Juliana Awada, primera dama de Argentina, asegura que disfruta la moda pero no es lo más importante en un viaje de Estado.
Juliana Awada y la reina Letizia, el pasado día 23 en el Palacio Real. Carlos AlvarezGetty Images
Juliana Awada (Buenos Aires, 1974) abandonó ayer España con su marido, el presidente de Argentina, Mauricio Macri,
después de su viaje oficial. Entre un acto público y otro, la primera
dama tuvo tiempo de hacer alguna escapada discreta como al Museo Thyssen
de Madrid, donde acudió acompañada de su amiga Carolina Herrera, la
hija de la diseñadora venezolana. Visitaron la exposición Ultramar: Fontana, Kuitca, Seeber, Tessi,
una selección de pinturas de artistas de Argentina encuadrada en el
marco de la feria de arte contemporáneo Arco, que tiene a este país como
invitado. También compartió tiempo con Isabel Preysler. Poco después
respondió a unas preguntas al diario EL PAÍS mediante cuestionario. Pregunta. ¿Qué balance hace de su visita a España?
Juliana Awada junto a Carolina Herrera hija.
Respuesta. El balance de esta visita es muy
positivo, me llevo recuerdos increíbles y me voy muy agradecida. En
especial con los Reyes Felipe y Letizia, que han sido muy amables y nos
recibieron con gran calidez, pero también con las personas con las que
me fui encontrando a lo largo de la semana: Isabel Preysler y Mario
Vargas Llosa, Carolina Herrera hija, los artistas que están exhibiendo
en Arco, los que fueron parte de la cena de gala en el Palacio Real de
Madrid y quienes participaron de nuestra recepción en el Palacio Real de
El Pardo. Cada conversación fue un aprendizaje, una oportunidad de
representar a la Argentina con gran entusiasmo y compromiso. Fue un
viaje muy especial, que habla de la nueva etapa que estamos viviendo en
nuestro país. Una etapa de cambio, en la que los argentinos miramos al
futuro y al mundo con optimismo. P. ¿Cómo afronta su papel como primera dama de Argentina? R. Es un rol que asumo con mucha responsabilidad,
porque significa acompañar a mi marido en el camino que eligió, que es
el de trabajar cada día para que más argentinos puedan vivir mejor. No
hay vocación más grande que la de servicio, y de eso se trata ser
presidente, especialmente en un país en el que hay tantas personas con
necesidades y sueños por cumplir.
P. ¿Cuáles son sus objetivos? R. Como primera dama, en primer lugar, me ocupo de
nuestra familia y de apoyar a Mauricio para que pueda llevar adelante su
compromiso con los argentinos. Pero, sabiendo que desde este rol se
puede generar un impacto positivo, también me gusta recorrer espacios de
primera infancia, hogares, comedores y centros de salud en distintas
provincias. Es llevar esperanza y generar conciencia para que los
argentinos seamos un gran equipo ayudando a los demás. P. ¿Cómo han sido estos días al lado de la reina Letizia, a la que ya conocía? R. Me ha encantado tener la oportunidad de volver a
compartir unos días junto a la reina Letizia. Es una mujer excepcional y
una verdadera inspiración para mí. Su inteligencia y su mirada sobre
todos los intereses que compartimos, como la salud, la primera infancia y
el rol de la mujer en la sociedad, son muy lúcidas y he aprendido de
ella a cada momento.
Juliana Awada, durante su visita al Museo Thyssen de Madrid.
P. Durante estos días se ha comparado sus estilismos hasta el milímetro.
R. Con respecto a la moda, la disfruto y es muy
importante como fuente de trabajo alrededor del mundo, pero no es lo
fundamental en una visita de Estado como esta. Lo más importante es el
acercamiento entre dos países hermanos que van a trabajar juntos para
que ambas naciones crezcan y se sigan desarrollando. Tenemos mucho por
hacer juntos. P. Dicen que es una mujer tímida, pero se enfrenta ahora a una exposición pública como primera dama. R. Lo hago con humildad. Si hoy tengo exposición es
porque mi marido ha sido elegido para liderar a mi país en un momento
fundamental de su historia. Esto me llena de orgullo y si tenemos que
vivir una vida más expuesta por eso lo tomo como algo que tengo que
hacer y trato de llevarlo con la mayor naturalidad posible. Soy una
persona sobre todo optimista, no me quedo en la queja, trato de ver lo
positivo de esa exposición pública como es por ejemplo con algunas
acciones que emprendo llamar la atención sobre temas que creo que
tenemos que ser conscientes como sociedad: temas de primera infancia,
vida saludable y educación.
