La actriz estadounidense ha publicado una carta en 'The New York Times'
mostrando su denuncia y disconformidad frente al veto migratorio
impuesto por el nuevo presidente de Estados Unidos.
Hay quien les llama elitistas. Otros simplemente,
aprovechados. Pero esta vez Hollywood no se piensa amilanar. Su voz oyó
en boca de Meryl Streep cuando en los últimos Globos de Oro lanzó un
claro ataque contra la era Trump sin tan siquiera mencionar su nombre. Desde entonces las críticas se han sucedido en todas las galas de esta
temporada de premios hasta tal punto que se espera que los próximos
Oscar sean los más politizados desde 2003, cuando la entrega de las
estatuillas coincidió con la invasión estadounidense a Irak. Hasta la presidenta de la Academia, Cheryl Boone Isaacs, entró esta
semana al trapo. “Las sillas vacías en esta habitación han hecho de los
académicos, activistas”, resumió durante el habitualmente frívolo
almuerzo de los candidatos. Sus palabras se referían a los que, como el
realizador Asghar Farhadi, candidato por The Salesman, se ven
afectados por el decretazo ejecutivo que cerró temporalmente la entrada
en Estados Unidos a aquellos procedentes de países con mayoría
musulmana. Joos Weddon o Cynthia Nixon protestaron con miles de personas
en los aeropuertos de Los Ángeles o Nueva York. Días antes Jane Fonda y
Barbra Streisand se sumaban a las 750.000 manifestantes que congregó la
Marcha de Mujeres organizada en protesta a la llegada de Donald Trump a
la Casa Blanca. No fueron protestas Hollywood, llenas de la nostalgia a
lo Tal como éramos o explotando la icónica imagen de “Hanoi
Jane”. Esta vez Hollywood, como industria, quiso hacerse oír ante un
gobierno al que se opone. Y ni tan siquiera un posible boicot de los
trumpistas a eventos como los Oscar, donde a la industria le gusta
mirarse el ombligo delante del mayor número posible de espectadores, va a
detenerlos. “No tienes más que ver cómo se están organizando”, indicó a El PAÍS el
conocido activista, además de actor, Matt Damon. Habla de esa otra
marcha que una de las principales agencias de Hollywood, UTA, ha
convocado el 24 de febrero y que sustituye su fiesta anual con motivo de
los Oscar. Y de los 235.000 euros que donarán a dos de las principales
asociaciones estadounidenses en favor de las libertades civiles y los
refugiados. Porque como dijo la también activista y estrella Shailene
Woodley “las manifestaciones son increíblemente importantes” al igual
que las protestas personales pero todo se reduce a dinero. “Trump no
podrá hacer nada si no tiene el dinero para hacerlo. Y nosotros tenemos
que poner el dinero en lo que defendemos”, instó la actriz en apoyo del
futuro app que prepara Divest.org. Woodley no habla de donaciones sino
de algo más simple como mirar quién se beneficia con lo que la gente
compra. “Me encanta el término de activista de sofá porque desde tu
móvil puedes decir dónde dirigir tu dinero”, añadió. Su mejor ejemplo:
recientes iniciativas virales como la que secundaron más de 200.000
usuarios de Uber que cancelaron su cuenta en protesta por los lazos
entre este servicio y la administración Trump.
Otra de las principales agencias de talento de Hollywood,
WME-IMG, anunció esta semana la formación de un comité de acción
política nacional que conecte a sus clientes con Washington y sugiera
formas de contribución, además de respaldar proyectos individuales de
sus empleados. Su activismo está dirigido “a ambos lados del espectro” ,
asegura la compañía que dirige el que fue agente de Trump, Ari Emanuel
(en el que se inspira la serie El séquito). Pero como recuerda
Damon a EL PAÍS, “lo más interesante es que (Trump) está reactivando la
derecha y la izquierda para encontrar un campo común desde el que salir
de esta autocracia”. Los esfuerzos de la industria tienen poco de altruistas y
menos de elitistas. Una medida migratoria como la de Trump resultaría en
una fuga aún mayor de rodajes fuera de Estados Unidos a países como
Canadá donde los estudios pueden conseguir visados con mayor facilidad. Y
también está la amenaza de Trump de eliminar la Dotación Nacional por
las Artes, de la que no se nutren ni los estudios ni Broadway sino las
escuelas o los programas artísticos dirigidos a los más desfavorecidos. O
la posible privatización de los escasos pero valorados medios públicos
estadounidenses como el canal PBS de televisión o la radio NPR.
