Por muy ideal que nos vendan el cuento, el hechizo se rompió hace tiempo.
Siempre tuve la sospecha de que nada de lo que sucede ahí fuera es casual, y de que muchos cobran por mover los hilos para que todo cuadre cual alineación planetaria y vayamos nosotros y nos lo creamos.
El penúltimo truco del penúltimo mago de esas supuestas conjunciones astrales ha sido el golpe de efecto que se marcaron ayer los reyes Felipe y Letizia recibiendo a todo bombo y todo platillo a la pareja presidencial argentina en el Palacio Real propiamente dicho.
Vale que el encuentro estaba previsto hace meses para reforzar las relaciones bilaterales, etcétera.
Vale que don Felipe ha impulsado el uso de tan incomparable y desaprovechado marco con el noble fin de acercar el palacio al pueblo, y viceversa.
Pero en mi mente calenturienta, además de pompa y circunstancia, ahí había un mensaje a la ciudadanía: hasta aquí hemos llegado; se acabó lo que se daba; aquí paz y después, gloria.
Oída y digerida la sentencia que el viernes condenó a la trena a su cuñado Iñaki y absolvió a su hermana Cristina sin lavar en absoluto la mácula causada a su casa, para mí que don Felipe ha querido trazar una raya en el agua.
El Rey soy yo.
Letizia es la reina. Lo pasado, pasado está, y que cada palo aguante su vela.
La maniobra, perdón, carambola, no tiene un pero.
El Palacio además de Real es real y del pueblo, en efecto.
La pompa, la circunstancia y los vestidos de caballeros y damas quedan fenomenal en las fotos y yo soy la primerita que está deseando que salga el ¡Hola! para darme un festín de papel couché de los que dicen que ya no se llevan por el globo.
Pero yo que nuestros royals tampoco me volvía loca y bajaba más la corona al barro.
Por muy ideal que nos vendan el cuento, el hechizo se rompió hace tiempo.
Ya hemos visto príncipes mutar en ranas.
Ya hemos visto al rey desnudo. Y esa imagen, como cuando se ve por primera vez en cueros a otro de otro sexo, no se olvida en la vida.
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