El actual presidente de EE UU exhibe síntomas propios de una personalidad narcisista.
Donald Trump en el Despacho Oval de la Casa Blanca, este viernes. OLIVIER DOULIERY / POOLEFE
Llevo años estudiando el poder
y a quienes lo tienen o lo han tenido. Mi principal conclusión es que,
si bien la esencia del poder -la capacidad de hacer que otros hagan o
dejen de hacer algo- no ha cambiado, las maneras de obtenerlo, usarlo y
perderlo han sufrido profundos cambios. Otra observación es que la
personalidad de los poderosos es tan heterogénea como la humanidad
misma. Los hay solitarios y gregarios, valientes y cobardes, geniales y
mediocres. Sin embargo, a pesar de su diversidad, todos tienen dos
rasgos en común: son carismáticos y vanidosos. Según la Real Academia
Española, carisma es "la especial capacidad algunas personas para atraer
o fascinar". Los
líderes carismáticos inspiran gran devoción e, inevitablemente, los
aplausos, la adulación y las loas inflan su vanidad. Es fácil que la
vanidad extrema se convierta en un narcisismo que puede ser patológico. De hecho, estoy convencido de que uno de los riesgos profesionales más
comunes entre políticos, artistas, deportistas y empresarios exitosos es
el narcisismo. En sus formas más moderadas, este narcisismo, el encanto
consigo mismo, es irrelevante. Pero, cuando se vuelve más intenso y
domina las actuaciones de quienes tienen poder, puede ser muy peligroso. Algunos de los tiranos más sanguinarios de la historia mostraron formas
agudas de narcisismo y grandes empresas han fracasado debido a los
delirios narcisistas de su dueño, por ejemplo.
Lo llama “Desorden de Personalidad Narcisista” (DPN) y, según las
investigaciones, las personas que lo padecen se caracterizan por su
persistente megalomanía, la excesiva necesidad de ser admirados y su
falta de empatía.
También evidencian una gran arrogancia, sentimientos
de superioridad y conductas orientadas a la obtención del poder. Sufren
de egos muy frágiles, no toleran las críticas y tienden a despreciar a
los demás para así reafirmarse.
De acuerdo al manual de la organización
de psiquiatras estadounidenses, quienes sufren de DPN tienen todos o la
mayoría de estos síntomas:
1)Sentimientos megalómanos, y expectativas de que se reconozca su superioridad.
Algunos de los tiranos más sanguinarios de la historia mostraron formas agudas de narcisismo
2)Fijación en fantasías de poder, éxito, inteligencia y atractivo físico.
3)Percepción de ser único(a), superior y formar parte de grupos e instituciones de alto status.
4)Constante necesidad de admiración por parte de los demás.
5)Convicción de tener el derecho de ser tratado(a) de manera especial y con obediencia por los demás.
6)Propensión a explotar a otros y aprovecharse de ellos para obtener beneficios personales.
7)Incapacidad de empatizar con los sentimientos, deseos y necesidades de los demás.
8)Intensa envidia de los demás y convicción de que los demás son igualmente envidiosos respecto a él (ella).
9)Propensión a comportarse de manera pomposa y arrogante
Y ahora hablemos de Donald Trump.
Trump, durante una rueda de prensa en Washington, el 16 de febrero. Pablo Martinez MonsivaisAP
No hay duda de que el actual
presidente de Estados Unidos exhibe muchos de estos síntomas.
¿Pero lo
inhabilita eso para ocupar uno de los cargos de mayor responsabilidad de
nuestro planeta? Un grupo de psiquiatras y psicólogos cree que sí.
Enviaron una carta a The New York Times en la cual señalan:
“Las palabras y las acciones
del señor Trump demuestran una incapacidad para tolerar puntos de vista
diferentes a los suyos, lo cual le lleva a reaccionar con rabia.
Sus
palabras y su conducta sugieren una profunda falta de empatía. Los
individuos con estas características distorsionan la realidad para
adaptarla a su estado psicológico, descalificando los hechos y a quienes
los transmiten (periodistas y científicos).
En un líder poderoso, estos
ataques tenderán a aumentar, ya que el mito de su propia grandeza
parecerá haberse confirmado.
Creemos que la grave inestabilidad
emocional evidenciada por los discursos y las acciones del señor Trump
lo incapacitan para desempeñarse sin peligro como presidente”.
"El antídoto contra una distópica edad oscura trumpiana es político, no psicológico”
Esta carta es, por supuesto, muy
controvertida.
No solo por la posición que toma con respecto al
presidente Trump, sino también porque viola el código de ética de la
Asociación Americana de Psiquiatría.