Como indicó recientemente la codirectora de la revista Variety,
Claudia Eller, en sus 30 años de carrera no recuerda “un Hollywood tan
politizado”.
Una lucha que en ocasiones está entre el comercio y el
activismo.
El mejor ejemplo, los anuncios que publica esta semana Harvey
Weinstein, el maestro de las campañas al Oscar, en apoyo a Lion.
En ellos se puede ver la foto del joven indio Sunny Pawar, protagonista
de la cinta, con esta frase: “Fue un esfuerzo extraordinario conseguir
que viniera por primera vez a Estados Unidos.
El año que viene puede ser
imposible
. Recuerda tus orígenes”
. Una campaña sutil pero quizá efectiva para una película que defiende
seis candidaturas.
Lo llaman el efecto Meryl Streep, actriz no falta de
méritos pero que antes de su paso por los Globos de Oro nadie hacía
candidata en esta edición.
Ahora la “sobrevalorada” actriz —que diría
Trump— defiende su vigésima candidatura.
La Fundación Gulbenkian rinde tributo al modernista portugués: poeta, dramaturgo, pintor, escenógrafo, bailarín y actor.
José de Almada Negreiros, en un fotograma de la película 'O Condenado' (1921). Carlos Azevedo
“Mis ojos no son míos, son los ojos de nuestro siglo”. José
de Almada Negreiros fue el cuerpo y el alma del siglo XX cuando dormía y
cuando se tomaba un café en el lisboeta A Brasileira; cuando bailaba y
cuando diseñaba vidrieras para iglesias. Almada Negreiros (Santo Tomé,
1893-Lisboa, 1970) fue el artista total, es decir, un modernista, y la Fundación Calouste Gulbenkian
le rinde tributo con la mayor exposición jamás realizada sobre “el
artista multiforme”, el “artista políglota” que cautivó por igual al
retraído Fernando Pessoa o al expansivo Ramón Gómez de la Serna. La
intelectualidad ibérica de mediados del siglo XX coincidió en que Almada
Negreiros era único. “El modernismo eran muchas cosas y la versatilidad de Almada
permitía percibir su diversidad”, explica Mariana Pinto dos Santos,
comisaria de la gran exposición que se puede ver en Lisboa hasta el 5 de
junio. “Decía Almada que lo moderno era una forma de vestir, una forma
de ser”. Más de 400 obras, de las que un centenar nunca antes habían
sido expuestas, demuestran el imposible encasillamiento del artista de
los saltones ojos negros. El modernismo —y Almada, particularmente—
derribó las divisiones de las expresiones artística y sus jerarquías —la
pintura sobre todas las cosas—; esta muestra es el mejor ejemplo de
ello. Junto al icónico retrato de Pessoa, casi un cuadro pop, series de saltimbanquis con los que le unía una relación por sus años de bailarín, escenógrafo y performer. “Almada era un provocador siempre; en la calle, en sus conferencias,
muy teatrales”, señala la comisaria. Pero a la vez que cultivaba ese
lado exhibicionista se obsesionaba con la geometría, como lenguaje
universal. “Su representación visual es abstracción figurativa”, añade
Pinto dos Santos. Y así, Almada salta del realismo al cubismo, de óleos
por encargo de la Sastrería Cunha a las fachadas de azulejo en la calle
Vale do Pereiro (Lisboa). en la calle Vale do Pereiro (Lisboa).
'Sin título' (1947), obra de Almada Negreiros que se puede ver en la muestra lisboeta.
Han sido necesarios tres años de trabajos y la colaboración
de instituciones de Portugal, Francia, España y Brasil para reunir el
puzle de este modernista total que, con apenas 20 años, lo mismo
publicaba poemas humorísticos que tragedias griegas o lanzaba
manifiestos contra unos y contra otros. “Almada consideraba que el arte tiene que comunicar, y si no
llega al público, el fallo es del artista”, explica Pinto dos Santos. En una sala se reúnen, entre otras piezas, testimonios de su estancia en
Madrid, paneles interiores que diseñó para el cine San Carlos,
ilustraciones para los artículos de Gómez de la Serna, quien no quería
colaborar con ningún otro dibujante... Para Almada Negreiros, “fue el humor lo que permitió pasar
del siglo XIX al XX”, un humor entendido como la ilustración de los
periódicos y de las revistas, “un humor multiforme”.
