Pablo Larraín resucita en 'Jackie' a la ilustre, sofisticada y trágica dama del presidente asesinado.
Imagino con sentido de la lógica que para inmensa mayoría de la gente
sus recuerdos más trascendentes e imperdurables sobre los sucesos que
han marcado su existencia estarán asociados al día que nacieron sus
hijos, se enamoraron siendo correspondidos, desaparecieron sus seres más
queridos, esas cositas.
Pero la memoria colectiva y universal a partir de la mitad del siglo XX e inicios del XXI supongo que responde a fechas muy concretas y casi siempre luctuosas.
O sea: ¿Qué hacías el día que mataron a John Kennedy, cuando el hombre pisó la luna, aquel 11 de setiembre en el que el derrumbe de las Torres presagiaba el apocalipsis, la fecha en la que un psicópata se cargó a un tal John Lennon, a un fulano que hizo feliz con su música a tanta gente de cualquier parte?
Del asesinato excesivamente turbio y jamás aclarado de John Kennedy, aquel político tan molón, juvenil, magnético, liberal, esperanzador, en el que confiaron tantas personas para que cambiara el estado de las cosas, luminoso (de sus sombras, que debían de ser bastantes, se habla menos), se ha ocupado el cine muchas veces.
Pero no sabemos demasiado de la personalidad y los sentimientos de su corneada y muy presentable esposa, alguien que pasó por la experiencia pavorosa y difícilmente imaginable de ver como agujereaban la cabeza de su marido a centímetros de su regazo.
Al parecer el muy retorcido director Darren Aronofsky y también Steven Spielberg pretendieron durante una época retratar o imaginar lo que sentía Jacqueline Kennedy, pero ha sido el director chileno Pablo Larraín el que resucita a la ilustre, sofisticada y trágica dama en Jackie.
Y aunque esté trabajando en Hollywood, el creador de una película tan tenebrosa como El club, descripción inmisericorde de un grupo de curas con aficiones pederastas que la Santa Iglesia ha confinado en un pueblo para ocultar el problema y librarse del incómodo marrón, no renuncia a las señas de identidad de su cine.
La fotografía de Jackie es terrosa, sin glamour, con el color más áspero de la vida.
Tampoco se permite convenciones narrativas ni morales.
Lo cual no son razones suficientes para hacerla apasionante, aunque sí una película curiosa.
La trama reconstruye el magnicidio de Dallas, pero la descripción de su viuda, su soledad, su desconsuelo, su miedo, sus dudas, pertenecen a la imaginación del guionista.
Tal vez se acerque a la realidad, pero no sabemos si la dama se hubiera identificado. Con lo que cuentan de ella.
Sabemos que recompuso su existencia casándose un tiempo después con el hombre más rico del mundo, un naviero griego llamado Onassis al que debía encantarle coleccionar trofeos de lujo, como la diosa María Callas, o la aparentemente inalcanzable viuda de América.
Pero aquí solo se ocupan de su desolación y su luto.
Me ocurrió algo tan sorprendente como grato viendo Jackie.
No tenía referencias y llegué tarde a los títulos de crédito. No sabía quién la protagonizaba.
Y me quedé fascinado con su actriz. Su voz, su expresión, su mirada, sus movimientos, su sufrimiento, su incertidumbre tenían poder de conmoción.
Y me preguntaba sí había visto alguna vez a esa actriz tan buena. Tardé veinte minutos antes de descubrir que era Natalie Portman.
Y en mi caso ese despiste es grave, ya que me enamoré de esta guapísima señora y formidable actriz desde las primera veces que la observé.
Ocurrió en Leon, Heat y Beautiful Girls. En aquella época Natalie Portman era una cría.
No soy menorero, pero tampoco ciego.
Era imposible no quedarse colgado con la luminosidad, la belleza, la inteligencia, el sentimiento, el toque inquietante, la malicia, la complejidad, el talento, la veracidad que poseía aquella niña. Con Jodie Foster me ocurrió algo parecido.
El tiempo confirmó lo que siempre fue transparente.
Pero la memoria colectiva y universal a partir de la mitad del siglo XX e inicios del XXI supongo que responde a fechas muy concretas y casi siempre luctuosas.
O sea: ¿Qué hacías el día que mataron a John Kennedy, cuando el hombre pisó la luna, aquel 11 de setiembre en el que el derrumbe de las Torres presagiaba el apocalipsis, la fecha en la que un psicópata se cargó a un tal John Lennon, a un fulano que hizo feliz con su música a tanta gente de cualquier parte?
Del asesinato excesivamente turbio y jamás aclarado de John Kennedy, aquel político tan molón, juvenil, magnético, liberal, esperanzador, en el que confiaron tantas personas para que cambiara el estado de las cosas, luminoso (de sus sombras, que debían de ser bastantes, se habla menos), se ha ocupado el cine muchas veces.
Pero no sabemos demasiado de la personalidad y los sentimientos de su corneada y muy presentable esposa, alguien que pasó por la experiencia pavorosa y difícilmente imaginable de ver como agujereaban la cabeza de su marido a centímetros de su regazo.
Al parecer el muy retorcido director Darren Aronofsky y también Steven Spielberg pretendieron durante una época retratar o imaginar lo que sentía Jacqueline Kennedy, pero ha sido el director chileno Pablo Larraín el que resucita a la ilustre, sofisticada y trágica dama en Jackie.
Y aunque esté trabajando en Hollywood, el creador de una película tan tenebrosa como El club, descripción inmisericorde de un grupo de curas con aficiones pederastas que la Santa Iglesia ha confinado en un pueblo para ocultar el problema y librarse del incómodo marrón, no renuncia a las señas de identidad de su cine.
La fotografía de Jackie es terrosa, sin glamour, con el color más áspero de la vida.
Tampoco se permite convenciones narrativas ni morales.
Lo cual no son razones suficientes para hacerla apasionante, aunque sí una película curiosa.
La trama reconstruye el magnicidio de Dallas, pero la descripción de su viuda, su soledad, su desconsuelo, su miedo, sus dudas, pertenecen a la imaginación del guionista.
Tal vez se acerque a la realidad, pero no sabemos si la dama se hubiera identificado. Con lo que cuentan de ella.
Sabemos que recompuso su existencia casándose un tiempo después con el hombre más rico del mundo, un naviero griego llamado Onassis al que debía encantarle coleccionar trofeos de lujo, como la diosa María Callas, o la aparentemente inalcanzable viuda de América.
Pero aquí solo se ocupan de su desolación y su luto.
Me ocurrió algo tan sorprendente como grato viendo Jackie.
No tenía referencias y llegué tarde a los títulos de crédito. No sabía quién la protagonizaba.
Y me quedé fascinado con su actriz. Su voz, su expresión, su mirada, sus movimientos, su sufrimiento, su incertidumbre tenían poder de conmoción.
Y me preguntaba sí había visto alguna vez a esa actriz tan buena. Tardé veinte minutos antes de descubrir que era Natalie Portman.
Y en mi caso ese despiste es grave, ya que me enamoré de esta guapísima señora y formidable actriz desde las primera veces que la observé.
Ocurrió en Leon, Heat y Beautiful Girls. En aquella época Natalie Portman era una cría.
No soy menorero, pero tampoco ciego.
Era imposible no quedarse colgado con la luminosidad, la belleza, la inteligencia, el sentimiento, el toque inquietante, la malicia, la complejidad, el talento, la veracidad que poseía aquella niña. Con Jodie Foster me ocurrió algo parecido.
El tiempo confirmó lo que siempre fue transparente.