Cristina de Borbón no obtiene consuelo, ya había perdido, la vida nunca será como antes y le dolerá igual quedarse sola que no haber tenido razón.
La trayectoria de Cristina de Borbón en el caso Nóos
ha sido una carrera contra lo inverosímil, o contra aquello que los
españoles dábamos por increíble, sea por prejuicio, inercia en nuestra
condición de súbditos o pura desconfianza en las instituciones.
La Infanta al principio seguro que se iba a quedar fuera de la investigación, después no llegaría al juicio ni loca, y al final se iba a librar de la condena sí o sí.
Ayer, entre periodistas, los artículos provisionales a la espera de la sentencia y listos para salir se escribían con ese presupuesto.
Lo otro seguía siendo casi impensable, y quien lo creía posible era tratado todavía como un ingenuo que no sabe cómo funciona el mundo.
Era una intuición periodística basada no tanto en mirar los hechos que se juzgaban como a la figura que presuntamente los había cometido.
Al final, examinando solo esos hechos, los jueces la han absuelto. “Este tribunal va a blindar su independencia”, clamó la presidenta, Samantha Romero, en la frase más lapidaria del proceso.
Su trabajo no ha sido fácil, como nada ha sido fácil en este caso: han tardado ocho meses en tomar una decisión, que ya era histórica antes de pronunciarse.
En todo caso, la Infanta ya había perdido.
Ser absuelta es un leve consuelo. Era una de esas malditas situaciones en las que no puedes ganar de ninguna manera, o al menos era ya lo más difícil de creer.
Habría sido como una princesa que se despierta de una pesadilla en un cuento: tenían que haberles absueltos a los dos, devolverles el título de duques y entrar en Palma en una carroza de caballos. Pensar que todo seguía siendo como antes, o como en los viejos tiempos, antes de la cacería de Botswana.
Pero a las doce, esta vez del mediodía, se rompió el encanto.
Lo cierto es que su vida nunca será la misma, dejó de ser duquesa de Palma, ya no se habla con media familia, empezando por su hermano el rey, y a menos que la sentencia cambie en el Supremo, tendremos una infanta real que para ver a su marido tendrá que ir a visitarle a la cárcel.
Se ha roto el último dique, la entente acorazada que había constituido estos años con su esposo, como última trinchera para resistir contra su propia familia, contra el descrédito social y el escarnio público de correos privados.
La Infanta se quedará aún más sola, demediada, apartada y casi exiliada en su retiro extranjero. Pero es difícil calibrar cuál puede haber sido mayor golpe para Cristina de Borbón, eso o no haber tenido razón. Para su desesperación, se ha cumplido el guion que Zarzuela había previsto como un mal menor, pero que ella se había negado a asumir: salvarse, preservar la imagen de la monarquía y dejar caer a su marido.
En enero de 2012 el consejero personal de Juan Carlos I, Fernando Almansa, se citó en Denver, en Estados Unidos, con el matrimonio, que estaba esquiando en Aspen. Debían elegir: separarse o que ella renunciara a sus derechos de sucesión. “¡Yo nací Infanta y moriré Infanta!”, replicó ella indignada, según fuentes de Zarzuela.
La Infanta al principio seguro que se iba a quedar fuera de la investigación, después no llegaría al juicio ni loca, y al final se iba a librar de la condena sí o sí.
Ayer, entre periodistas, los artículos provisionales a la espera de la sentencia y listos para salir se escribían con ese presupuesto.
Lo otro seguía siendo casi impensable, y quien lo creía posible era tratado todavía como un ingenuo que no sabe cómo funciona el mundo.
Era una intuición periodística basada no tanto en mirar los hechos que se juzgaban como a la figura que presuntamente los había cometido.
Al final, examinando solo esos hechos, los jueces la han absuelto. “Este tribunal va a blindar su independencia”, clamó la presidenta, Samantha Romero, en la frase más lapidaria del proceso.
Su trabajo no ha sido fácil, como nada ha sido fácil en este caso: han tardado ocho meses en tomar una decisión, que ya era histórica antes de pronunciarse.
En todo caso, la Infanta ya había perdido.
Ser absuelta es un leve consuelo. Era una de esas malditas situaciones en las que no puedes ganar de ninguna manera, o al menos era ya lo más difícil de creer.
Habría sido como una princesa que se despierta de una pesadilla en un cuento: tenían que haberles absueltos a los dos, devolverles el título de duques y entrar en Palma en una carroza de caballos. Pensar que todo seguía siendo como antes, o como en los viejos tiempos, antes de la cacería de Botswana.
