Con motivo del reportaje de ‘Babelia’ sobre los premios literarios comerciales, Juan Marsé recuerda su dimisión como miembro del tribunal del Planeta en 2005.
La experiencia vivida el año 2004 como miembro del jurado del premio Planeta fue muy negativa, muy frustrante.
Advertí enseguida que el negocio editorial primaba sobre la literatura.
Después de apechugar con el fallo de aquel año, una novela de Lucía Etxebarria bochornosamente inane y elogiada por casi todos, ante la actitud servil del jurado me planteé dimitir.
No solo por la novela en sí, que no era peor que otras igualmente distinguidas, sino por el sospechoso empeño del jurado en otorgarle méritos que no tenía y en premiarla por esos méritos.
Poco antes del fallo del jurado, solicité una reunión con José Manuel Lara, presidente del grupo Planeta, y con el secretario del jurado, Manuel Lombardero, y les expuse las razones por las que deseaba dimitir.
No me sentía cómodo, no quería hacer el papelón de florero ni de crítico exquisito. Mejor dejarlo.
Era en octubre. Lo primero que me pidió Lara fue que, dada la proximidad de la concesión del premio, reservara la noticia de mi dimisión a la prensa hasta días después de la entrega, y que, por favor, asistiera a la fiesta con los demás jurados.
Fue una reunión larga y penosa, en la que Lombardero me apoyó en todo momento.
Le dije a Lara que sólo seguiría si él aceptaba algunos cambios que afectaban a la fastidiosa parafernalia del premio: el primero, que me dispensaran por lo menos de la parodia de rueda de prensa en el Palau de la Música que se convocaba días antes de la concesión del premio, cuya finalidad era meramente propagandista, incluido el generoso obsequio de la editorial a los periodistas, y en la que sólo hablaba Carlos Pujol en calidad de portavoz del jurado para decir año tras año las mismas obligadas mentiras sobre la superior calidad literaria de los originales.
En la última reunión con Lara también le pedí que el jurado pudiera disponer no sólo de las cinco novelas seleccionadas para premio por el comité de lectura, a cargo de Emilio Rosales, sino un listado de todas las obras presentadas, porque al comité de lectura que hacía la selección, de una incompetencia escandalosa a juzgar por los informes que me entregaron junto con las novelas, podía escapársele alguna obra interesante.
Sugerí a Lara que hiciera algo al respecto, ya que esos textos sobrevaloraban sin el menor criterio literario las obras finalistas y predisponían erróneamente al jurado.
Recuerdo que uno de esos lectores comandados por Rosales afirmaba en su informe que la obra destinada a ser premiada al año siguiente, un tedioso artefacto de Maria de la Pau Janer, era una “novela que va a cambiar el curso de la literatura contemporánea”. No me lo invento.
Finalmente, Lara me prometió que sí, que para el premio siguiente al jurado se le proporcionaría un listado completo y él mismo formaría un comité de lectura con criterios más exigentes.
También me dispensó de otras humillantes obligaciones, como tener que esperar al equipo de la televisión para desfilar con el resto del jurado la noche de la entrega del premio, después de la cena, en el escenario del pomposo evento, una ceremonia sosa y fatigosa.
Es decir, yo permanecería en el jurado a cambio de una serie de condiciones: que para el premio del año siguiente, 2005, el portavoz no hablara a los medios en mi nombre y me dejara a mí decir lo que creyera conveniente sobre las obras presentadas, que no me viera obligado a desfilar ni a exhibirme en la pasarela y que pudiera votar en blanco, negando mi voto para premio a novelas que son un insulto al jurado, a las expectativas de los demás concursantes y al mismo premio.
Lara insistió en que el Planeta no podía declararse desierto, pero prometió atender mis peticiones para el año siguiente.
Pensé que quizás todo podría arreglarse y decidí esperar. Pero Lara no cumplió ninguna de las promesas y Carlos Pujol anunciaba en la rueda de prensa: “Los originales recibidos este año son de un altísimo nivel literario”.
Yo no tenía el menor deseo de poner en evidencia al pobre Pujol, un hombre discreto e inteligente, pero cuando un periodista me preguntó inesperadamente —Lara me había dicho que en las ruedas de prensa previas al premio los periodistas casi nunca preguntaban nada, y me lo aseguró con media sonrisita y con esa convicción del que domina una tropa previamente domesticada— por el nivel medio, no me dio la gana de mentir y declaré: “El nivel de calidad media de este año no sólo es bajo; es subterráneo”.
Inmediatamente después de la concesión del premio, dimití.
Una decisión que algunos medios tacharon de pretenciosa, incongruente y desagradecida (yo había sido premio Planeta en 1978) e incluso de ingenua, porque, según escribió cierto periodista, durante la cena del Planeta, en la mesa que él ocupó “todos sabíamos que la ganadora iba a ser Mari Pau Janer”, yo, como un panoli, en la inopia.
Consideré esa nota de prensa una desvergüenza profesional, porque si el periodista en cuestión ya sabía que el premio era para Maria de la Pau Janer, es decir, que estaba amañado, ¿su obligación como periodista no era denunciarlo?
En resumen, fueron dos experiencias nefastas, que además muy poco o nada tuvieron que ver con la literatura, ya que me tocó apechugar con los ridículos engendros novelísticos pergeñados por Lucía Etxebarria y Maria de la Pau Janer.
¡No me negarán que es mala suerte! Pero conste que no me arrepiento de lo que hice.
Volvería a hacerlo.