ESE SEÑOR, al que un subordinado protege de una lluvia que
solo él parece sentir, era el ministro de Defensa cuando 62 militares
que volvían a casa tras una misión en Afganistán fallecieron al estrellarse el Yak 42
en el que viajaban. El político visitó la zona en traje de faena, como
puede apreciarse, y de vuelta al despacho comenzó a urdir una de las
historias más siniestras de las últimas décadas para sacudirse de encima
los sesenta y dos muertos (ahora con letras), víctimas de un cacharro conducido por pilotos que,
además de inexpertos, llevaban trabajando 22 horas (veintidós) de forma
ininterrumpida. El suceso, que habría hundido a cualquier persona
decente, catapultó la carrera de Trillo, que así se llama, y al que
ustedes recordarán también porque fue el responsable de la toma de un
pedrusco, de nombre Perejil, habitado por cuatro cabras y una anciana,
hecho que él mismo refirió para la posteridad con un lenguaje digno de
los viejos tebeos de Hazañas bélicas.
Un caradura, en fin, cuya biografía, a poco que se hurgue en Google,
aparece trufada de bellaquerías capaces de sacar los colores al más
sinvergüenza de nuestra tradición de pícaros, tan extensa como profunda. Aquí lo tienen, colocándose bajo el paraguas antes de que llueva, quizá
dándole vueltas ya a cómo culpar a otros de su negligencia criminal. Debió de hacerlo bien, muy bien, porque el PP lo premió con una Embajada
de amor y lujo, la de Londres. El Consejo de Estado, 13 años más tarde,
ha venido a certificar la ignominia que comenzó ahí, donde la foto. A
ver con qué lo premiamos ahora.
La velocidad tecnológica nos lleva hacia un terreno inexplorado en el que
hay que definir nuevos códigos de conducta adaptados a la nueva
realidad.
HACE UN par de semanas, una empresa llamada Kingston presentó un pendrive de dos terabytes (unidades de memoria) de almacenamiento, una capacidad nunca alcanzada antes. Es como un pequeño encendedor y dentro hubiera cabido cómodamente la mítica biblioteca de Alejandría. De hecho, la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, que se supone
que es la más grande del mundo, entraría entera en tan sólo 10 terabytes. Es decir, en cinco de estos pinchos con apariencia de modestos
mecheros. Lo cual me hace recordar, totalmente mareada por la
vertiginosa velocidad de la carrera tecnológica, que mi primer ordenador
portátil, un armatoste enorme que pesaba cuatro kilos, sólo tenía 512 kilobytes
de memoria, que, descontando lo que se chupaba el sistema operativo,
equivalían a unas tres páginas de texto. De modo que tecleabas esas tres
páginas y luego las grababas en un disco flexible y las borrabas del
ordenador para poder seguir escribiendo. Todo tremendamente torpe, complicado, lento. Antediluviano, aunque
ese trasto lastimoso es de hace tan sólo 31 años. Y ahí estábamos todos,
tan contentos, acarreando semejante pedazo de chatarra como si fuera el
no va más de la modernidad. Hoy, apenas tres décadas después, mi móvil
posee más memoria que la suma de todos los ordenadores que he tenido en
mi vida, excluyendo el de ahora. Y me cabe en el bolsillo del pantalón
cada vez soy más consciente de la inmadurez de los humanos, de nuestra falta de rigor, de nuestra irresponsabilidad como especie
En 1992 estuve en el norte de Canadá, muy cerca del Polo, para hacer
un reportaje sobre los inuits, mal llamados esquimales. Me fascinó ese
pueblo de supervivientes, tenaz y creativo. Sobre todo me conmovió que
hubieran sido capaces de pasar de la Edad del Bronce, en la que vivieron
hasta después de la Segunda Guerra Mundial,
a nuestra sociedad hipertecnológica. Hablé con inuits que habían
conocido los iglús de pequeños y que ahora estaban conectados a Internet
en sus casas prefabricadas, y ese viaje descomunal lo habían realizado
en tan sólo 30 años. Yo admiraba su adaptabilidad y su inteligencia,
pero también me preguntaba por los precios que quizá estuvieran pagando,
como la elevada tasa de alcoholismo o de suicidio, por ejemplo.