El código mantiene que no se puede
diagnosticar a nadie –especialmente a una personalidad pública- a
distancia.
La evaluación en persona es indispensable.
Sin embargo, en la
carta los firmantes sostienen: “Este silencio ha llevado a que no
hayamos podido ofrecer nuestra experiencia a periodistas y miembros del
Congreso preocupados por la situación en tan críticos momentos.
Tememos
que haya demasiado en juego para seguir callando”. Alexandra Rolde, una
de las psiquiatras que firmó la carta, le dijo a la periodista Catherine
Caruso que su propósito y el de sus colegas no era diagnosticar a
Trump, sino enfatizar rasgos de su personalidad que les preocupan.
Rolde no cree que se deba hacer
un diagnóstico sin haber examinado al paciente, pero opina que es
apropiado hacer ver cómo la salud mental de una persona puede afectar a
otros o limitar su capacidad para desempeñarse adecuadamente.
Otros psiquiatras no están de
acuerdo:
“La mayoría de los aficionados que se han metido a hacer
diagnósticos se han equivocado al etiquetar al presidente Trump con un
desorden de personalidad narcisista.
Yo escribí los criterios que
definen este desorden y el señor Trump no encaja en ellos.
Él puede ser un narcisista de categoría mundial,
pero eso no lo convierte en enfermo mental, ya que no sufre de la
angustia y la discapacidad que caracterizan un desorden mental.
El señor
Trump genera severas angustias en otras personas, pero él no las sufre
y, más que penalizado, ha sido ampliamente recompensado por su
megalomanía, egocentrismo y falta de empatía”.
Quien esto escribe es el médico
psiquiatra Allen Francis, director del grupo de trabajo que elaboró la
cuarta edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de Desórdenes
Mentales (D.S.M. IV).
La sorpresa es que el doctor Francis va más allá
de su especialidad. “Los insultos psiquiátricos son una manera
equivocada de contrarrestar el ataque del señor Trump a la democracia.
Se puede, y se debe, denunciar su ignorancia, incompetencia,
impulsividad y afanes dictatoriales.
Pero sus motivaciones psicológicas
son demasiado obvias como para que tengan algún interés, y analizarlas
no detendrá su asalto al poder.
El antídoto contra una distópica edad
oscura trumpiana es político, no psicológico”.
Una de las conclusiones del doctor
Francis es fácil de compartir y otra menos.
La fácil de aceptar es que
más importante que la salud mental del presidente es la salud política
del país.
La capacidad de las instituciones para resistir los intentos
de Trump de concentrar el poder es la batalla más importante que se
libra en Estados Unidos.
Sus resultados tendrán consecuencias mundiales.
La otra conclusión de Francis es que la estabilidad mental de Donald
Trump es irrelevante.
HE AQUÍ a la conocida como “niña árbol” de Bangladés. En realidad se llama Sahana Khatun y es víctima de una rarísima enfermedad que
se manifiesta con verrugas de aspecto vegetal que se distribuyen por el
rostro. Si lo que le ocurre a esta cría, y a cuatro o cinco personas
más en todo el mundo, en lugar de salir de la realidad y hacer daño,
hubiera salido de un cuento y resultara benéfico, nos encantaría de
verdad. Imaginemos que de súbito, en vez de nacer con pelo, naciéramos
con hojas. Hojas de todos los tamaños y colores, dependiendo de la forma o el
volumen del cráneo. O, mejor aún, con flores. Traten de ver la cabeza de
la persona amada recubierta de diminutos alelíes, de anémonas, de
caléndulas, de clavelinas. Supongan que en vez de arrancarnos un pelo,
como hacemos en momentos de desesperación, pudiéramos arrancarnos un
crisantemo o un narciso. Pero no nos pongamos estupendos. Nos
conformaríamos con que sobre el cuero cabelludo de algunos de nosotros, y
sustituyendo al aparato capilar, nos naciera una mata de césped que
pudiéramos peinarnos con los dedos.
Saifuddin Sujon
En justa reciprocidad, en el mundo vegetal crecerían asimismo labios u
orejas y delicados párpados, con sus correspondientes pupilas, que
regalaríamos en ramos, y por su cumpleaños, a los seres queridos. ¡Mira
qué mata tan bella de narices!, diríamos ante un cactus de cuyo tronco
salieran decenas de estos apéndices respiratorios. ¡Y qué vagina tan
delicada la que se manifiesta en la rama de ese abedul! ¿Acaso no
perciben ustedes una frontera excesiva entre el mundo animal y el de las
plantas?
