Una muestra centrada en la colaboración entre la actriz y Givenchy
es la gran cita del invierno en la ciudad holandesa, donde el
floreciente sector de la moda también le rinde homenaje.
Retrato de Audrey realizado por el fotógrafo Cecil Beaton.
Foto: Germán Saiz
Audrey Hepburn lo llamaba «mi gran amor».
Pero también «mi psiquiatra»,
tal vez porque Hubert de Givenchy siempre estuvo ahí cuando necesitaba
que la escuchara.
A cambio, la actriz convirtió el nombre del modisto
francés, un joven prometedor en el París de los años 50, en
universalmente conocido.
«Tuvimos una relación muy intensa. Muchas veces me llamaba solo para decirme “Te quiero” y después colgaba»,
recuerda este hombre larguirucho y dotado de una elegancia en vías de
extinción, que se convertiría en su principal cómplice, su mejor amigo y
su diseñador de referencia.
A sus 89 años, Givenchy se pasea apoyado en
una muleta por la muestra dedicada a su musa que ha inaugurado el
Gemeentemuseum de La Haya, ciudad que Hepburn, holandesa por parte de
madre, visitó a menudo.
Ante sus ojos se encuentran los 25 vestidos que la actriz le devolvió
justo antes de fallecer en 1993.
Ahí está el abrigo de lana de color
mostaza y el tocado negro que Audrey lució en Charada (1963).
También el estampado floral de Una cara con ángel (1957), y el vestido en terciopelo y transparencias estratégicamente colocadas de Lazos de sangre (1979).
Algo más allá, aparece el sofisticado atuendo que vistió en Cómo robar un millón y... (1966). Y, sobresaliendo por encima de todos, los distintos conjuntos que Givenchy diseñó para Desayuno con diamantes (1961).
Por ejemplo, el vestido de satén negro con el que se acercaba al escaparate de Tiffany’s en la Quinta Avenida o el cocktail dress
rosa de seda y brillantes con el que regresaba de una fiesta junto al
millonario brasileño al que encarnó José Luis de Vilallonga.
Hasta el 26 de marzo, la exposición revisa la colaboración entre el
modisto y la actriz, que empezó con el diseño del vestuario de siete de
sus películas –no siempre acreditado– y se alargó hasta el final de su
vida fuera del cine.
El resultado cambió para siempre la historia de la
moda. Coco Chanel ya había vestido a Greta Garbo. Jean Louis hizo lo
propio con Rita Hayworth.
Pierre Balmain prestó sus vestidos a Lana
Turner, mientras que Christian Dior se encargó del vestuario de Sophia
Loren en Arabesco (1966).
Pero ninguno de ellos logró lo mismo que Givenchy: una identificación total entre la marca y la estrella.
Como demuestra la exposición, Hepburn se convirtió en la primera égérie
moderna, el nombre que reciben las musas que inspiran a cada diseñador y
que defienden su nombre a través de la publicidad.
Después lo harían
Catherine Deneuve, convertida en imagen de Yves Saint Laurent a partir
de Belle de jour (1967), o Jane Fonda, a quien vistió Paco Rabanne en Barbarella
(1968).
Pero ninguna de ellas cobró el poder icónico que sí tuvo Audrey
Hepburn.
«Vestí a muchas otras estrellas: Jennifer Jones, Lauren
Bacall, Marlene Dietrich o Elizabeth Taylor», explicó Givenchy a Vanity
Fair en 1994. «Pero nadie me pidió nunca que copiara lo que hice para
ellas».
Audrey, con un abrigo de Givenchy en ‘Charada’.
El inicio imprevisible de un idilio
Pese a todo, la alianza entre Hepburn y Givenchy estuvo a
punto de terminar en desencuentro. En 1953, a pocos meses de iniciar el
rodaje del largometraje Sabrina (1954), Billy Wilder le pidió a
la actriz que escogiera un puñado de vestidos de un modisto
contemporáneo de cara a la segunda parte de la película, cuando la
modesta hija del chófer regresa a la residencia de los Larrabee
transformada en una sofisticada parisienne, tras un curso de cocina en
la capital francesa (en el remake de 1995, bastante peor pero algo más
plausible, se iba a hacer unas prácticas en Vogue). El elegido
fue Hubert de Givenchy, diseñador pujante de 26 años que acababa de
fundar su propia marca tras pasar cuatro años formándose con Elsa
Schiaparelli. La actriz le pidió hora para pasar por su estudio. No se
había estrenado aún Vacaciones en Roma (1953), la película por
la que ganaría un Oscar y que la convertiría en estrella, por lo que su
rostro no le sonaba de nada. «De hecho, pensaba que vendría a verme
Katharine Hepburn», bromea Givenchy. En su lugar, se presentó una joven
menuda y con el pelo corto, vestida con camiseta, tejanos y bailarinas. «Su única excentricidad era un gorro de gondolero veneciano», recuerda el modisto.
Portadas de la prensa de la época, que dan cuenta del fenómeno social en que se convirtió la actriz.
Foto: Germán Saiz
Su primera respuesta a su proposición fue negativa: Givenchy
estaba preparando su siguiente colección y no podía permitirse el lujo
de distraerse. «Audrey se quedó muy triste e insistió mucho. Hasta me
invitó a cenar. Fue a lo largo de esa cena cuando descubrí su charme.
Acabé diciéndole que viniera al atelier el día siguiente y que ya
veríamos qué podíamos hacer…», recuerda. Pese a sus orígenes patricios,
Hepburn nunca había visto un vestido de alta costura.
