El actual presidente de EE UU exhibe síntomas propios de una personalidad narcisista.
Llevo años estudiando el poder y a quienes lo tienen o lo han tenido.
Mi principal conclusión es que, si bien la esencia del poder -la capacidad de hacer que otros hagan o dejen de hacer algo- no ha cambiado, las maneras de obtenerlo, usarlo y perderlo han sufrido profundos cambios.
Otra observación es que la personalidad de los poderosos es tan heterogénea como la humanidad misma.
Los hay solitarios y gregarios, valientes y cobardes, geniales y mediocres.
Sin embargo, a pesar de su diversidad, todos tienen dos rasgos en común: son carismáticos y vanidosos.
Según la Real Academia Española, carisma es "la especial capacidad algunas personas para atraer o fascinar".
Los líderes carismáticos inspiran gran devoción e, inevitablemente, los aplausos, la adulación y las loas inflan su vanidad.
Es fácil que la vanidad extrema se convierta en un narcisismo que puede ser patológico.
De hecho, estoy convencido de que uno de los riesgos profesionales más comunes entre políticos, artistas, deportistas y empresarios exitosos es el narcisismo.
En sus formas más moderadas, este narcisismo, el encanto consigo mismo, es irrelevante.
Pero, cuando se vuelve más intenso y domina las actuaciones de quienes tienen poder, puede ser muy peligroso.
Algunos de los tiranos más sanguinarios de la historia mostraron formas agudas de narcisismo y grandes empresas han fracasado debido a los delirios narcisistas de su dueño, por ejemplo.
La Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos
ha desarrollado criterios para diagnosticar el narcisismo patológico.
Lo llama “Desorden de Personalidad Narcisista” (DPN) y, según las
investigaciones, las personas que lo padecen se caracterizan por su
persistente megalomanía, la excesiva necesidad de ser admirados y su
falta de empatía.
También evidencian una gran arrogancia, sentimientos
de superioridad y conductas orientadas a la obtención del poder. Sufren
de egos muy frágiles, no toleran las críticas y tienden a despreciar a
los demás para así reafirmarse.
De acuerdo al manual de la organización
de psiquiatras estadounidenses, quienes sufren de DPN tienen todos o la
mayoría de estos síntomas:
1)Sentimientos megalómanos, y expectativas de que se reconozca su superioridad.
Algunos de los tiranos más sanguinarios de la historia mostraron formas agudas de narcisismo
2)Fijación en fantasías de poder, éxito, inteligencia y atractivo físico.
3)Percepción de ser único(a), superior y formar parte de grupos e instituciones de alto status.
4)Constante necesidad de admiración por parte de los demás.
5)Convicción de tener el derecho de ser tratado(a) de manera especial y con obediencia por los demás.
6)Propensión a explotar a otros y aprovecharse de ellos para obtener beneficios personales.
7)Incapacidad de empatizar con los sentimientos, deseos y necesidades de los demás.
8)Intensa envidia de los demás y convicción de que los demás son igualmente envidiosos respecto a él (ella).
9)Propensión a comportarse de manera pomposa y arrogante
Y ahora hablemos de Donald Trump.
No hay duda de que el actual
presidente de Estados Unidos exhibe muchos de estos síntomas.
¿Pero lo
inhabilita eso para ocupar uno de los cargos de mayor responsabilidad de
nuestro planeta? Un grupo de psiquiatras y psicólogos cree que sí.
Enviaron una carta a The New York Times en la cual señalan:
“Las palabras y las acciones
del señor Trump demuestran una incapacidad para tolerar puntos de vista
diferentes a los suyos, lo cual le lleva a reaccionar con rabia.
Sus
palabras y su conducta sugieren una profunda falta de empatía. Los
individuos con estas características distorsionan la realidad para
adaptarla a su estado psicológico, descalificando los hechos y a quienes
los transmiten (periodistas y científicos).
En un líder poderoso, estos
ataques tenderán a aumentar, ya que el mito de su propia grandeza
parecerá haberse confirmado.
Creemos que la grave inestabilidad
emocional evidenciada por los discursos y las acciones del señor Trump
lo incapacitan para desempeñarse sin peligro como presidente”.
"El antídoto contra una distópica edad oscura trumpiana es político, no psicológico”
Esta carta es, por supuesto, muy
controvertida.
No solo por la posición que toma con respecto al
presidente Trump, sino también porque viola el código de ética de la
Asociación Americana de Psiquiatría.
El código mantiene que no se puede
diagnosticar a nadie –especialmente a una personalidad pública- a
distancia.
La evaluación en persona es indispensable.
Sin embargo, en la
carta los firmantes sostienen: “Este silencio ha llevado a que no
hayamos podido ofrecer nuestra experiencia a periodistas y miembros del
Congreso preocupados por la situación en tan críticos momentos.
Tememos
que haya demasiado en juego para seguir callando”. Alexandra Rolde, una
de las psiquiatras que firmó la carta, le dijo a la periodista Catherine
Caruso que su propósito y el de sus colegas no era diagnosticar a
Trump, sino enfatizar rasgos de su personalidad que les preocupan.
Rolde no cree que se deba hacer
un diagnóstico sin haber examinado al paciente, pero opina que es
apropiado hacer ver cómo la salud mental de una persona puede afectar a
otros o limitar su capacidad para desempeñarse adecuadamente.
Otros psiquiatras no están de
acuerdo:
“La mayoría de los aficionados que se han metido a hacer
diagnósticos se han equivocado al etiquetar al presidente Trump con un
desorden de personalidad narcisista.
Yo escribí los criterios que
definen este desorden y el señor Trump no encaja en ellos.
Él puede ser un narcisista de categoría mundial,
pero eso no lo convierte en enfermo mental, ya que no sufre de la
angustia y la discapacidad que caracterizan un desorden mental.
El señor
Trump genera severas angustias en otras personas, pero él no las sufre
y, más que penalizado, ha sido ampliamente recompensado por su
megalomanía, egocentrismo y falta de empatía”.
Quien esto escribe es el médico
psiquiatra Allen Francis, director del grupo de trabajo que elaboró la
cuarta edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de Desórdenes
Mentales (D.S.M. IV).
La sorpresa es que el doctor Francis va más allá
de su especialidad. “Los insultos psiquiátricos son una manera
equivocada de contrarrestar el ataque del señor Trump a la democracia.
Se puede, y se debe, denunciar su ignorancia, incompetencia,
impulsividad y afanes dictatoriales.
Pero sus motivaciones psicológicas
son demasiado obvias como para que tengan algún interés, y analizarlas
no detendrá su asalto al poder.
El antídoto contra una distópica edad
oscura trumpiana es político, no psicológico”.
Una de las conclusiones del doctor
Francis es fácil de compartir y otra menos.
La fácil de aceptar es que
más importante que la salud mental del presidente es la salud política
del país.
La capacidad de las instituciones para resistir los intentos
de Trump de concentrar el poder es la batalla más importante que se
libra en Estados Unidos.
Sus resultados tendrán consecuencias mundiales.
La otra conclusión de Francis es que la estabilidad mental de Donald
Trump es irrelevante.
No estoy de acuerdo. Trump lleva pocas semanas en
la Casa Blanca y su conducta ya es causa de justificada alarma.
Los problemas y frustraciones del presidente se van a agudizar.
Y eso no es bueno para su salud mental.
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