentran algunas posturas susceptibles de generar mala impresión en los demás.
 Por ejemplo, “aquellas indicadoras de una actitud distante o poco afable, cruzando brazos o piernas en dirección contraria al lugar donde nos encontramos”, relaciona la directora de 30k Coaching. La presencia de microexpresiones faciales de ira o desprecio actuarán como revulsivos naturales, justo lo contrario que sucedería con una expresión amable o de amistad.



 

 

Así son los ‘millennials’, la generación de la crisis...... Javier Ayuso

Una generación entre dos mundos

 

Los ‘millennials’ viven atrapados entre lo viejo y lo nuevo

Eduardo Fierro, Cristina Mateo, Elías Rodríguez, Andrés Huerta, Teresa López, y Raúl Tejada. C. ROSILLO | Vídeo: L. Almodóvar EPV
Los jóvenes que nacieron entre 1982 y 2004 (los llamados millennials) serán más del 70% de la fuerza laboral del mundo desarrollado en 2025. 
Probablemente habrán empezado a tomar las riendas del futuro de la humanidad.
 En España, son una generación de más de ocho millones de personas que nacieron en la prosperidad, con un entorno político, económico y social infinitamente mejor que el de sus padres, pero que cuando llegaron a la mayoría de edad se dieron de bruces con una durísima crisis que truncó las expectativas de muchos de ellos. Según la Fundación Porcausa, son el colectivo de los sueños rotos.

 La generación del milenio vive con la etiqueta de formar un ejército de gente perezosa, narcisista y consentida; sin embargo, los jóvenes españoles de entre 18 y 34 años son también críticos, exigentes, reformistas, poco materialistas, comprometidos, digitales y participativos.

 Pero piensan que la sociedad está en deuda con ellos. 

 Eso se deduce, al menos, de todos los informes y encuestas consultados por EL PAÍS. “Aspiramos a todo lo que han aspirado nuestros padres, pero superándolos.

 Ellos se conformaban con un trabajo que les diera de comer y nosotros queremos que nos dé de comer y nos guste. 

Es nuestra mala suerte y nuestra fortuna”, resume María Viajel, de 25 años.

 

La revista Time los definió en 2014 como la generación del yo-yo-yo. Ellos mismos se ven a sí mismos como una generación perdida en el camino entre dos mundos. 
Como decía una joven millennial de forma gráfica esta misma semana en un conocido programa de radio: "Somos una generación de transición.
 Somos la última en muchas cosas y la primera en otras tantas. Estamos entre lo viejo, que no acaba de morir, como el papel o el bipartidismo, y lo nuevo, que no acaba de nacer.
 Una generación que compra las entradas de cine en Internet y luego las imprime".
En esa incertidumbre, "Vivir la vida" es una frase que repiten cuando les preguntas a qué aspiran. 
Para Elías Rodríguez, de 25 años, esa expresión se resume en "tener un buen sueldo trabajando poco". 
Amalia Barrigas, de la misma edad, es más contundente: "La generación millennial aspira a vivir la vida, pero porque creo que no tiene ni puta idea de lo que es la vida".
   
Aunque hay un amplio grupo de chicos y chicas que han entrado en el mercado laboral como se hacía antes (contratos fijos, muchas horas de meritorio y sueldos bajos, confiando en ascender pronto), el modelo convencional no es tan deseado por esta generación como por las anteriores.
 Se han resignado a la precariedad. "Salario bueno no va a haber; condiciones, casi seguro que tampoco, y vivir la vida es un poco lo que nos queda", dice Elías Rodríguez, de 25 años.
Además, los millennials españoles quieren un trabajo, pero tienen menos prisa por encontrarlo y ponen por delante la calidad y un horario que les permita conciliar lo laboral y lo personal y disfrutar de la vida, que un sueldo llamativo.
 Ganar dinero está en los escalones más bajos de sus aspiraciones.

La familia, los amigos, la calidad del trabajo, los estudios o el sexo están por encima del dinero, según la última encuesta del Observatorio de la Juventud.

Además, no están obsesionados por poseer una casa o un coche; son más de la cultura de compartir. 
Salvo en lo que a aparatos digitales se refiere.
 Quieren el último teléfono móvil y el último ordenador portátil, porque son esencialmente digitales, multipantallas y adictos a las APPs y a las redes sociales
No ven mucho la televisión, ni compran periódicos, pero se consideran bien informados a través de Internet.
Según un informe elaborado por la consultora Deloitte, la generación del milenio ha desarrollado un sentido mucho más crítico y exigente que sus padres.
 Exigen una vida más personalizada y defienden unos nuevos valores más acordes con la sociedad actual: transparencia, sostenibilidad, participación, colaboración y compromiso social. Aunque se sienten autosuficientes y autónomos y quieren ser protagonistas en su vida social y laboral. 
En cierto sentido, son narcisistas y consentidos.