Un cuarto oscuro ilumina los dibujos de Almada para La tragedia de doña Ajada
(1929), su linterna mágica, otra de sus expresiones artísticas, en este
caso relacionada con lo que era un nuevo arte, el cine. Son imágenes en
blanco y negro que aparecían en la pantalla a la vez que sonaba la
música del catalán Salvador Bacarisse (1898 - 1963). En marzo, la
orquesta de la fundación interpretará, por segunda vez en la historia,
la música del compositor catalán, con asistencia de su hijo, de 92 años
de edad. Aunque la exposición es extraordinaria, por cantidad y
calidad, es preciso salir a la calle para comprender al modernista
total; sus huellas y las de Pessoa configuran la Lisboa del siglo XX. Del segundo hay que seguir sus paseos y sus tabernas; de Almada hay que
visitar las vidrieras de Nuestra Señora de Fátima, las pinturas del
hotel Ritz, los murales de la estación de Alcántara o los tapices de la
universidad. “Su idea de Modernismo era el arte total. Si eres artista
lo eres en todo momento”, señala la comisaria. “Almada Negreiros siempre
lo era”.
El autor lee en Madrid versos de su nuevo libro, 'A boca da terra'.
Manuel Rivas, durante su recital en Madrid. Lola LarumbeManuel Rivas
cumple 60 años en otoño de 2017; si lo miras con cierto detenimiento
verás en él al muchacho que venía a EL PAÍS hace cuarenta años vestido
como un marinero, aún con el temblor que sienten los periodistas cuando
todavía creen que el monte no es orégano. Ese muchacho ya escribía
poemas y redactaba crónicas a partir de palabras inconexas que le
llegaban a la Redacción del periódico gallego en el que empezó a
trabajar a los 14 años.
Ese
muchacho luego hizo la guerra del periodismo (en EL PAÍS, por cierto) y
de la literatura, batallas incruentas pero terribles de las que puedes
salir lisiado del alma; algunos se revuelcan luego de heridas supremas
de la autoestima o de excesos de autosatisfacción.Rivas ha sobrevivido a diversos éxitos literarios,
y sigue por el mundo como si fuera el cartero del niño que fue,
repartiendo versos en sobres como aquellos que remitían los parientes de
los emigrantes gallegos o canarios.Con esos sobres sigue repartiendo el interior de sus libros.
Y los trajo anoche a la Librería Alberti de Madrid, donde fieles de su
poesía (y de su manera de ser) lo fueron a escuchar recitar sus propias
traducciones de A boca da terra, que apareció primero en gallego y que ahora aparece como La boca de la tierra
en Visor. Rivas iba vestido como un leñador irlandés, con un toxo en la
mano (la flor amarilla de los inviernos gallegos), que depositó en una
botella de agua; llevaba también aquellos sobres de avión con sus
poemas, dentro de un envoltorio en el que había dibujadas unas mazorcas,
y empezó a leer como un cura laico. El libro tiene una cubierta negra,
como todas las de Visor, pero él le ha puesto la luz (la alegría) de una
foto obra de su hija Sol (Sol Marilño) en la que se ve a una mujer
brasileña que ofrece su teta al aire, su pecho lleno de inscripciones
milagrosas. El pelo de Rivas ya es blanco;
pero él sigue siendo el que llevaba panes y lápices de colores a las
presentaciones de los libros; en tiempos su madre le guardaba el pan,
hasta que él terminaba de recitar; ahora ya no está la madre, pero el
poeta sigue siendo un hijo, como si llevara consigo no sólo toda la
familia, los antepasados, la hermana María, la novia, la mujer, los
hijos, el perro (O Rivas pequeno lo llamaba el padre)… y la propia tierra en la que nació, O Monte Alto de A Coruña. La suya es una poesía emigrante, que se fija en la música y en el dolor y
que él la habla como si hubiera sido concebida para que también saliera
de su voz, y de su arte, el olor de la tierra. Hay básculas de la
infancia, las espinas de la historia colectiva, el invierno de Galicia,
las ganas de vivir y también la compasión que despierta el sentimiento
de injusticia que queda en el alma de un niño que aparece y se sienta
como un hombre de casi sesenta años pero que cuando empieza a recitar,
como si parara el mundo y la edad, es otra vez el muchacho de menos de
veinte años que emigraba a Madrid a ver si le renovaban el pasaporte
para seguir en EL PAÍS.