Pero a las doce, esta vez del mediodía, se rompió el encanto.
Lo cierto es que su vida nunca será la misma, dejó de ser duquesa de Palma, ya no se habla con media familia, empezando por su hermano el rey, y a menos que la sentencia cambie en el Supremo, tendremos una infanta real que para ver a su marido tendrá que ir a visitarle a la cárcel.
Se ha roto el último dique, la entente acorazada que había constituido estos años con su esposo, como última trinchera para resistir contra su propia familia, contra el descrédito social y el escarnio público de correos privados.
La Infanta se quedará aún más sola, demediada, apartada y casi exiliada en su retiro extranjero. Pero es difícil calibrar cuál puede haber sido mayor golpe para Cristina de Borbón, eso o no haber tenido razón. Para su desesperación, se ha cumplido el guion que Zarzuela había previsto como un mal menor, pero que ella se había negado a asumir: salvarse, preservar la imagen de la monarquía y dejar caer a su marido.
En enero de 2012 el consejero personal de Juan Carlos I, Fernando Almansa, se citó en Denver, en Estados Unidos, con el matrimonio, que estaba esquiando en Aspen. Debían elegir: separarse o que ella renunciara a sus derechos de sucesión. “¡Yo nací Infanta y moriré Infanta!”, replicó ella indignada, según fuentes de Zarzuela.
Una de las
incógnitas a despejar ahora es si Cristina de Borbón, sexta en la línea
de sucesión, al borde de perder a su marido entre rejas, sigue
aferrándose a ese axioma irrenunciable, su última bandera.
El precedente
de cómo se gestó la retirada de su título de duquesa de Palma, en junio
de 2015, es significativo.
Tras meses de ruegos infructuosos, Felipe VI optó por
quitárselo por las malas, a golpe de BOE.
Se originó un vodevil cuando
Cristina de Borbón llegó a desmentirle con una nota en que decía que no,
que ya lo había hecho ella el día antes. Que no le echaba nadie, que se
iba ella.
La evolución de la actitud de la Infanta ha ido revelando
cómo iba encajando una derrota que nunca había previsto, por
inimaginable abandono de los suyos o como si fuera una traición a los
pilares básicos de su educación, que estaba por encima de algunas cosas.
Se tomó su primer interrogatorio en febrero de 2014, al llegar a la
famosa rampa de los juzgados de Palma, casi como una visita oficial
engorrosa más.
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Paró el coche a mitad de la cuesta y se giró sonriente
para saludar a las cámaras.
Parecía querer decir que allí no pasaba nada, solo un desagradable equívoco que se resolvería en breve.
Al preguntarle el juez José Castro
si había actuado como escudo fiscal para su marido, respondió: “Casi me
ofende, señoría”.
Venía a decir que lo habría hecho, ofenderse, si
pensara que aquel señor, o señoría, tenía el poder de hacerlo.
A finales
de ese año pagó 587.413 euros para subsanar la responsabilidad civil
como presunta beneficiaria de los supuestos delitos fiscales de su
marido: evadir 326.925 euros en impuestos en 2007 y 2008.
Pensaba que
así zanjaría la cuestión, y no se hable más del tema. No entraba en sus
cálculos la variable descontrolada de Manos Limpias, que mantuvo la
acusación hasta el final.
Fue el juicio, hace un año, el que la bajó definitivamente a tierra.
Llegó muy seria y nerviosa, pero también al principio se lo tomó con
impaciencia.
Cuando miraba el reloj era como si pensara que cuánto
tiempo más iba a durar esa broma, que estar allí sentada ya era un
castigo insufrible, y suficiente.
Su declaración fue dolorosa, basada en
una frase que ahora también se tambalea: “Confío plenamente en mi
marido y estoy convencida de su inocencia”.
Pasados los primeros días de
vistas debió de empezar a sospechar que quizá aquello no se acabara
ahí.
Lo plúmbeo de las sesiones, los ruines pormenores del caso, estar
expuesta por la tele a toda España, sentada allí doce horas con una
pausa para comer un bocadillo en un cuarto sin salir a la calle,
recluidos los dos en medio de un polígono industrial, abrieron paso en
su rostro a algo parecido a la resignación y la tristeza.
Fue como si
cada día perdiera un trozo de su ilustre biografía y su pasado ya no
pesara tanto como un presente desolador.
Descubrió que los peores días
de su vida eran solo el anuncio de que lo peor estaba por llegar.
El
cuento se había acabado hace tiempo.
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