El mero hecho de que exista ya es buena noticia. Ahora se trata de confirmar si pueden albergar vida.
Siete planetas terrestres orbitando alrededor de un sol tenue y tranquilo,
a distancias adecuadas para que exista agua líquida en ellos.
El panorama no puede ser más optimista para que Trappist-1 (siempre es mejor ese nombre que su denominación oficial de 2MASS J23062928-0502285) pueda cobijar la primera señal de vida fuera de nuestro planeta.
Pero quizás las cosas no sean tan favorables.
En primer lugar, la distancia de esos planetas a su estrella es muy pequeña.
Desde luego, muy inferior a la que nos separa a nosotros del Sol. Basta con decir que un año del planeta más interior dura apenas un día terrestre.
Trappist-1 es una estrella roja mucho más fría que el Sol.
Por eso, la cercanía de sus planetas les asegura una temperatura soportable y compatible con la existencia de agua en estado líquido. Eso es bueno.
Pero esa misma cercanía hace más probable que estén bloqueados por fuerzas de marea, presentando siempre la misma cara a su estrella, igual que hace la Luna con la Tierra.
O como la mayoría de satélites de Júpiter o Saturno. Eso es malo.
Y es malo porque supondría tremendos contrastes de temperatura: Una cara del planeta siempre iluminada y cálida, mientras que la otra estaría en una oscuridad perpetua.
La única zona habitable sería la intermedia, una franja más o menos estrecha entre la noche y el día.
Aunque tampoco resultaría agradable vivir ahí porque probablemente las diferencias térmicas entre uno y otro hemisferio provocarían vientos huracanados.
Eso, sin contar con que Trappist-1, como la mayoría de estrellas enanas rojas emite de cuando en cuando intensos fogonazos de radiación que alcanzarían de lleno a planetas situados tan cerca. Haría falta que estos estuviesen protegidos por un campo magnético y una atmósfera medianamente densa, como la Tierra.
Cuando entren en servicio los nuevos telescopios (espaciales y también en tierra), será posible intentar analizar la composición de esas atmósferas.
El mero hecho de que existan ya sería una buena noticia. Y si en ellas se detectan trazas de metano u oxígeno aunque fuera en ínfimas cantidades, los argumentos a favor de la vida se verían muy reforzados.
No porque unas minúsculas trazas de oxígeno fueran respirables sino porque su mera presencia significaría que algo lo está produciendo.
El panorama no puede ser más optimista para que Trappist-1 (siempre es mejor ese nombre que su denominación oficial de 2MASS J23062928-0502285) pueda cobijar la primera señal de vida fuera de nuestro planeta.
Pero quizás las cosas no sean tan favorables.
En primer lugar, la distancia de esos planetas a su estrella es muy pequeña.
Desde luego, muy inferior a la que nos separa a nosotros del Sol. Basta con decir que un año del planeta más interior dura apenas un día terrestre.
Trappist-1 es una estrella roja mucho más fría que el Sol.
Por eso, la cercanía de sus planetas les asegura una temperatura soportable y compatible con la existencia de agua en estado líquido. Eso es bueno.
Pero esa misma cercanía hace más probable que estén bloqueados por fuerzas de marea, presentando siempre la misma cara a su estrella, igual que hace la Luna con la Tierra.
O como la mayoría de satélites de Júpiter o Saturno. Eso es malo.
Y es malo porque supondría tremendos contrastes de temperatura: Una cara del planeta siempre iluminada y cálida, mientras que la otra estaría en una oscuridad perpetua.
La única zona habitable sería la intermedia, una franja más o menos estrecha entre la noche y el día.
Aunque tampoco resultaría agradable vivir ahí porque probablemente las diferencias térmicas entre uno y otro hemisferio provocarían vientos huracanados.
Eso, sin contar con que Trappist-1, como la mayoría de estrellas enanas rojas emite de cuando en cuando intensos fogonazos de radiación que alcanzarían de lleno a planetas situados tan cerca. Haría falta que estos estuviesen protegidos por un campo magnético y una atmósfera medianamente densa, como la Tierra.
Cuando entren en servicio los nuevos telescopios (espaciales y también en tierra), será posible intentar analizar la composición de esas atmósferas.
El mero hecho de que existan ya sería una buena noticia. Y si en ellas se detectan trazas de metano u oxígeno aunque fuera en ínfimas cantidades, los argumentos a favor de la vida se verían muy reforzados.
No porque unas minúsculas trazas de oxígeno fueran respirables sino porque su mera presencia significaría que algo lo está produciendo.
Rafael Clemente es ingeniero industrial y fue el fundador y primer director del Museu de la Ciència de Barcelona (actual CosmoCaixa).