 En su mayoría, están mejor formados que sus padres (el 54% tienen título universitario), pero los más jóvenes de ese estrato se han encontrado con que, como consecuencia de la crisis, el mercado laboral tan solo les ofrece trabajos por debajo de su titulación, con contratos temporales y sueldos exiguos.

 El 75% de los jóvenes asalariados en España tienen un contrato temporal.

 Eso ha llevado a muchos de ellos a buscarse la vida fuera del país o con el autoempleo o el emprendimiento.

 Y sienten que la sociedad no les da respuesta al esfuerzo realizado para formarse.

 

Como los abuelos

Según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística, en 2016 había 2,3 millones de españoles viviendo en el extranjero, la cifra más alta desde que existe el registro del Padrón de Residentes en el Extranjero (PERE).
 Desde que empezó la crisis, en 2008, esta cifra ha aumentado en más de 800.000 personas, de los que más casi un tercio son menores de 30 años.
 Los emigrantes jóvenes españoles tienen, en su mayoría, estudios superiores, según el INE, y siguen el camino que hicieron sus abuelos en los años 60, en los que se inició la emigración española en busca de trabajo.
Pero no todo es formación y empleo por debajo de sus posibilidades.
 En las clases más bajas, la situación es mucho peor.
 Con una tasa de paro juvenil por encima del 40%, los jóvenes de los estratos sociales inferiores tienen un serio problema de futuro y eso les afecta en sus creencias y sus ilusiones.
 Durante el boom económico y la burbuja inmobiliaria, cientos de miles de jóvenes abandonaron los estudios para trabajar en la construcción.
 Un sector que no exigía mucha formación y ofrecía unos sueldos atractivos para chicos de menos de veinte años. 
Una propuesta difícil de rechazar..

 Con el pinchazo de la burbuja, decenas de miles de jóvenes, y no tan jóvenes, fueron engrosando la lista de parados cada mes. Y, lo que es peor, además de quedarse sin trabajo, no tenían formación alguna que les ofreciera una esperanza de reciclarse. Ese colectivo, que está ahora en torno a por encima de los treinta años, es uno de los más desesperados y con mayor desafección hacia la sociedad.

 No creen en las instituciones, ni en los partidos políticos, ni en las empresas... ni ven la luz al final del túnel.

 Son los indignados que reniegan del sistema político, económico y social y valoran muy negativamente el funcionamiento de la democracia en España.

 

Nada de eso.................................Juan José Millás


COLUMNISTAS-REDONDOS_JUANJOSEMILLAS

A LOS SERES humanos, siendo en sustancia idénticos, nos separan cuestiones de gusto personal que se manifiestan en el día a día, a veces en el minuto a minuto, de ahí los divorcios y las escisiones de los partidos políticos, de ahí también las guerras.
Esta foto no provocará ningún conflicto armado, ni ningún cisma, esperemos que tampoco ninguna separación matrimonial, pero dejó un poco patidifuso al lector del periódico.
 A ver, ¿qué hacía Beyoncé semidesnuda, con un velo verdoso y transparente cubriéndole el rostro? ¿Por qué se arrodillaba delante de una corona funeraria? 

Al observar la imagen con más detenimiento, advertimos que parecía embarazada, de ahí que se llevara las manos al vientre en un gesto de protección característico de las mujeres encintas.
 Luego estaba su rostro, con los labios pintados de un rojo intenso, a juego con las flores mortuorias, y con la mirada clavada en el objetivo de la cámara tratando de decirnos algo que, francamente, no lográbamos interpretar.

La foto ilustraba una noticia cuya lectura demoramos por ver si éramos capaces de adivinar de qué iba el asunto sin necesidad de descubrir el titular, que habíamos tapado previamente con la mano. ¿Se ha muerto tal vez el niño que llevaba dentro y desea comunicárnoslo con este rarísimo disfraz de viuda? ¿Se trata por ventura del cartel de una obra de teatro en la que interpreta a un personaje complicado? Nada de eso.
 La imagen había sido colgada por la artista en Instagram para anunciar su embarazo.
 Lo que decíamos, en fin, al principio de estas líneas sobre lo que nos une y nos separa.2110 DOC la imagen

Una vida pequeña.............................Rosa Montero

A todos nos importa tanto nuestra existencia como si fuéramos los seres más relevantes del planeta. Todos anhelamos encontrar un sentido.