Pues bien, ahora empiezo a pensar que en realidad todos somos como
esos esquimales. Cuando fui a hacer el reportaje sólo habían pasado dos
años desde que, en 1990, se había creado la Red, la World Wide Web que
hoy nos une al mundo: Internet es de ayer mismo. Rememoro aquel viaje al
Polo Norte y me maravilla lo muy diferente que era nuestra vida
entonces comparada con la de ahora. ¡Faltaban por llegar tantos
adelantos! Siempre lo digo: hoy habito dentro de las novelas de
ciencia-ficción que leía de adolescente. Me gusta mucho la ciencia y soy una alegre y maravillada
partidaria de la tecnología. Y, sin embargo… Quizá sea que la dimensión
del cambio comienza a ser demasiado abrupta, demasiado grande, como en
el caso de los inuits. O que cada vez soy más consciente de la inmadurez
de los humanos, de nuestra falta de rigor, de nuestra irresponsabilidad
como especie. O puede que simplemente se trate de un apocamiento de la
edad, de mi vejez que empieza. Pero lo cierto es que me preocupa esta
velocidad tecnológica que nos lleva en volandas hacia donde no sabemos. Una ignorancia esencial ante nuestros propios descubrimientos que ya
hemos mostrado antes, por ejemplo, al inventar la bomba atómica o al
desarrollar la energía nuclear, con cuyos letales, longevísimos desechos
no sabemos qué hacer, cosa que no impide que cada año produzcamos otras
10.000 toneladas métricas de basura nuclear de alto nivel que
mantenemos en cementerios provisionales, una chapuza tóxica en la que
casi nadie piensa. Además el problema no es sólo la fisión del átomo. Por ejemplo: Japón acaba de anunciar que va a empezar a utilizar robots
para sustituir a trabajadores de oficina. ¿De verdad tenemos alguna idea
de hacia dónde nos dirigimos? ¿Nos preocupa? ¿Hacemos algo para
prevenir, para responsabilizarnos, para intentar acercarnos más a un
modelo de mundo en vez de a otro? A veces me parece que sólo somos niños
intelectualmente inteligentes, pero emocional y moralmente tontos. Y
quizá malos.
Su sueño es servir a los megamillonarios: jeques árabes, nuevos magnates
chinos y estrellas del cine. Para alcanzarlo reciben formación casi
militar. Entramos en The International Butler Academy, donde se forma a
los mayordomos del siglo XXI. Son las 7.20 y desde el ala occidental de este antiguo monasterio del
siglo XIX, en un bucólico pueblecito del sur de Holanda, llega música de
los Sex Pistols. La
estridencia que sacude el edificio, ahora convertido en una enorme
mansión de 135 habitaciones, proviene del despacho donde un hombre
trabaja sentado frente a seis pantallas de ordenador. El aficionado al
punk es un empresario de 58 años que antes hizo carrera como mayordomo. Se llama Robert Wennekes y ha fundado The International Butler Academy (TIBA),
una de las más reputadas escuelas internacionales de mayordomos. Wennekes acaba de llegar de China, donde la academia tiene otra sede
desde 2014, ante la creciente demanda de servicio doméstico de lujo por
parte de la nueva clase opulenta del gigante asiático. En las próximas
semanas no solo será el director de la escuela, sino el señor al que
deben servir los 22 estudiantes de la tercera y última promoción del año
en la TIBA.
Estamos en el pueblo de Simpelveld, cerca de Maastricht, y es la cuarta
semana del curso, justo su ecuador. El cansancio ya hace mella entre los
alumnos. Hay latas vacías de red bull en algunas papeleras. Para desayunar, café –que se repetirá varias veces al día– y suplementos
vitamínicos que apenas suben el ánimo. Hasta las ocho de la mañana, los
alumnos, 7 mujeres y 15 hombres de cuatro continentes, de entre 18 y 59
años, tienen tiempo para acicalarse y desayunar antes de formar en fila
en el salón-comedor. Ordenados por estatura, con la espalda recta, la
cabeza erguida y las manos cruzadas sobre el vientre, esperan a que el
instructor de turno les dé los buenos días y anuncie la jornada que les
espera.
