Sé que en el mundo hay hechos mucho peores, más crueles, más feroces; pero la miseria moral, la banal indecencia de unos padres que se supone que llevan siete años utilizando el dolor de su hija para robar, es algo en verdad desconsolador.
Al parecer tenían carteles en la casa que decían: “No te vas a morir”.
Imaginad a alguien capaz de criar a su niña (desde los cuatro años hasta los once que tiene ahora) en el convencimiento de que va a fallecer de manera inminente.
Eso es simple tortura. Un martirio cuya crueldad empeora cuando sabemos que por lo visto su enfermedad no es tan letal.
Según un estudio internacional sobre 110 casos, 17 murieron antes de los 4 años y otros 2 entre los 5 y los 9, pero después de los 10 años ya no hubo más bajas.
Hace falta tener un alma de cemento para actuar así.
Pero además el daño que este caso está haciendo es mucho más grande.
Ese Fernando Blanco que ha dicho padecer él mismo un cáncer terminal que no tiene, y que se ha retratado una y otra vez con expresión de compungido héroe aferrando a su hija, está pisoteando el sufrimiento real de miles de personas.
Me produce vértigo pensar la credibilidad que se le ha dado a su caso, cómo múltiples medios de comunicación y personajes famosos se han volcado ayudándolo.
¿Por qué a él sí y a otros no? ¿Por qué Fernando Blanco recaudó como mínimo 900.000 euros (se supone que fue mucho más) y en cambio tantas otras causas sociales para las que se pide apoyo apenas si reciben difusión y ayuda?
En ocasiones he intentado buscar fondos para paliar situaciones tremendas o he servido de correa de transmisión difundiendo campañas de organizaciones serias sobre casos tristísimos, y la respuesta social siempre ha sido precaria.
¿Y en cambio este Fernando Blanco se convierte en una especie de atracción de feria? ¿Pero qué nos pasa?
Supongo, en fin, que las tragedias reales son justamente eso, verdaderas, es decir, sucias, desapacibles, desagradables, manchan. Mientras que un supuesto profesional del engaño como Fernando Blanco puede crear un drama entretenido y fotogénico.
Deprime pensar que en esta sociedad del espectáculo lo que más valoramos es la mentira.
Isabel Gemio, madre de un niño afectado por una enfermedad rara e impulsora de una fundación que recauda fondos para la investigación, se echó a llorar en directo en un programa de televisión hablando del caso de Nadia, y sus conmovedoras lágrimas resumen la inmensa herida, el destrozo que la presunta estafa de Blanco está causando en tantísima gente inocente y de verdad doliente.
Todas las organizaciones, todas las personas que se dedican a pedir ayuda para causas sociales conocen bien las muchas reticencias que van a encontrar en los ciudadanos.
Desde la típica respuesta de “es el Estado el que tiene que hacerse cargo de eso”, que parece extraída de un manual marxista (y es cierto, hay que exigir que el Estado actúe, pero yo creo que también la sociedad civil es responsable), a la suspicacia ante la veracidad de la causa o la honestidad de la organización intermediaria.
Unos miedos y unos tópicos que ahora parecen justificarse tras este escándalo.
Y no sólo eso.
El caso Blanco fomenta un rasgo de carácter que detesto, que es el de la desconfianza sistemática ante el prójimo, esa despectiva y sabihonda actitud del “piensa mal y acertarás”, ese alardear de que a mí no me engañan.
Para mí este comportamiento es un error; personalmente, y en una vida ya tan larga, siempre he confiado en los demás, y sólo me he sentido de verdad defraudada en una ocasión, un porcentaje ínfimo que pago gozosa.
Creo que temer el engaño lo provoca, que si esperamos lo peor de la gente lo desencadenamos y que, por el contrario, al dar nuestra confianza fomentamos de los otros lo mejor.
Y si hay unos pocos que abusan, mejor asumir ese precio, de la misma manera que los grandes almacenes asumen en su presupuesto el costo de los hurtos.
En resumen: por favor, no dejemos que este caso nos vuelva más mezquinos de lo que ya somos.