Era hija de una
baronesa holandesa, pero había crecido en las estrecheces de los tiempos
de guerra y «con vestidos hechos en casa», según confesó una vez. «Con
su cintura y su silueta, los vestidos le iban perfectos. Diciendo que sí
a Audrey, fui capaz de cambiar el look de los iconos de Hollywood.
Las
actrices de aquel tiempo eran más… voluminosas», sonríe Givenchy. «A
partir de Sabrina, se puso de moda una silueta más estilizada. Y así
empezó nuestro amor platónico».
El vestuario de la película traspasó los dominios del
celuloide. Hepburn incluso lució las prendas de la cinta durante la
promoción en Europa, difuminando la línea que separa a la intérprete de
su personaje.
El cuello bateau, que dibujaba un óvalo en el escote al
nivel de las clavículas, se convirtió en «cuello Sabrina».
Su escuálida
silueta se transformó en el modelo a imitar. «Nadie se parecía a
ella antes de la Segunda Guerra Mundial.
Ahora, miles de imitaciones
han aparecido. Todo está lleno de jovencitas esqueléticas, con el pelo
como roído por una rata y la cara pálida como la Luna», diría
el fotógrafo Cecil Beaton.
Su físico se anticipó al de las modelos que
se impusieron en los años 60, como la celebérrima Twiggy.
«Con nuestra
mirada actual, nos cuesta darnos cuenta de lo moderno que fue aquel
look. Parecía sencillo, aunque no lo era. Givenchy y Hepburn lo
redujeron todo hasta que solo quedó la esencia», afirma Madelief Hohé,
comisaria de la muestra en La Haya.
Audrey Hepburn en ‘Sabrina’.
La historia no oficial ha conservado una imagen frágil de la
intérprete, siempre sumida en la duda, metida en relaciones inestables y
vulnerable ante las críticas. «Es cierto que su aspecto era delicado,
pero también tenía mucha fortaleza interior. Cuando había decidido algo,
ya no había manera de que diera marcha atrás», asegura Givenchy
. «Nunca
se comportaba como una estrella, como sí lo hacían otras actrices.
Audrey era humana y verdadera», añade el modisto, mencionando a
Elizabeth Taylor, con la que reconoce que fue «difícil» trabajar, como
su perfecta antítesis. El diseñador recuerda también el abrupto final de
su vida. «Le encontraron dos cánceres y le dijeron que le quedaban tres
meses», rememora.
Givenchy tomó entonces un avión con destino a Ginebra
para despedirse de ella. «Estaba acostada y le di un beso», recuerda.
«Me dijo que escogiera uno de los tres plumones que tenía sobre el sofá.
Tomé uno de color azul marino. Me pidió que, cuando estuviera triste,
me lo pusiera para recuperar el coraje. Volví a París llorando, envuelto en ese abrigo azul».
Una escena floreciente
La cara de la actriz se ha vuelto omnipresente en La Haya,
cuya escena de la moda también le rinde homenaje.
La boutique del
diseñador Michael Barnaart Van Bergen, junto al pintoresco eje comercial
de Noordeinde, está presidida por retratos de Hepburn, que también ha
inspirado algunas de sus últimas creaciones, coloristas vestidos de lana
con dibujos serigrafiados de línea sesentera.
Este joven modisto abrió
su estudio en La Haya hace cinco años, seducido por su pujante sector
del estilo. «En Ámsterdam ya hay muchos diseñadores.
Aquí es más fácil
destacar.
Además, existe una clientela distinta.
Entre mis clientas, hay
ministras, parlamentarias, embajadoras y mujeres de negocios», afirma. ¿Tiene potencial esta ciudad para convertirse en una pequeña capital de la moda?
«Sí, aunque ya no creo en ese concepto.
Gracias a Internet y a la
globalización, ahora da igual el lugar desde donde diseñes.
Las
fronteras de otro tiempo han desaparecido», responde Barnaart.
El vestido que Hepburn lució en la escena de la pista de tenis de Sabrina (1954), en la que baila con Humphrey Bogart.
Foto: Germán Saiz
Les Soeurs Rouges, dos hermanas que tienen su estudio en una
antigua fábrica de dulces cerca del centro, están de acuerdo. Dorrith,
la mayor, se formó junto a Walter Van Beirendonck en Amberes.
«Nos
sentimos menos orgullosos que los belgas de nuestro diseño, y en la
sociedad no existe esa fascinación por el estilo de países como Francia,
pero aquí también hay una historia de la moda. Siempre ha habido
talleres de costura y una clientela a la que vestir», responde.
El
nombre más conocido tal vez sea Omar Munie, un diseñador de 30 años que
abandonó su Somalia natal durante la guerra civil y se ha convertido en
un fenómeno internacional con sus bolsos.
Entre las féminas que han lucido uno figuran Hillary Clinton, Jane Fonda u Oprah Winfrey.
«Supongo que a esas mujeres les fascina nuestra historia.
Ellos creen
en el sueño americano.
Nosotros encarnamos el sueño holandés», ironiza.
A
solo un par de calles, el fastuoso Hotel des Indes, donde Audrey solía
alojarse cuando pasaba por La Haya, también rinde su particular tributo a
la actriz, cuyo rostro aparece hasta en los pasteles que sirven a la
hora del té.
Tal vez no exista mejor homenaje que el de la repostería.
Audrey en una imagen de ‘Sabrina’.