Cuidados
de la vajilla y una clase de orientación espacial en la que se tapa los
ojos a los estudiantes. / FERNANDO MOLERES
Los estudiantes dicen que en la escuela reina una “disciplina
militar”. Alguno va más lejos y lo califica de “terrorismo mental”. “La
TIBA es muy parecida al Ejército”, reconoce Flavius Jeican, francés de
origen rumano, de 36 años, que habla con conocimiento de causa: en su
currículo figura una década en las Fuerzas Armadas francesas. Ahora ha
decidido buscarse un futuro en otra actividad bien distinta, pero regida
también por normas muy severas. “Me gusta servir y me gusta el mundo
del lujo”, explica. Jeican tiene dos hijos y su esposa es gobernanta en
una casa en Niza. “Si alguien llega tarde a la primera formación de la mañana, ese
día se queda sin clases”, indica Cornelis Greveling, jefe de estudios y
mano derecha de Wennekes. “En la vida real no puedes llegar tarde a los
sitios”, añade. La vida real, uno de los argumentos que se repiten para
justificar la intensidad y las estrictas normas que rigen durante las
ocho semanas de curso. La fila se rompe, los alumnos se visten un delantal y los manguitos de
lana que protegen su atuendo: pantalón o falda y americana negros,
camisa blanca, corbata o pañuelo en el cuello. Cada cual pone rumbo a la
primera tarea del día, limpiar la casa. Barrer y fregar las estancias
de la planta baja y del primer piso, las escaleras, arreglar los baños,
controlar la lavandería y atender las necesidades del señor.
La tarea más delicada para un mayordomo, la que no
consiente el menor despiste, es el servicio de mesa; algunas cenas con
invitados TIBA es una de las pocas escuelas para mayordomos en la que los
estudiantes se forman y viven como si ya sirvieran a una familia. Rigor,
disciplina, discreción, lealtad y exigencia son conceptos básicos. “Ser
mayordomo consiste en hacer lo que se te pide”, recuerda Greveling. “En
ocho semanas debo enseñarles muchas cosas, por lo tanto debo ser
estricto, me tengo que enfadar, ser duro, para que aprendan”. Así
describe Wennekes el método que ideó al fundar la escuela en 1999,
cuando su agencia de contratación se veía en dificultades para encontrar
profesionales. “Aquí los estudiantes no solo aprenden todo lo
relacionado con ser mayordomo, sino que también crecen como personas. Deben olvidar todo lo que saben y lo que son y estar dispuestos a
aprender otras formas”.
EN LAS MONARQUÍAS DEL GOLFO PÉRSICO SE PUEDEN PAGAR HASTA 300.000 DÓLARES AL AÑO POR LOS PUESTOS MÁS EXCLUSIVOS
Syed Toqeer Akram Shah, británico de 28 años que fue taxista en
Birmingham hasta ahorrar los 13.750 euros que cuesta el curso para dar
un giro a su vida, admite: “He cambiado mi forma de comer, de pensar, de
hacer, de moverme. Experimentas un cambio interno”. Adone Hofer, un
florentino de 20 años, jugador profesional de golf e hijo de una familia
acomodada, asegura: “Te sacan de tu zona de confort”. La mayoría de los
estudiantes cultiva el placer por la perfección, el orden y el deseo de
hacer sentir bien a los demás Alguno descubrió muy pronto la vocación. “Desde los 13 años, sé que
quiero ser mayordomo”, afirma Laurens Lievens, belga, de 20 años, chef,
sumiller y uno de los alumnos más aplicados de la promoción. “Sé que me
estoy perdiendo cosas que hace la gente de 20 años, pero como mayordomo
tienes la oportunidad de viajar y cada día puede ser distinto. Mi idea
es trabajar para una familia y pasar 10 años en el servicio privado. Luego, con 30, aún seré joven para hacer otras cosas”, explica. Algo
parecido expresa la más joven del grupo, Nina Morrone, una suiza de 18
años. “Pero los jóvenes no saben todo lo que conlleva este trabajo, la
carga y la soledad”, les advierte Kolja Quintanar, suizomexicano de 48
años, ya curtido en hoteles y restaurantes.