COLUMNISTAS-REDONDOS_ROSAMONTERO
ACABA DE fallecer una amiga de mi madre llamada Lola Monte. Ha muerto bien, tenía 95 años. 
Ningún reproche al destino, por lo tanto. Era diminuta de estatura, y su vida también podría considerarse una vida pequeña, a pesar de la longevidad. 
La adolescencia en la guerra, la juventud en la hambrienta posguerra, muchos años trabajando como administrativa, una larga jubilación, un buen puñado de viajes con amigas que se le fueron muriendo, un amado perro que también se marchó, un gusto artístico innato con el que estuvo haciendo primorosos bordados y preciosas muñecas hasta que su mala vista le impidió seguir. 
Y es que cumplir tantos años, ya se sabe, es asistir a la progresiva desaparición de tu mundo.
 Nunca tuvo pareja, tampoco tuvo hijos, y esa extrema escasez de familia (por fortuna contaba con un sobrino) hizo que su soledad de anciana pareciera más sola.
 Carecer de descendencia, haya sido o no una opción voluntaria, te coloca en una situación un poco extraña en la larga línea de la vida.  

Por encima de ti se remontan generaciones y generaciones de humanos triunfantes que consiguieron mantenerse vivos hasta más allá de la pubertad, y aparearse, y tener crías sanas a las que alimentaron y protegieron hasta que a su vez se hicieron adultas y procrearon; y ese dilatado historial de éxitos se estrella ahora contigo (yo tampoco tengo hijos).
 Tanto esfuerzo genético para acabar en ese acantilado. Produce cierto vértigo, sobre todo cuando se mira desde el final.
Lola, en fin, no inventó la penicilina ni pintó la Gioconda.
 Su vida es una más en el atronador tumulto de las vidas humanas. “Mi existencia no ha sido diferente en nada de la de mucha, mucha gente”, dice Iván S. Turguénev en su novela Diario de un hombre superfluo: “La casa paterna, la universidad, el servicio civil ostentando un rango bajo, la dimisión, un reducido círculo de amistades, pobreza aseada, placeres modestos, ocupaciones limitadas, deseos moderados: díganme, por el amor de Dios, ¿quién no conoce todo eso?”.

Paterson, la última película de Jim Jarmusch, habla justamente de eso.
 De la pequeña vida de un conductor de autobús en una ciudad de Estados Unidos.
 De sus rutinas. De la relación con su pareja. Del ansia indefinible que nos aletea a todos dentro.
 Sueños de dicha, atisbos de belleza, la añoranza de una plenitud que en realidad nunca hemos conocido y que no conoceremos jamás. Paterson escribe poemas.
 Algún verso tiene encanto, pero tampoco son muy buenos.
 Esta película no narra la juventud de un hombre que se convertirá en un gran poeta laureado, sino que es la historia de un conductor de autobús que se jubilará siendo conductor de autobús y escribiendo poemas para sí mismo.
 Y, sin embargo, estoy segura de que concibe sus versos con la misma emoción y el mismo barrunto de grandeza que Shakespeare. 
Su futuro y sus ansias le importan muchísimo.
 A todos nos importa tanto nuestra existencia como si fuéramos el hombre o la mujer más relevantes del planeta. 
Todos anhelamos encontrar un sentido.
La magnífica novela Stoner, de John Williams, muestra una de esas pequeñas vidas en toda su extensión.
 Un muchacho de pueblo que se convierte en profesor universitario, que tiene ilusiones y cree que el porvenir es un paquete de regalo a punto de abrirse para él; que se embelesa con la literatura; que ama; que odia; que se desilu­siona; que hace una carrera mediocre; que no alcanza ninguno de sus sueños.
 Y que, a pesar de todo, acepta su destino con serenidad y sin quejarse.
 Porque incluso la vida más diminuta está iluminada por la intuición de la belleza, que es ese don artístico que todos tenemos y que nos hace el mundo habitable. 
Stoner es sabio y es digno porque asume la realidad desnuda, la minúscula cosa que es vivir.
Y eso mismo hizo Lola. 
Fue una guerrera infatigable, fue valiente, fue capaz.
 Fue una buenísima persona y siempre llevaba una sonrisa en los labios. 
Como Stoner, aceptó los logros y las carencias, y su anónima existencia no es en nada inferior a ninguna otra.
 Los constructores de imperios se mezclan con las modestas lavanderas dentro de la larga oscuridad. 
Todo es un leve sueño, todos somos pequeños en el inmenso e indiferente abismo del tiempo.