La vida es una selva salvaje y peligrosa, y resultan admirables quienes
deciden ponerle trabas a la decadencia y presentarle batalla cada día.
HAY EN MI barrio una mujer de 95 años que vive sola y siempre
va guapísima. Viste con primorosa elegancia, se peina y maquilla a la
perfección y camina sandunguera sobre unos taconazos con los que yo
sería incapaz de dar media docena de pasos sin descalabrarme. Tiene un
perrito diminuto al que saca a pasear bien protegido de los fríos con
abrigos monísimos y que trota alegremente a su lado, los dos tan
gallardos, tan limpios, tan radiantes. Tan alejados de la idea de la vejez marchita, desorientada y
devastadora. Esta mujer es un milagro; su energía y su fortaleza son
inhumanas. Desde luego la lotería genética debe de jugar un papel fundamental
en este triunfo, pero no creo que se trate sólo de eso. Para llegar a
los 95 años y salir a la calle así todos los días hace falta una
tenacidad heroica. Cuánto valor, cuánto respeto a la idea de uno mismo
hay que tener para seguir levantándote cada mañana disciplinadamente,
para lavarte y maquillarte y escoger tus ropas con coqueto cuidado y
calzarte los zapatos vertiginosos y vestir al perrito con sus avíos. Y
todo eso sola (nunca la he visto acompañada) y para nada, es decir, para
todo, para ella misma, para poder mantener la dignidad. Mi vecina me recuerda a los exploradores británicos del siglo XIX,
aquellos que se internaban en las profundidades de África, en la terra incognita
y hostil, y que, en mitad de una selva feroz, tomaban el té a las cinco
en punto todas las tardes, en tazas de porcelana de Wedgwood y con
mantel de encaje. Se suele citar esta anécdota como ejemplo risible de
cierto temperamento inglés, como muestra de hasta dónde puede llegar la
chifladura y la impermeabilidad ante el entorno, pero yo veo en ello
algo grandioso, veo el empeño de seguir siendo fiel a uno mismo pese a
todo. Es un afán que anida en los humanos, al margen de la situación en
la que nos hallemos. Ayer me crucé con una pareja de ancianos; la mujer
iba en silla de ruedas y mostraba esa mirada incierta de quien está
soltando amarras de este mundo. Él, sin duda su marido, tenía una edad
parecida, pero se le veía muy capaz y de hecho empujaba la silla con
soltura. Ella iba como una reina, algo atónita pero majestuosa, envuelta
en un abrigo de pieles y aferrada a su bolso negro de charol, el típico
bolso de las abuelas. Me enterneció el cuidado con el que alguien la
había arreglado tan bien: el peinado, la bufanda. Imaginé a su marido dándole antes de salir la cartera de charol, ese
objeto totalmente inútil para ella a estas alturas, pero al que la
mujer se agarraba como un náufrago al único madero, como un explorador a
su taza de china, como un niño a su mejor juguete. Seguro que la
anciana conservaba en algún rincón de su cabeza el eco de lo que le
gustó ese bolso, es decir, el vago recuerdo de lo que ella fue mientras
lo usaba. La vida porfía por seguir viviendo incluso en aquellos que ya
fueron derrotados. Hay un precioso documental que nos habla del animal tenaz que nos habita.
Se titula Eternos; dura 24 minutos y lo rodó Gonzalo Gurrea hace un par de años, aunque ahora lo acaba de colgar en Internet. Trata del genial estudio que hizo José Antonio Serra, jefe de geriatría
del Gregorio Marañón, junto con Alejandro Lucía, catedrático de
Fisiología del Ejercicio de la Universidad Europea, y que consistió en
coger a 20 ancianos entre los 90 y los 97 años y ponerlos a hacer
ejercicio en un gimnasio tres veces a la semana durante dos meses:
pesas, aparatos, bicicleta. Parece un disparate, pero fue un éxito. No
se lesionó ninguno y todos mejoraron su capacidad motora y su calidad de
vida .
El documental muestra su entusiasmo, la avidez con la que se aferran a
una opción que los rescata de la melancolía nonagenaria, el esfuerzo con
el que intentan recuperar algo de lo que un día fueron. Y lo mejor es
que la investigación demuestra que uno puede ponerle ciertas trabas a la
decadencia, aunque para eso haya que presentarle batalla cada día. La
vida es una selva salvaje y peligrosa, un territorio desconocido cada
vez más asfixiante, y en nuestra travesía conviene prepararse el té
todas las tardes. Espero ser capaz de hacerlo, como lo hace mi admirable
vecina.